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Estábamos viajando a unas seiscientas millas por hora sin darnos cuenta. Pero Osano estaba ya algo borracho y las cosas empezaron a ir mal. La dama operada lloriqueaba beodamente sobre la muerte y sobre cómo encontrar el tipo adecuado para que se lo hiciese como era debido. Esto puso nervioso a Osano.

– Siempre puedes jugar el Gran As -le dijo.

Por supuesto, ella no sabía de qué hablaba él, pero sabía que estaba menospreciándola, y su expresión ofendida irritaba aún más a Osano. Pidió otro trago y la azafata, celosa y molesta porque la hubiese ignorado, le sirvió la bebida y se largó de esa forma fría e insultante que un joven puede siempre utilizar para rebajar a los viejos. Aquel día Osano representaba su edad.

En ese momento, subió las escaleras del salón la pareja del perro. En fin, ella era una mujer de la que yo jamás me enamoraría. El rictus amargo de la boca, aquella cara artificialmente teñida de un color entre nuez y castaño, con todas las arrugas extirpadas por la cuchilla del cirujano, el conjunto resultaba repugnante. No podía tejerse ninguna fantasía alrededor de aquello, a menos que uno estuviese en el rollo sadomasoquista.

El hombre llevaba al lindo perrito, que sacaba la lengua muy contento. El llevar al perro daba al rostro amargado de aquel hombre un conmovedor aire de vulnerabilidad. Osano, como siempre, pareció no advertir su llegada, aunque ellos le miraron varias veces, demostrando que sabían quién era. Probablemente de la televisión. Osano había salido un centenar de veces en televisión, atrayendo siempre el interés de todos por su actitud estrafalaria que rebajaba su verdadero talento.

La pareja pidió bebidas. La mujer le dijo algo al hombre y éste, obediente, dejó el perro en el suelo. El perro se quedó junto a ellos y luego dio una vueltecilla, olisqueando a todas las personas y los asientos. Yo sabía que Osano odiaba a los animales, pero parecía no darse cuenta de que el perro le olisqueaba los pies. Siguió hablando con la dama operada. La dama operada se agachó para fijar la cinta rosa de la cabeza del perrito y el animal le lamió la mano con su lengüecita rosada. Nunca he podido entender esa manía de los animales, pero desde luego aquel perrillo era, de un modo raro, muy sexy. Me pregunté qué pasaría entre aquella pareja de amargados. El perrito dio una vuelta por allí, volvió a sus propietarios y se sentó a los pies de la mujer. Ésta se puso gafas oscuras, lo cual, por alguna razón, resultaba lúgubre, y luego la azafata le llevó su bebida; entonces ella le dijo algo a la azafata. La azafata la miró asombrada.

Creo que fue en ese momento cuando me puse un poco nervioso. Sabía que Osano estaba muy cargado. Le reventaba verse atrapado en un avión, verse atrapado en una conversación con una mujer a la que en realidad no quería tirarse. En lo que él pensaba era en el modo de conseguir meter a la joven azafata en un lavabo y echarle un polvo rápido y feroz. La joven azafata me trajo mi bebida y se inclinó para susurrarme algo al oído. Me di cuenta de que Osano se ponía celoso. Creía que la chica me prefería a mí, y esto era un insulto a su fama. Podía entender que la chica prefiriese a un tipo más joven y más apuesto, pero no que rechazase su fama.

Pero lo que me decía la azafata era algo muy distinto.

Me dijo: «Esa señora quiere que le diga al señor Osano que apague el puro. Dice que molesta a su perro».

Dios mío. Teóricamente, el perro no podía estar correteando por allí. Tenía que estar en su caja. Todo el mundo lo sabía. La chica me susurró preocupada: «¿Qué puedo hacer yo?»

Supongo que lo que ocurrió después fue en parte culpa mía. Sabía que Osano podía dispararse en cualquier momento, y aquél era uno muy propicio. Pero siempre he sentido curiosidad por ver cómo reacciona la gente. Quería ver si la azafata tendría realmente el coraje de decirle a un tipo como Osano que apagara su amado puro habano por un jodido perro. Sobre todo cuando Osano había pagado un billete de primera sólo para poder fumarlo en el salón. Yo quería también ver si Osano le ponía las peras al cuarto a aquella tía. Yo habría tirado mi puro y me habría olvidado del asunto. Pero conocía a Osano. Antes era capaz de hacer que se estrellara el avión.

La azafata esperaba una respuesta. Yo me encogí de hombros.

– Haga lo que tenga que hacer -dije.

Era una respuesta malévola.

