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– No conozco esa película, y creo que exageras mucho. Creo que te preocupa por Kellino. Quieres que gastemos una fortuna sólo porque ese tipo decidió dirigir él mismo y quieres cubrirle los riesgos.

Houlinan era el representante particular de relaciones públicas de Ugo Kellino, con un sueldo de cincuenta mil al año. Kellino era un gran actor, pero estaba casi certificablemente loco de pura egolatría, enfermedad no muy rara entre los grandes actores, actrices, directores e incluso escritores de guiones que soñaban con convertirse en guionistas profesionales. La egolatría en la tierra del cine es como la tuberculosis en un pueblo minero. Algo endémico y devastador, aunque no necesariamente mortal.

De hecho, su egolatría hacía a muchos de ellos más interesantes de lo que habrían sido sin ella. Esto era aplicable a Kellino. Tal era su dinamismo en la pantalla, que había sido incluido en una lista de los cincuenta hombres más famosos del mundo. En su estudio tenía un recorte de periódico al que había añadido unas palabras escritas por él mismo con lápiz rojo: «Por joder». Houlinan decía siempre con voz afectada y admirada: «Kellino sería capaz de joderse a una serpiente». Acentuando la palabra, como si la frase no fuese un viejo cliché machista, sino algo especialmente acuñado para su cliente.

Un año atrás Kellino había insistido en dirigir su próxima película. Era uno de los pocos actores famosos que podía salirse con la suya al respecto. Pero le habían adjudicado un presupuesto muy estricto, dejando bien atado el dinero que le entregaban y los porcentajes correspondientes. Malomar Films aportaba un máximo de dos millones, pero no pasaría de ese tope. Sólo por si Kellino perdía el control y empezaba a hacer cien tomas de cada escena con su última chica frente a él o su último chico debajo de él. Cosas ambas que había pasado a hacer sin ningún visible, perjuicio para la película. Pero luego había empezado a meterse con el guión. Largos monólogos, las luces tenues y suaves sobre su expresión desesperada; había explicado la historia de su trágica niñez en dolorosísimas visiones retrospectivas para explicar por qué se tiraba chicos y chicas en la pantalla. Lo que quería indicar era que si hubiese tenido una niñez decente, nunca se habría tirado a nadie. Y por último él tenía la decisión final, los estudios no podían arreglar legalmente la película en la sala de montaje. Malomar no estaba demasiado preocupado, pues lo harían en caso necesario. La actuación de Kellino proporcionaría de nuevo al estudio los dos millones. De eso no había duda. Todo lo demás, daba igual. Y si las cosas se ponían muy mal, podía enterrar la película en distribución. Nadie la vería. Y él habría salido del asunto consiguiendo su principal objetivo; que Kellino actuase en la novela de John Merlyn, que había tenido tanto éxito, y que Malomar estaba convencido de que daría una fortuna a los estudios.

– Tenemos que hacer una campaña especial -decía Houlinan-. Tenemos que gastar mucho dinero. Tenemos que vender el artículo como un artículo de calidad.

– Dios mío -decía Malomar.

Malomar solía ser más comedido. Pero estaba harto de Kellino. Estaba harto de Houlinan y estaba harto del cine. Lo cual no significaba nada. Porque estaba cansado de las mujeres guapas y de los hombres simpáticos. Estaba cansado del clima de California. Para distraerse estudiaba a Houlinan. Sentía hacía él y hacia Kellino un rencor persistente desde hacía mucho tiempo.

Houlinan vestía maravillosamente. Traje de seda, corbata de seda, zapatos italianos, reloj Piaget. Le hacían por encargo las monturas de las gafas, negras y con reflejos dorados. Tenía el suave y dulce rostro irlandés de los predicadores espectrales que llenaban las pantallas de televisión de California los domingos por la mañana. Resultaba fácil creer que fuese un hijo de puta de negro corazón y que estuviese orgulloso de ello.

