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– Merlyn, muchacho, aún conseguiré insuflar un poco de vida en este periodicucho. Pero creo que es mejor que empieces a buscar otro trabajo. Yo no tengo problema, tengo casi terminada la novela y con eso estaré a cubierto.

Por entonces, yo llevaba casi un año trabajando con él y no podía entender cómo él conseguía trabajar. Andaba jodiéndose todo lo que se le ponía a mano, y además iba a todas las fiestas de Nueva York. Durante ese período, había hecho, además, una novela corta por un anticipo de cien mil. La escribió en la oficina en horas de trabajo, y le llevó dos meses. A los críticos les entusiasmó, pero no se vendió gran cosa, aunque la propusieron para el Premio Nacional de Literatura. La leí. La prosa era brillantemente oscura, la caracterización de los personajes ridícula y la trama absurda. Para mí era un libro estúpido pese a contener algunas ideas complicadas. Osano tenía una inteligencia de primera talla, de eso no había duda. Pero para mí el libro, como novela, era un completo fracaso. Él nunca me preguntó si lo había leído. Evidentemente no deseaba conocer mi opinión. Supongo que sabía que el libro era una mierda, porque un día dijo:

– Ahora que he conseguido pasta, podré terminar el libro grande.

Era una especie de disculpa.

Llegué a estimar a Osano, pero siempre me daba un poco de miedo. Nunca había conocido a nadie que tuviese tanta habilidad para sonsacarme. Me hacía hablar sobre literatura y sobre juego, y sobre mujeres incluso. Y luego, cuando me había calibrado, me machacaba. Era muy hábil para captar vanidad y presunción en todos menos en él. Cuando le expliqué lo del suicidio de Jordan en Las Vegas y todo lo que había pasado después, y que yo creía que aquello había cambiado mi vida, se quedó pensativo largo rato y luego me dio su opinión en una especie de conferencia.

– Nunca se te olvida eso, siempre vuelves a ello. ¿Sabes por qué? -me pregunto.

Paseaba entre las pilas de libros de su oficina agitando los brazos.

– Porque sabes que es la única zona en la que no estás en peligro -continuó-. Tú nunca te suicidarás. Nunca llegarás a estar tan alterado. Sabes que me agradas, no serías, si no, mi brazo derecho. Y confío en ti más que en ninguna otra persona. Escucha. Deja que te confiese algo. He cambiado mi testamento la semana pasada por culpa de esa puta de Wendy.

Wendy había sido su tercera esposa y aún le volvía loco con sus exigencias, aunque se había casado otra vez después de divorciarse de él. Cuando la mencionaba, se ponía furioso. Pero luego se calmaba.

Me dirigió una de aquellas dulces sonrisas que le hacían parecer un muchachito pese a tener ya cincuenta y tantos.

– Espero que no te importe -dijo-. Te he nombrado albacea literario.

Quedé sorprendido y complacido, pero en conjunto la idea me asustaba. No quería que confiase en mí tanto ni agradarle tanto. Yo no sentía lo mismo por él. Había acabado, sí, disfrutando de su compañía y me fascinaba su inteligencia. Y, aunque intentase negarlo, me impresionaba su fama literaria. Le consideraba rico, famoso y poderoso, y el hecho de que confiase tanto en mí me indicaba lo vulnerable que era y eso me desanimaba. Echaba abajo parte de las ilusiones que me había hecho respecto a él.

Pero después siguió hablando de mí:

– Sabes, por debajo de todo sientes un desprecio por Jordan que no te atreves a confesarte a ti mismo. He escuchado esa historia tuya no sé cuántas veces. Por supuesto, le estimabas, por supuesto te daba lástima; quizás incluso le entendieras. Quizá. Pero no puedes aceptar el hecho de que un tipo que tenía tantas cosas a su favor se suicidase. Porque sabes que tú tuviste una vida diez veces peor que la suya y nunca harías tal cosa. Tú eres feliz incluso. Vives una vida de mierda, nunca tuviste nada, te rompiste los huevos trabajando, tienes un mísero matrimonio burgués y eres un artista que a mitad de la vida no ha conseguido aún ningún éxito importante. Y eres básicamente feliz. Dios mío, hasta disfrutas aún jodiendo con tu mujer y lleváis casados… ¿cuánto? Diez, quince años. O bien eres el pijo más insensible que he conocido o el más íntegro. De una cosa estoy seguro: eres el más duro. Vives en un mundo propio, haces exactamente lo que quieres hacer, controlas tu vida. Nunca te metes en líos y cuando te ves metido en uno no te asustas, sabes salir de él. En fin, te admiro, pero no te envidio. Nunca te he visto hacer o decir una cosa realmente cruel, pero no creo que te importe un pito nadie. Estás sencillamente dirigiendo tu propia vida.

