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– Malditos escritores, siempre hacéis que la chica muera al final -dijo-. ¿Sabes por qué? Porque es el modo más fácil de librarse de ella. Te cansas de ella, y tú no quieres ser el malo, así que la liquidas y luego lloras y eres el héroe de mierda. Qué hipócritas asquerosos sois todos. Siempre queréis enterrar a las mujeres.

Se volvió hacia mí, con sus inmensos ojos castaño dorado oscureciéndose de cólera.

– No me mates nunca a mí, pedazo de cabrón.

– Lo prometo -dije-. Pero, ¿por qué andas tú diciéndome siempre que no quieres llegar a los cuarenta? Que procurarás quemarte antes.

A veces, me salía con este cuento. Le encantaba mostrarse lo más dramática posible.

– Eso no es asunto tuyo -dijo-. Para entonces, tú y yo ni siquiera nos hablaremos.

Salí del cine e inicié el largo paseo de vuelta al Xanadú. Era un largo paseo. Enfilé el principio del Strip y pasé hotel tras hotel, crucé ante sus fuentes de luz de neón y seguí caminando hacia las oscuras montañas del desierto que hacían guardia al final del Strip. Y pensé en Janelle. Le había prometido que si escribía sobre nosotros nunca la pintaría como a alguien derrotado, alguien a quien hubiese que compadecer. Ni siquiera alguien por quien hubiese que afligirse. Me había pedido que se lo prometiera y yo se lo había prometido, todo en broma.

Pero la verdad era distinta. Ella se negaba a quedar en las sombras de mi mente como hacían decentemente Artie y Osano y Malomar. Mi magia no funcionaba ya.

Porque cuando la vi en la pantalla, tan viva y llena de pasión, y volví a enamorarme de ella, ella ya estaba muerta.

Janelle, preparándose para la fiesta de Nochevieja, se maquillaba lenta y minuciosamente. Ladeó su espejo de aumento e inició el pintado de los ojos. La esquina superior del espejo reflejaba el apartamento que había tras ella. Era, desde luego, un desastre: ropas tiradas, zapatos por en medio, platos y tazas sucios en la mesita, la cama sin hacer. Recibiría a Joel en la puerta y no le dejaría entrar. El hombre del Rolls Royce, como le había llamado siempre Merlyn. Se acostaba con Joel de cuando en cuando, aunque no con excesiva frecuencia, y sabía que aquella noche tendría que hacerlo. Después de todo, era Nochevieja. Así que ya se había bañado, se había perfumado, había utilizado su desodorante vaginal; estaba preparada. Pensó en Merlyn y se preguntó si la llamaría. Llevaba dos años sin llamarla, pero muy bien podría llamarla aquel día o al día siguiente. Janelle sabía que no la llamaría de noche. Pensó un momento en llamarle, pero él se asustaría, el muy cobarde. Le daba tanto miedo estropear su vida familiar. Toda aquella estructura falsa que había construido a lo largo de los años y que utilizaba como soporte. Pero en realidad, no le echaba de menos. Sabía que él contemplaba su pasado con desprecio por haberse enamorado, y que ella miraba hacia atrás con una radiante alegría de que hubiese sucedido. A ella no le importaba que se hubiesen herido tanto recíprocamente. Ella le había perdonado hacía mucho. Pero sabía que él no, sabía que él había pensado tontamente que había perdido algo de sí mismo, y ella sabía que esto no era cierto, ni en su caso ni en el de él.

Dejó de maquillarse. Estaba cansada y tenía jaqueca. Se sentía también muy deprimida, pero eso le pasaba siempre en Nochevieja. Había pasado otro año, era un año más vieja, y ella temía la vejez. Pensó en llamar a Alice, que estaba pasando las fiestas con sus padres en San Francisco. Si Alice viese cómo estaba el apartamento, se horrorizaría; pero Janelle sabía que aun así se pondría a limpiarlo y no le haría ningún reproche. Sonrió pensando en lo que decía Merlyn, que ella utilizaba a sus amantes femeninas explotándolas brutalmente de un modo que sólo los maridos más machistas se atrevían a utilizar. Comprendió entonces que en parte era cierto. Sacó de un cajón los pendientes de rubíes, primer regalo que le hizo Merlyn, y se los puso. Verdaderamente le sentaban muy bien. Le encantaban.

