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– El niño sólo tenía fiebre muy alta, una infección respiratoria. Mientras tú ayudabas tan galantemente a Wendy, antes de que llegara la policía, llamé al hospital. Me dijeron que no me preocupara. Llamé a mi médico y se llevó al niño a una clínica particular. Así que todo está resuelto.

– ¿Quieres que me quede contigo aquí? -pregunté.

Osano movió la cabeza.

– Tengo que ver a mi hijo y ocuparme de los otros ahora que su madre no está con ellos. Aunque ella saldrá del hospital mañana, la muy zorra.

Antes de irme, le pregunté a Osano:

– Cuando la tiraste por la ventana, ¿recordaste que sólo había dos pisos hasta la calle?

Me sonrió de nuevo.

– Claro -dijo-. Y además, en ningún momento pensé que caería por la ventana. Te digo que es una bruja.

Todos los periódicos de Nueva York dieron la noticia al día siguiente en primera página. Osano aún era lo bastante famoso para que le trataran así. Al final, no fue a la cárcel porque Wendy retiró las acusaciones. Dijo que quizás hubiese tropezado y se hubiese caído por la ventana. Pero eso fue al día siguiente y el daño ya estaba hecho. En el trabajo hicieron dimitir a Osano y yo tuve que dimitir con él. Un columnista, que quería hacerse el gracioso, dijo que si Osano ganaba el premio Nobel, sería el primer premio Nobel que había tirado a su mujer por la ventana. Pero lo cierto era que todo el mundo sabía que aquella pequeña comedia ponía fin a cualquier esperanza de Osano en ese sentido. No podían conceder el respetable Nobel a un personaje sórdido como Osano. Y Osano no ayudó a arreglar las cosas, porque poco después escribió un artículo satírico sobre los diez mejores modos de asesinar a una esposa.

Pero en aquel momento, los dos nos enfrentamos a un problema. Yo tenía que ganarme la vida trabajando por mi cuenta, sin un sueldo fijo. Osano tenía que esconderse en algún sitio donde la prensa no le acosara. Yo pude resolver el problema de Osano. Llamé a Cully a Las Vegas, le expliqué lo que había pasado y le pregunté si podía tener a Osano en el Hotel Xanadú un par de semanas. Sabía que nadie iría a buscarle allí. Y Osano aceptó. Nunca había estado en Las Vegas.

26

Con Osano retirado en lugar seguro, en Las Vegas, pude dedicarme a resolver mi otro problema. No tenía trabajo. Así que acepté todas las colaboraciones y trabajos independientes que pude conseguir. Hice críticas de libros para la revista Time, para el Times de Nueva York, y el nuevo director de la publicación en que había trabajado me dio también colaboraciones. Pero la situación me destrozaba los nervios. Nunca sabía de cuánto dinero iba a disponer en un momento concreto. Y así decidí concentrarme al máximo en terminar mi novela, con la esperanza de que me proporcionase mucho dinero. Durante los dos años siguientes, mi vida fue muy sencilla. Pasaba de doce a quince horas diarias en mi cuarto de trabajo. Iba al supermercado con mi mujer y durante el verano llevaba los domingos a los niños a la playa para que Valerie pudiera descansar. A veces, tomaba pastillas a media noche para no dormirme y poder trabajar hasta las tres o las cuatro.

Durante esa época, cené algunas veces con Eddie Lancer en Nueva York. Eddie se había convertido en guionista de Hollywood, y era evidente que ya no escribiría novelas. Le gustaba la vida que llevaba allí, las mujeres, el dinero fácil, y juraba que jamás volvería a escribir otra novela. Cuatro guiones suyos se habían convertido en películas de gran éxito y tenía mucho prestigio. Me ofreció trabajar con él si quería irme allí, pero le dije que no. No podía imaginarme trabajando en el mundo del cine. Pues, pese a las historias divertidas que Eddie me contaba, veía claramente que ser escritor en aquel mundo no era nada divertido. Dejabas de ser artista. Te limitabas a traducir las ideas de otro.