Esperó luego mi reacción. Sonreía, con ojos malévolos, desafiantes. Sabía que se divertía soltando aquello, pero también que creía en parte lo que decía y eso me molestaba.

Deseaba decirle un montón de cosas, deseaba contarle cómo me había criado, que era huérfano. Que había echado de menos lo básico, el núcleo de la experiencia de casi todos los seres humanos. Que no tenía familia, ni antenas sociales, nada que me ligase al resto del mundo. Sólo tenía a mi hermano Artie. Cuando la gente hablaba de la vida, no pude entender en realidad lo que querían decir hasta después de haberme casado con Vallie. Por eso había ido voluntario a la guerra. Había comprendido que la guerra era otra experiencia universal, y no había querido quedar al margen de ella. Y había acertado. La guerra había sido mi familia, por muy estúpido que parezca. Y me alegraba entonces de no habérmela perdido. Y lo que Osano olvidaba, o no se molestaba en decir porque suponía que yo lo sabía, era que no resultaba tan fácil lograr un control de la propia vida. Y lo que no podía saber él era que la felicidad era algo que yo jamás podría entender como los otros. Me había pasado la mayor parte de los primeros años de mi vida siendo desgraciado por circunstancias puramente externas. Había llegado luego a ser relativamente feliz también por circunstancias externas. El casarme con Valerie, el tener hijos, el disponer de una habilidad o arte o capacidad para producir material escrito que me permitía ganarme la vida eran cosas que me habían hecho feliz. Era una felicidad controlada, construida sobre lo que yo había ganado pese a las circunstancias adversas. Y, en consecuencia, era algo muy valioso para mí. Sabía que vivía una vida limitada, una vida que parecía estéril, burguesa, que tenía muy pocos amigos, muy pocas relaciones sociales y muy poco interés en el éxito. Sólo quería pasar a gusto por la vida, o eso pensaba.

Y Osano me observaba y seguía sonriendo.

– Pero eres el hijoputa más duro que he visto en mi vida. No dejas nunca que nadie se te acerque. No dejas que nadie sepa lo que piensas realmente.

Ante esto tuve que protestar.

– Mira, si me preguntas mi opinión sobre algo te la daré. No necesitas preguntar. Tu último libro es una mierda. Y diriges esta revista como un loco.

Osano se echó a reír.

– No me refiero a cosas de ese tipo. Nunca te dije que no fueses honrado. Pero dejémoslo. Ya sabrás algún día a lo que me refiero. Sobre todo si empiezas a perseguir tías y te ves enredado con alguien como Wendy.

Wendy aparecía por las oficinas de vez en cuando. Era una morena despampanante con ojos de loca y un cuerpo cargado de energía sexual. Era muy inteligente y Osano le daba libros para hacer críticas. Era la única de sus ex mujeres que no le tenía miedo, y le torturaba sistemáticamente siempre que podía desde que estaban divorciados. Cuando Osano se retrasaba en los pagos del divorcio, ella intentaba que le detuviesen. Siempre que él publicaba un nuevo libro, le llevaba ante los tribunales para conseguir que elevasen la pensión del divorcio y el tanto de manutención de los niños. Tenía viviendo con ella en su apartamento a un escritor de veinte años, a quien mantenía. Este escritor era adicto a las drogas y a Osano le preocupaba lo que pudiese hacerles a los chicos.

Osano contaba cosas de su matrimonio que a mí me resultaban increíbles. Una vez, yendo a una fiesta, se habían metido en el ascensor y Wendy se había negado a decirle el piso en que era la fiesta simplemente porque habían reñido. Él se puso tan nervioso que empezó a ahogarla para hacerla hablar, jugando un juego que él llamaba el de «ahogar al pollo». Un juego que era el recuerdo más agradable que le quedaba de aquel matrimonio. Con la cara morada, ella movía la cabeza indicando que seguía negándose a contestar a la pregunta de él sobre dónde se celebraba la fiesta. Tuvo que soltarla. Sabía que estaba mucho más loca que él.