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A veces, por una pelea sin importancia, ella llamaba a la policía para que echaran a Osano del apartamento y la policía llegaba y se quedaba perpleja ante la irracionalidad de ella. Veían la ropa de Osano por el suelo cortada en pedacitos con unas tijeras. Sí, ella lo había hecho, pero eso no le daba a Osano derecho a pegarle. Lo que no mencionaba era que luego se había sentado sobre el montón de trajes y camisas y corbatas cortados en pedacitos y se había masturbado allí encima con un vibrador.

Y Osano contaba muchas cosas más del vibrador. Ella había ido a un psiquiatra porque no podía conseguir el orgasmo. Después de seis meses, le confesó a Osano que el psiquiatra estaba tirándosela como parte de la terapia.

Osano no sintió celos. Por aquel entonces la despreciaba realmente; «desprecio», decía, «no odio. Es muy distinto».

Pero Osano se ponía furioso cada vez que recibía la factura del psiquiatra y le decía indignado a Wendy:

– Le pago a un tipo cien dólares a la semana para que se tire a mi mujer, y a eso le llaman medicina moderna.

Y por fin un día, su mujer dio una fiesta y se divirtió tanto que dejó de ir al psiquiatra y se compró un vibrador. Luego se encerraba todas las noches en el dormitorio antes de cenar, para que no la vieran los chicos, y se masturbaba con él. Siempre alcanzaba el orgasmo. Pero estableció la norma estricta de que ni sus hijos ni su marido la molestasen nunca durante esa hora; toda la familia, hasta los niños, la llamaban «La Hora Feliz».

Lo que hizo que por fin Osano la dejara, según explicaba él, fue que empezó a decir que F. Scott Fitzgerald la había robado sus mejores ideas a su mujer, Zelda. Que ella habría sido una gran novelista si su marido no hubiese hecho esto. Osano la cogió por el pelo y le metió la nariz en El gran Gatsby.

– Lee esto, coño tonto -dijo-. Lee diez frases y luego lee el libro de su mujer. Y luego ven y vuelve a explicarme ese cuento.

Ella leyó ambas cosas y volvió y le dijo lo mismo. Él le puso los ojos morados y la dejó para siempre.

Hacía poco que Wendy había conseguido otra exasperante victoria en su lucha con Osano. Éste sabía que ella daba el dinero de manutención de los niños a su joven amante. Pero un día su hija acudió a él y le pidió dinero para ropa. Y le explicó que su ginecólogo le había dicho que no llevase más vaqueros debido a una irritación vaginal, y cuando le había pedido dinero a su madre para un vestido, su madre le había dicho: «Pídeselo a tu padre». Esto era después de llevar cinco años divorciados.

Para evitar una discusión, Osano dio a su hija directamente el dinero de la manutención. Wendy no puso objeciones. Pero al cabo de un año llevó a Osano a los tribunales reclamándole el dinero de todo el año. La hija declaró en favor de su padre. Osano, creía que ganaría el pleito en cuanto el juez conociese las circunstancias. Pero el juez dijo secamente, no sólo que pagase el dinero directamente a la madre, sino además que hiciese efectivo el total de los atrasos del año en un solo pago. Así que tuvo, en realidad, que pagar dos veces.

Wendy estaba tan contenta con su victoria que procuraba ser cordial con él después. Delante de los niños, él rechazó las aproximaciones afectuosas de ella y le dijo fríamente:

– Eres la peor zorra que conozco.

Después de esto, cuando Wendy apareció por la oficina, se negó a permitirle entrar en su despacho y no le dio más trabajo. Y lo que a mí me sorprendía era que ella no podía entender por qué la detestaba. Se enfureció con él y fue contando entre sus amigos que nunca la había satisfecho en la cama, que era impotente. Que era un homosexual reprimido, a quien en realidad la gustaban los muchachitos. Intentó impedirle tener a los niños durante el verano, pero Osano ganó ese combate. Luego publicó un relato corto maliciosamente irónico sobre ella en una revista de difusión nacional. Quizás no pudiese soportarla ni controlarla en la vida, pero en la ficción pintó un retrato verdaderamente terrible; dado que en el mundo literario de Nueva York la conocían bien, la identificaron inmediatamente. Esto la abrumó, en la medida en que era posible que algo la abrumase, y a partir de entonces dejó en paz a Osano. Pero persistía en él como una especie de veneno. Osano no podía pensar en ella sin irritarse.

