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– Tengo que decirte algo muy importante.

Osano dejó su whisky. Le hizo una desagradable mueca.

– Venga, suéltalo y lárgate a tomar por el culo.

– Son malas noticias -dijo Wendy muy seria.

Osano soltó una sonora y sincera carcajada. Le hacía gracia realmente.

– Tú siempre eres una mala noticia -dijo, y se echó a reír otra vez.

Wendy le miró con tranquila satisfacción.

– Tengo que decírtelo en privado.

– Oh, mierda -dijo Osano.

Pero conocía a Wendy. A ella le encantaría montar una escena. Así que la llevó a su estudio. Más tarde pensé que no se la llevó a uno de los dormitorios porque en el fondo tenía miedo a intentar tirársela, pues en ese sentido ella aún le tenía enganchado, en cierto modo. Y Osano sabía perfectamente lo que disfrutaría Wendy rechazándole. De todos modos, fue un error llevarla al estudio. Era la habitación preferida de Osano, y aún se la conservaba como lugar de trabajo. Tenía un gran ventanal por el que le gustaba mirar mientras escribía, y contemplar lo que pasaba abajo en la calle.

Me quedé esperando al pie de las escaleras. En realidad no sabía por qué, pero tenía la sensación de que Osano iba a necesitar ayuda. Por eso fui el primero en oír el grito de terror de Wendy y el primero que reaccionó ante aquel grito. Subí corriendo las escaleras y abrí de una patada la puerta del estudio.

Llegué a tiempo justo de ver a Osano coger a Wendy. Ella braceaba, intentando eludirle. Sus manos huesudas estaban crispadas como garras e intentaba arañarle la cara. Estaba aterrada, pero disfrutando al mismo tiempo. Me di cuenta de ello. Osano tenía dos largos arañazos en la mejilla derecha y sangraba. Antes de que pudiese pararle, pegó a Wendy en la cara de modo que ella se tambaleó y cayó hacia él. Con un movimiento terriblemente rápido, Osano la cogió como si fuese una muñeca que no pesase nada y la lanzó contra el ventanal con tremenda fuerza. El cristal se hizo pedazos y Wendy cayó a la calle.

No sé si me horrorizó más la visión del pequeño cuerpo de Wendy atravesando el cristal o la expresión de furia demente de Osano. Salí corriendo al salón y grité:

– Llamad a una ambulancia.

Luego cogí un abrigo del recibidor y corrí a la calle. Wendy estaba tirada en la acera como un insecto con las piernas rotas. Cuando salía de la casa, ella intentaba incorporarse apoyada en manos y piernas, pero sólo consiguió ponerse de rodillas. Se quedó así, como una araña que intentase caminar, y luego cayó otra vez.

Me arrodillé junto a ella y la cubrí con el abrigo. Me quité la chaqueta y se la coloqué doblada bajo la cabeza. Tenía dolores, pero no sangraba por la boca ni por los oídos, ni tenía esa especie de película mortecina en los ojos que mucho tiempo atrás, durante la guerra, yo identificaba como una clara señal de peligro. Su cara parecía al fin tranquila y en paz consigo misma. Le tomé una mano y estaba caliente; abrió los ojos.

– No tienes nada -dije-. Ahora vendrá la ambulancia. No hay problema.

Abrió los ojos y me sonrió. Estaba muy guapa, y por primera vez comprendí que Osano estuviese fascinado por ella. Tenía dolores pero sonreía:

– Esta vez está listo ese hijoputa -dijo.

En el hospital descubrieron que tenía roto un dedo del pie y fractura de clavícula. Su estado le permitió explicar lo que había pasado, y la policía fue a por Osano y se lo llevó. Llamé a su abogado. Éste me dijo que no dijese una palabra y que él lo arreglaría. Conocía a Osano y a Wendy desde hacía mucho y lo comprendió todo antes que yo. Me dijo que me quedase donde estaba hasta tener noticias suyas.

La fiesta, claro está, se deshizo cuando los policías interrogaron a algunas personas, entre ellas a mí.

Dije que sólo había visto a Wendy caer por la ventana. No, no había visto a Osano junto a ella, les dije. Y dejaron las cosas así. La ex esposa de Osano me sirvió de beber y se sentó junto a mí en el sofá. Tenía una sonrisilla extraña en el rostro.