En esos dos años, vi a Osano una vez al mes. Estuvo una semana en Las Vegas y luego desapareció. Cully me llamó para quejarse de que Osano se había largado con su chica favorita, que por cierto se llamaba Charlie Brown. No es que Cully se hubiese enfadado mucho, simplemente estaba atónito. Me dijo que la chica era muy guapa, que estaba haciendo una fortuna en Las Vegas bajo su dirección y que se estaba dando la gran vida, por lo que no entendía cómo lo había abandonado todo para largarse con un escritor viejo y gordo que no sólo engullía cerveza sin parar, sino que era el mayor chiflado que Cully había visto en su vida.

Le dije que aquél era otro favor que le debía y que si veía a la chica con Osano en Nueva York, le pagaría el billete de avión para que volviera a Las Vegas.

– Basta que le digas que se ponga en contacto conmigo -dijo Cully-. Dile que la echo de menos, que la quiero. Dile lo que te parezca. Lo que quiero es que vuelva. Esa chica vale para mí una fortuna en Las Vegas.

– Bien, de acuerdo -dije.

Pero cuando fui a cenar con Osano en Nueva York, estaba solo y no me pareció que pudiese disfrutar del afecto de una chica joven y guapa con las cualidades que Cully había descrito.

Es curioso lo que pasa cuando te enteras del éxito de alguien, de que se ha hecho famoso. Esa fama es como una estrella fugaz que ha brotado de pronto de la nada. Pero tal como me sucedió a mí, la cosa fue sorprendentemente insípida.

Yo llevé una vida de eremita durante dos años y al final conseguí acabar el libro, se lo entregué a mi editor y me olvidé de él. Al cabo de un mes, el editor me llamó a Nueva York para decirme que habían vendido mi novela a una editorial de libros de bolsillo por medio millón de dólares. Me quedé asombrado. No podía creérmelo. Mi editor, mi agente, Osano, Cully, todos me habían advertido que un libro sobre el rapto de un niño en el que el héroe es el raptor, no atraería al gran público. Manifesté mi asombro al editor y éste me dijo:

– Cuentas una historia tan magnífica, que no importa.

Cuando volví a casa aquella noche y le conté a Valerie lo ocurrido, tampoco ella pareció sorprendida. Dijo sin más, con mucha calma:

– Podremos comprar una casa más grande. Los niños crecen, necesitan más espacio.

Y luego la vida continuó como antes, salvo que Valerie encontró una casa a sólo diez minutos de la de sus padres, la compramos y nos trasladamos allí.

Por entonces salió la novela. Figuró en todas las listas de libros más vendidos del país. Fue un gran éxito de ventas, y sin embargo no pareció cambiar mi vida en ningún sentido. Al pensar en esto, comprendí que era por los pocos amigos que tenía. Tenía a Cully, a Osano, a Eddie Lancer, y eso era todo. Por supuesto, mi hermano Artie estaba orgullosísimo de mí y quiso dar una gran fiesta, en mi honor, hasta que le dije que podía dar la fiesta pero que yo no iría. Lo que me conmovió de veras fue una crítica de mi libro firmada por Osano y que apareció en la primera página de la publicación literaria en la que habíamos trabajado. Me alababa por motivos justificados, e indicaba los verdaderos fallos. A su modo habitual, exageraba el mérito del libro porque yo era su amigo. Y luego, claro, continuaba hablando de sí mismo y de la novela que estaba escribiendo.

Llamé a su casa y no contestó nadie. Le escribí una carta y recibí contestación. Cenamos juntos en Nueva York. Tenía un aspecto horrible, y le acompañaba una joven rubia muy guapa que apenas hablaba, pero que comía más que Osano y yo juntos. La presentó como «Charlie Brown» y comprendí que era la chica de Cully, pero no le transmití su mensaje. ¿Por qué iba a hacer daño a Osano?

Hubo un curioso incidente que siempre recuerdo. Le dije a Valerie que fuese a comprar ropa nueva, lo que quisiera, que yo me ocuparía aquel día de los niños. Se fue con unas amigas y volvió cargada de paquetes.

Yo estaba intentando trabajar en mi nuevo libro, pero en realidad no lograba entrar en él. Así que me enseñó lo que había comprado. Deshizo un paquete y sacó un vestido amarillo nuevo.