Un día, entró en la oficina y me dijo que los del cine habían comprado una de sus viejas novelas para hacer una película y que tenía que ir a una conferencia sobre el guión, con todos los gastos pagados. Me propuso que le acompañara. Acepté pero dije que de paso me gustaría parar en Las Vegas a visitar a un viejo amigo un día o dos. Dijo que no habría problemas. Estaba por entonces entre una mujer y otra y le fastidiaba viajar solo y estar solo; tenía la sensación de que iba a adentrarse en territorio enemigo. Quería un amigo a su lado. En fin, eso fue lo que dijo. Y como yo no había estado nunca en California y me pagaban mientras estuviese fuera, me pareció una ocasión estupenda. No sabía que en aquel viaje habría algo más que ganar.

24

Yo estaba en Las Vegas cuando Osano terminó las charlas sobre el guión de cine de su libro. Así pues, hice el breve vuelo hasta Los Angeles para volver a casa con él. Para hacerle compañía desde Los Angeles a Nueva York. Cully quería que llevase a Osano a Las Vegas, sólo para conocerle. No pude convencer a Osano de que fuera, así que fui yo a Los Angeles.

Encontré a Osano, en sus habitaciones del Hotel Beverly Hills, enfadadísimo; nunca le había visto tan enfadado. Pensaba que la industria cinematográfica le había tratado pésimamente. ¿Acaso no sabían que era famoso en todo el mundo, que era el favorito de los críticos literarios de Londres a Nueva Delhi, de Moscú a Sidney? Era famoso en treinta idiomas, incluidas las diversas variaciones de las lenguas eslavas. Lo que no decía es que todas las películas basadas en obras suyas habían sido, por alguna extraña razón, fracasos económicos.

Y Osano estaba enfadado también por otros motivos. Su ego no podía soportar que el director de la película fuese más importante que el escritor. Cuando Osano intentó dar a una amiga suya un pequeño papel en la película, no pudo conseguirlo, y esto le enfureció. Y le enfureció más el que el cámara y el actor principal consiguieran meter a sus amigas en la película. Aquel jodido cámara y aquel actor de mierda tenían más influencia que el gran Osano. Yo esperaba poder meterle en el avión antes de que se volviese loco y empezase a destrozar los estudios y acabase en la cárcel. Pero teníamos que esperar todo un día y toda una noche en Los Angeles el avión de la mañana siguiente. Para tranquilizarle, le llevé a ver a su agente en la costa oeste, un tipo muy deportista, jugador de tenis, que tenía muchísimos clientes en el negocio del espectáculo. Tenía también unas amigas de lo más guapo que yo había visto. Se llamaba Doran Rudd.

Doran hizo cuanto pudo, pero cuando el desastre acecha, esto no sirve de nada.

– Necesitas pasar una noche por ahí -dijo Doran-. Relajarte un poco, una cena apacible en compañía agradable, un tranquilizante para poder dormir. Quizás una mamada.

Doran era absolutamente encantador con las mujeres. Pero cuando estaba entre hombres insultaba a la especie femenina.

En fin, Osano tenía que montarse su pequeño número antes de dar su aprobación. Después de todo, un escritor de fama mundial, un futuro ganador del premio Nobel, no iba a conformarse con que le trataran como a un muchachito. Pero el agente ya había manejado antes tipos como Osano.

Doran Rudd había tratado con un secretario de estado, un presidente, y el evangelista más destacado de Norteamérica, que arrastraba millones de creyentes al Santo Tabernáculo y era el hijoputa más caliente y mujeriego del mundo, según Doran.

Fue un placer ver cómo el agente suavizaba la irritación de Osano. Aquello no era una operación tipo Las Vegas, en la que te mandaban chicas a tu habitación como si fuesen pizza. Aquello era algo de clase.