Años atrás, Kellino y Malomar habían tenido un enfrentamiento en un restaurante público, un vulgar enfrentamiento a gritos que se convirtió en una noticia humillante en las columnas de los periódicos y en los ambientes profesionales. Y Houlinan había dirigido una campaña para conseguir que Kellino saliese de aquello como el héroe y Malomar como el malvado, el malévolo jefe de estudio que intentaba humillar al heroico astro de cine. Houlinan era un genio, desde luego. Aunque un poco miope. Malomar le había hecho pagar aquello desde entonces.

Durante los últimos cinco años, no había pasado ni un mes sin que los periódicos publicasen la noticia de que Kellino había ayudado a alguien menos afortunado que él. ¿Que una pobre chica con leucemia necesitaba una transfusión de un tipo especial de sangre de un donante que vivía en Siberia? En la página cinco de todos los periódicos se leía que Kellino había enviado a Siberia su reactor particular. ¿Que un negro acababa en una cárcel del sur por sus protestas? Kellino enviaba por correo el dinero de la fianza. Si un policía italiano con siete hijos perecía en una emboscada de los panteras negras en Harlem, allá mandaba Kellino un cheque de diez mil dólares para la viuda y creaba un fondo para que los siete hijos pudieran estudiar. Si se acusaba a un pantera negra de matar a un policía, Kellino mandaba diez mil dólares para pagar su defensa. Si caía enfermo un famoso veterano del cine de los viejos tiempos, los periódicos informaban que Kellino se había hecho cargo de la cuenta del hospital y le había proporcionado un papel en su próxima película para que pudiera ganarse la vida. Uno de estos viejos veteranos con diez millones guardados y con odio acumulado contra su profesión, concedió una entrevista en la que atacaba la generosidad de Kellino, rechazándola, y la cosa resultaba tan divertida que ni siquiera el gran Houlinan pudo impedir su publicación.

Y Houlinan tenía más talentos ocultos. Era además un vanidoso cuya finísima nariz para las nuevas aspirantes a estrella le convertía en el Daniel Boone de los bosques de celuloide de Hollywood. Houlinan presumía de su técnica:

– Dile a una actriz que estuvo muy bien en su pequeño papel. Díselo tres veces en una noche y te bajará los pantalones y te arrancará la polla de raíz.

Era, además, el adelantado de Kellino, y comprobaba a menudo los talentos de la chica en la cama antes de pasársela. Las que eran demasiado neuróticas, incluso para los amplios criterios de la industria, nunca pasaban a Kellino. Pero, como decía a menudo Houlinan:

– Lo que Kellino rechaza, merece la pena probarlo.

Malomar dijo, con el primer placer que saboreaba aquel día:

– No cuentes con grandes presupuestos de publicidad. No son para películas como ésta.

Houlinan le miró pensativo.

– ¿Qué te parece si hacemos un poco de promoción privada con alguno de los críticos más importantes? Hay un par de ellos, de los mejores, que me deben un favor.

– No quiero desperdiciarlo en esto -dijo secamente Malomar.

No añadió que pensaba invertir todo lo posible en la gran película del año siguiente. Ya lo tenía todo planeado, y en aquella película Houlinan no tendría la sartén por el mango. En la siguiente película quería ser él la estrella, no Kellino.

Houlinan le miró pensativo. Luego dijo:

– Creo que tendré que montar la campaña por mi cuenta.

– No se te olvide que aún es una producción de Malomar Films -dijo Malomar cansinamente-. Consúltalo todo conmigo, ¿de acuerdo?

– Por supuesto -dijo Houlinan con su énfasis especial, como si no se le hubiese pasado por la cabeza hacer otra cosa.

Entonces Malomar añadió suavemente:

– No olvides, Jack, que hay algo que no conseguirás conmigo. Me da igual que seas lo que seas.

Houlinan dijo entonces, con su desconcertante sonrisa:

– Eso nunca lo olvido. ¿Lo he olvidado alguna vez? Escucha, hay una tía muy buena que es de Bélgica. La tengo escondida en el bungalow del Hotel Beverly Hills. ¿Quieres que nos veamos mañana a la hora del desayuno?