– Siempre supe que pasaría esto -dijo.

El abogado tardó casi tres horas en llamarme. Dijo que había sacado a Osano bajo fianza, pero que sería aconsejable que alguien estuviese con él un par de días. Osano se iría a su apartamento-estudio del Village. ¿Querría yo hacerle compañía e impedir que hablase con la prensa? Le dije que sí. Entonces el abogado me informó. Osano había declarado que Wendy le había atacado y que él la había empujado para apartarla de sí y que entonces ella había perdido el equilibrio y había caído por la ventana. Ésta fue la versión que se comunicó a la prensa. El abogado estaba seguro de que podría conseguir que Wendy, por su propio interés, confirmase esta versión. Si Osano iba a la cárcel, perdería dinero en la pensión del divorcio y en la de los niños. Si se impedía que Osano dijese algo escandaloso, todo se arreglaría en un par de días. Osano tardaría una hora en llegar a su apartamento, el propio abogado le acompañaría.

Salí pues de aquella casa y llegué en taxi al Village. Esperé en la entrada del edificio de apartamentos a que llegase el coche con chófer del abogado. Salió de él Osano.

Tenía un aspecto espantoso. Los ojos desorbitados, la piel de un blanco mortecino. Pasó delante de mí y entré con él en el ascensor. Sacó las llaves, pero le temblaban las manos y tuve que abrir yo por él.

En cuanto entramos en su pequeño estudio, Osano se tumbó en el sofá. Aún no me había dicho una palabra. Se quedó allí tumbado, cubriéndose la cara con las manos, por el agotamiento, no por la desesperación. Contemplé el estudio y pensé: aquí está Osano, uno de los escritores más famosos del mundo, y vive en este agujero. Pero luego recordé que pocas veces vivía allí. En realidad, vivía en su casa de los Hamptons o en Provincetown. O con una de las ricas divorciadas con las que tenía un ligue durante unos meses.

Me senté en un polvoriento sillón y desplacé con el pie una pila de libros al rincón.

– Les dije a los polis que no había visto nada -expliqué a Osano.

Osano se incorporó. Se quitó las manos de la cara. Desconcertado, pude ver que sonreía.

– Dios mío, ¿verdad que te gustó verla volar así por el aire? Siempre dije que era una bruja. No la tiré con tanta fuerza. Volaba por su propia voluntad.

Le miré fijamente.

– Creo que estás perdiendo el juicio -le dije-. Sería mejor que te viera un médico.

Mi tono era frío. No podía olvidar a Wendy tirada en la calle.

– Qué coño. Se pondrá bien enseguida -dijo Osano-. Y no preguntes por qué. ¿O te crees que me dedico a tirar a todas mis ex esposas por la ventana?

– Eso no tiene excusa -dije.

Osano rió entre dientes.

– Cómo se ve que no conoces a Wendy. Apuesto veinte pavos a que cuando te lo cuente me dices que tú habrías hecho lo mismo.

– Apostado -dije.

Entré en el baño, mojé un paño y se lo pasé. Se enjuagó cara y cuello y suspiró con placer al sentir el frescor del agua.

Luego se acomodó en el sofá.

– Me recordó que me había escrito cartas, los dos últimos meses, pidiéndome dinero para nuestro hijo. Por supuesto, no le mandé dinero porque se lo gastaría en cosas para ella. Entonces me dijo que no había querido molestarme mientras estaba ocupado en Hollywood, pero que nuestro hijo más pequeño había enfermado de meningitis y, como no tenía bastante dinero, le había ingresado en la sección de beneficencia del hospital municipal, Bellevue, nada menos. ¿Te das cuenta, la muy zorra? No me ha querido comunicar que estaba enfermo porque pensaba montarme después todo este número, echarme toda la culpa a mí.

Yo sabía cuánto quería Osano a todos sus hijos, los de todas sus mujeres. Esta capacidad suya para el amor me sorprendía. Siempre les mandaba regalos en los cumpleaños y siempre pasaban los veranos con él. E iba a verlos esporádicamente para llevarles al cine o a cenar o a ver un partido. Y me sorprendía también el que no estuviese preocupado por el niño enfermo. Se dio cuenta de lo que yo pensaba, pues dijo: