Me sobrecogía la cantidad de lo que publicaba, aunque no fuesen nada del otro mundo. Aparecía siempre en una de las revistas mensuales, y a veces en dos o tres; publicaba todos los años un libro de ensayos sobre algún tema que los editores considerasen «en el candelero». Dirigía nuestra publicación y todas las semanas hacía un largo artículo de crítica. Trabajaba también algo para el cine; ganaba enormes sumas, pero estaba siempre sin un céntimo. Y yo sabía que debía una fortuna. No sólo en dinero que le habían prestado, sino en adelantos sobre futuros libros. Una vez se lo mencioné, le dije que estaba cavándose una fosa de la cual no podría salir, pero él se limitó a rechazar la idea con impaciencia.
– Tengo mi as en la manga -dijo- Tengo la gran novela casi terminada. La acabaré en un año, quizás. Y entonces volveré a ser rico. Y me iré a Escandinavia a por el Nobel. Piensa en todas las rubias grandotas que nos joderemos.
Siempre me incluía en el viaje a recoger el Nobel.
Nuestras mayores discusiones surgían cuando me preguntaba mi opinión sobre alguno de sus ensayos generales sobre literatura. Y yo le enfurecía con mi declaración ya proverbial de que era sólo un narrador.
– Eres un artista con inspiración divina -le decía-. Eres un intelectual, tienes un jodido cerebro que podría soltar palabrería suficiente para dar cien cursos sobre literatura moderna. Yo soy sólo un ladrón de cajas de caudales. Aplico el oído y esperó a oír el clic.
– Tú y tus cuentos -decía Osano-. No es más que una reacción contra mí. Tienes ideas. Eres un verdadero artista. Pero te gusta eso de ser un mago, un ilusionista, lo de que puedes controlarlo todo, lo que escribes, tu vida en general, que puedes eludir todas las trampas. Así es como operas tú.
– Tienes una idea errónea de lo que es un mago. Un mago hace magia -le dije-. Nada más.
– ¿Y tú crees que eso basta? -preguntó Osano. Sonreía con cierta tristeza.
– Para mí basta -dije.
Osano denegó con la cabeza.
– Sabes, yo fui en tiempos un gran mago, lee mi primer libro. Todo magia, ¿no?
Me alegraba poder estar de acuerdo. Me gustaba aquel libro.
– Magia pura -dije.
– Pero no fue bastante -dijo Osano-. A mí no me bastó.
Entonces allá tú, pensé. Y pareció leer mi pensamiento.
– No, no es como tú crees -dijo-. Sencillamente no podría hacerlo otra vez porque no quiero hacerlo, o no puedo quizás. Después de ese libro, ya no fui un mago. Me convertí en escritor.
Me encogí de hombros con cierta displicencia, supongo. Osano se dio cuenta y dijo:
– Y mi vida se convirtió en una mierda, pero eso ya lo ves tú. Envidio tu vida. Lo tienes todo controlado. No bebes, no fumas, no andas detrás de las tías. Sólo escribes y juegas, y haces el papel de buen padre y buen marido. Eres un mago muy poco lucido, Merlyn. Un mago muy normal. Una vida normal, libros normales; has hecho desaparecer la desesperación.
Desde luego, yo le irritaba un poco. Pensaba que él iba hasta el tuétano. No sabía que la mitad de aquello era simple palabrería. Y a mí no me importaba, eso quería decir que mi magia estaba funcionando. Eso era todo lo que él podía ver, y eso estaba bien para mí. Él creía que yo tenía mi vida controlada, que no sufría o no me lo permitía, que no sentía los ramalazos de soledad que le empujaban a él a distintas mujeres, al trago, a aspirar cocaína. Había dos cosas que él no podía entender: que sufría porque realmente estaba volviéndose loco, no por sufrimiento. La otra, que todos los demás habitantes del mundo sufrían, estaban solos y hacían cuanto podían con su situación. Que no era nada admirable. De hecho, podías decir que la vida misma no era nada admirable, pese a su jodida literatura.