Supongo que la azafata pensó lo mismo. O quizás sólo quisiera humillar a Osano porque ya no le prestaba la menor atención. O quizás fuese sólo una niña, el caso es que eligió lo que le pareció el camino más fácil. Osano, si no se le conocía, parecía más fácil de manejar que la arpía del perro.

En fin, todos cometemos errores. La azafata se plantó junto a Osano y le dijo:

– ¿No le importaría dejar su puro? Esa señora dice que el humo molesta a su perro.

Los vivaces ojos verdes de Osano se volvieron fríos como el hielo. Miró a la azafata largo rato, con dureza.

– Dígame eso otra vez -dijo.

En ese momento, sentí deseos de saltar del avión. Vi la expresión de furia maníaca ir apareciendo en la cara de Osano. No era ya una broma. La mujer miraba a Osano con desprecio. Estaba deseando una discusión, un verdadero escándalo. Se veía claro que le encantaba la posibilidad de una pelea. El marido miraba por la ventanilla, estudiando el horizonte sin límites. Sin duda era una escena familiar y él tenía absoluta confianza en que su mujer acabaría imponiéndose. Tenía incluso una alegre sonrisa satisfecha. Sólo el perrillo estaba inquieto. Olisqueaba en el aire y lanzaba delicados hipidos. El salón estaba lleno de humo, pero no sólo del puro de Osano. Casi todo el mundo fumaba cigarrillos, y daba la impresión de que los propietarios del perrito obligarían a todo el mundo a dejar de fumar.

La azafata, asustada por la cara de Osano, se quedó paralizada… incapaz de hablar. Pero la mujer no se intimidó lo más mínimo. Se veía claramente que le encantaba aquella expresión de furia maníaca de Osano. También se veía que nunca en su vida le habían dado un puñetazo en la boca, que nunca le habían partido los dientes. Jamás se le había pasado la idea por la cabeza. Así que se inclinó tranquilamente hacia Osano para hablar con él, poniendo su cara a tiro. Estuve a punto de cerrar los ojos. En realidad, los cerré una fracción de segundo y pude oír que la mujer decía con su voz fría y delicada, muy lisamente.

– Su habano molesta a mi perro. ¿Podría dejar de fumar, por favor?

Las palabras eran bastante ásperas, pero el tono era mucho más insultante que las palabras. Me di cuenta de que ella esperaba una discusión sobre el derecho a ir con el perro al salón, dado que el salón era para fumar. Lo mismo que comprendía que si hubiese dicho que el humo le molestaba a ella personalmente, Osano se habría deshecho del puro. Pero ella quería que Osano apagase el puro por el perro. Quería una escena.

Osano lo captó inmediatamente. Lo comprendió todo. Y creo que esto fue lo que le desquició. Vi aparecer aquella sonrisa en su cara, una sonrisa que podía ser infinitamente encantadora, pero que por los fríos ojos verdes era indicio de un arrebato de locura.

No le gritó. No le pegó en la cara. Le echó un vistazo al marido para ver qué haría. El marido sonrió desvaídamente. Le gustaba lo que estaba haciendo su mujer. O eso parecía. Luego, en un movimiento medido, Osano dejó el puro en el cenicero de su asiento. La mujer le miró con desprecio. Entonces Osano estiró el brazo por encima de la mesa y la mujer pareció creer que iba a hacerle una caricia al perro. Yo sabía que no. La mano de Osano bajó sobre la cabeza del perrito y se cerró en su cuello.

Lo que ocurrió a continuación fue demasiado rápido para poder impedirlo. Alzó al pobre perro por encima de su asiento y lo estranguló con ambas manos. El perro gemía y gorgoteaba, agitando el rabito con su lazo rosa. Empezaron a desorbitársele los ojos de su colchón de pelo sedoso y lavado. La mujer lanzó un grito y se abalanzó sobre Osano para arañarle la cara. El marido no se movió. En aquel momento, el avión entró en una pequeña bolsa de aire y todos nos tambaleamos, pero Osano, borracho, concentrado en estrangular al perro, perdió el equilibrio y fue a caer pasillo adelante, sin soltar al perro. Tuvo que soltarlo al levantarse. La mujer gritaba que iba a matarle o algo así. La azafata gritaba también, sobrecogida. Osano, de pie, tranquilo, sonrió mirando a su alrededor; luego avanzó hacia la mujer que aún seguía gritándole. Ella creía que ahora él se sentiría avergonzado de lo que había hecho, que podría machacarle. No sabía que había decidido ya estrangularla igual que al perro. Lo comprendió entonces… dejó de chillar.