Luego, sonó el timbre con insistencia y fue a abrir. Dejó pasar a Joel. Le importaba un pito que viese o no el desorden del apartamento. La jaqueca aumentaba por momentos, así que entró en el baño y tomó unos cuantos Percodan antes de salir. Joel estaba tan amable y encantador como de costumbre. Le abrió la puerta del coche para que entrase y dio la vuelta hasta el otro lado. Janelle pensó en Merlyn. A él siempre se le olvidaba tener un detalle como aquél, y cuando se acordaba se ponía nervioso. Hasta que, por fin, ella le dijo que no se molestase, que se olvidase por completo de aquello, abandonando así sus hábitos de beldad sureña.

Era la fiesta habitual de Nochevieja en una gran casa llena de gente. El aparcamiento estaba lleno de criados de chaqueta roja que se hacían cargo de los Mercedes, los Rolls Royce, los Bentley, los Porsche. Janelle conocía a muchos de los asistentes. Y hubo mucho galanteo y muchas insinuaciones, que ella cortó alegremente bromeando sobre su decisión para el nuevo año de mantenerse pura por lo menos un mes. Al aproximarse la medianoche, se sintió realmente deprimida y Joel se dio cuenta de ello. La metió en uno de los dormitorios y le dio un poco de cocaína. Janelle se sintió mejor y se animó inmediatamente. Pasó la prueba de la medianoche, el beso de todos sus amigos, los tanteos, y luego, de pronto, se dio cuenta de que su jaqueca volvía. Nunca en su vida había tenido una jaqueca tan fuerte y comprendió que debía volver a casa. Buscó a Joel y le dijo que estaba enferma. Él la miró y comprendió que sí lo estaba.

– No es más que dolor de cabeza -dijo Janelle-. Se me pasará, pero llévame a casa.

Joel la acompañó en coche y quiso entrar con ella. Ella se dio cuenta de que lo que él quería era quedarse, con la esperanza de que la jaqueca se esfumase y poder pasarlo bien al menos al día siguiente, en la cama con ella. Pero Janelle se sentía realmente mal. Le besó y dijo:

– No entres, por favor. De veras siento decepcionarte, pero me encuentro muy mal, en serio. Terriblemente mal.

Le alivió ver que Joel la creía.

– ¿Quieres que llame a un médico? -preguntó.

– No -dijo ella-. Tomaré unas pastillas y se me pasará.

Esperó a que él se fuera.

Luego, inmediatamente, entró en el, baño a tomar más Percodan; mojó una toalla y se la enrolló en la cabeza a modo de turbante. Iba camino del dormitorio cuando, al cruzar la puerta, sintió un terrible dolor en la nuca. Estuvo a punto de desplomarse. Por un momento pensó que alguien oculto en la habitación la había atacado, y luego pensó que se había dado en la cabeza con algo que sobresalía de la pared. Pero luego, otro golpe aplastante la hizo caer de rodillas. Entonces se dio cuenta de que estaba sucediéndole algo terrible. Consiguió arrastrarse hasta el teléfono que había junto a la cama y apenas pudo distinguir la etiqueta roja en la que estaba escrito el número de los servicios médicos; Alice lo había pegado allí cuando había estado visitándolas el hijo de Janelle, sólo por si acaso. Marcó el número y contestó una voz de mujer.

– Me siento muy mal -dijo Janelle-. No sé lo que me pasa, pero estoy muy enferma.

Le dio su número y la dirección, y dejó caer el teléfono. Consiguió subirse a la cama y, sorprendentemente, de pronto se sintió mejor. Se avergonzaba casi de haber llamado, porque en realidad no le pasaba nada grave. Luego, sintió otro terrible golpe que pareció estremecer todo su cuerpo. Su visión disminuyó y se redujo a un foco único. De nuevo se quedó atónita sin poder creer lo que le estaba pasando. Apenas podía ver los extremos de la habitación. Recordó que Joel le había dado un poco de cocaína y que aún la tenía en el bolso y salió tambaleándose hasta la sala para deshacerse de ella, pero en mitad de la sala su cuerpo se estremeció de dolor. Se le aflojó el esfínter y, a través de la niebla de una semiinconsciencia, comprendió que se había hecho encima. Con un gran esfuerzo, se quitó las bragas, limpió el suelo, las metió bajo el sofá, y luego se dio cuenta de que llevaba los pendientes; no quería que nadie se los robase. Le llevó lo que parecía muchísimo tiempo quitárselos; luego entró tambaleándose en la cocina y los echó al fondo de la parte superior del armario, que estaba cubierta de polvo, donde nadie miraría nunca.