Y luego, de pronto, los problemas me llegaron de un sector inesperado. Un día que estaba en la oficina recibí una llamada de la mujer de Artie, Pam. Dijo que quería verme para algo importante. Y que quería verme sin Artie. ¿Podía ir inmediatamente? Sentí verdadero pánico. En el fondo del pensamiento, siempre estaba preocupado por Artie. Era realmente un ser frágil y siempre parecía cansado. Por su delicada belleza, traslucía la tensión más claramente que la mayoría. Tanto miedo me dio, que le supliqué a Pam que me dijese por teléfono lo que pasaba, pero no quiso. Me dijo que no había ningún problema físico, ningún diagnóstico médico amenazador, que era un asunto personal entre Artie y ella, y necesitaba que la ayudara.
Sentí de inmediato un alivio egoísta. Sin duda ella tenía un problema, pero Artie no. De todos modos, salí temprano del trabajo y fui en coche a Long Island a verla. Artie vivía en la orilla norte de Long Island y yo en la orilla sur. Así que, en realidad, no había mucha distancia. Pensé que podría escuchar lo que me contase y estar en casa para cenar, aunque llegara un poco tarde. No me molesté en llamar a Valerie.
Siempre me gustaba ir a casa de Artie. Sus cinco hijos eran buenos chicos y tenían muchos amigos que siempre andaban por allí, y a Pam no parecía importarle. Tenía grandes cantidades de bollos para darles y muchas botellas de leche. Había niños mirando la televisión y otros jugando en el césped. Les dije hola y me contestaron. Pam me llevó a la cocina, que tenía un gran ventanal. Había preparado café y me sirvió un poco. Estaba cabizbaja, pero de pronto alzó la mirada hacia mí y me dijo:
– Artie tiene una amante.
Pese a haber tenido cinco hijos, Pam tenía aún un aspecto muy juvenil y muy buen tipo. Alta, esbelta, y con una de esas caras sensuales con cierto aire de virgen. Procedía de una ciudad del Medio Oeste, Artie la había conocido en la universidad y su padre era presidente de un pequeño banco.
En las tres últimas generaciones de su familia, nadie había tenido más de tres hijos y ella, con sus cinco hijos, era para sus padres una heroína mártir. Los padres no podían entenderlo, pero yo sí. Una vez le había preguntado a Artie y él me había dicho:
– Detrás de esa cara de madonna hay una de las mujeres más calientes de Long Island. Y a mí me pasa igual.
Si cualquier otro marido hubiese dicho eso de su mujer, me hubiese parecido ofensivo.
– Suerte que tienes -le dije yo.
– Sí -dijo Artie-. Pero creo que ella lo lamenta por mí, sabes, la cosa del orfanato. Y quiere que no vuelva a sentirme solo nunca. Es más o menos eso.
– Suerte, tienes mucha suerte -había dicho yo.
Y así pues, cuando Pam hizo su acusación, me enfadé un poco. Conocía a Artie. Sabía que no era posible que engañara a su mujer, que él jamás pondría en peligro aquella familia que había creado, ni la felicidad que le proporcionaba.
Pam estaba avergonzada, con los ojos llenos de lágrimas. Pero me miraba a la cara. Si Artie tenía un ligue, yo era el único a quien se lo contaría. Y ella esperaba que yo traicionase el secreto con algún gesto.
– Eso no es verdad -dije-. Artie siempre tuvo a las mujeres detrás de él y siempre le molestó. Es el tipo más honrado del mundo. Sabes que yo no intentaría encubrirle. No le delataría, pero tampoco le encubriría.
– Ya lo sé -dijo Pam-. Pero viene a casa tarde tres veces por semana como mínimo. Anoche tenía carmín en la camisa. Y hace llamadas telefónicas después de que yo me voy a la cama, a las tantas de la noche. ¿Te llama a ti?
– No -dije. Y entonces me sentí mal. Podía ser cierto. Aún no lo creía, pero tenía que aclararlo.
– Y está gastando dinero extra que nunca gastaba -dijo Pam-. Ay, Dios mío.
Y se puso a llorar abiertamente.
– ¿Vendrá hoy a cenar a casa? -pregunté.
Pam asintió. Cogí el teléfono de la cocina, llamé a Valerie y le dije que me quedaba a cenar en casa de Artie. Lo hacía de vez en cuando, tomando la decisión sobre la marcha, cuando tenía urgencia de verle, así que Valerie no hizo ninguna pregunta. Cuando colgué el teléfono, le dije a Pam: