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A veces me quedaba con él en la oficina hasta tarde, cuando teníamos que terminar un trabajo, y luego salíamos a cenar y a echar un trago. Y él tenía que buscarse siempre algún plan. Quería buscarme plan a mí también, pero yo siempre le decía que estaba casado y que era muy feliz con mi mujer. Esto pasó a convertirse en una broma habitual.

– ¿Aún no estás cansado de acostarte con tu mujer? -me preguntaba.

Igual que Cully. No le contestaba, me limitaba a ignorarle. No era asunto suyo. Entonces, él meneaba la cabeza y decía:

– Eres la décima maravilla del mundo. Cien años casado y aún te gusta joder con tu esposa.

A veces le lanzaba una mirada furiosa y él decía, citando a algún escritor a quien yo nunca había leído:

– No hace falta ser ningún malvado. El tiempo es suficiente enemigo.

Era su cita preferida, la utilizaba muy a menudo.

Trabajando allí conseguí una visión del mundo literario. Siempre había soñado formar parte de él. Lo consideraba un mundo en el que nadie disputaba por dinero ni actuaba condicionado por él. Pensaba que, puesto que aquéllos eran quienes creaban los héroes de los libros que amaba, tenían que ser iguales a ellos. Y, por supuesto, descubrí que eran lo mismo que los demás hombres, sólo que más locos. Descubrí que Osano odiaba también a toda aquella gente. Y se dedicaba a adoctrinarme.

– La única persona especial es el novelista -me decía-.

No es como esos mierdas que escriben relatos ni como los guionistas de cine y los poetas y los dramaturgos, y esos jodidos periodistas literatos de peso ligero. Son sólo fachada. Sin contenido. No tienen hueso. Y hay que dar sustancia y contenido para escribir una novela.

Se quedó un rato cavilando y luego escribió algo en un papel, de lo que deduje que en el número del domingo siguiente habría un ensayo sobre el tema.

Otras veces, se ponía a vociferar por lo mal escrito que estaba el suplemento. La circulación bajaba, y acusaba de ello a la torpeza de los críticos.

– Esos cabrones son muy listos, por supuesto, tienen muchas cosas interesantes que decir. Pero no saben escribir una frase decente. Son como tartamudos. Te rompes la crisma intentando seguir lo que dicen.

Osano publicaba todas las semanas un ensayo suyo en la segunda página. Su estilo era inteligente y agudo; enfocaba las cosas de modo que pudiese crearse el mayor número posible de enemigos. Una semana publicó un ensayo en favor de la pena de muerte. Indicaba que en cualquier referéndum nacional se aprobaría la pena de muerte por un margen de votos abrumador. Que sólo la clase elitista, los lectores de la revista, había conseguido paralizar la pena de muerte en los Estados Unidos. Afirmaba que todo era una conspiración de las capas superiores del gobierno. Una maniobra política para dar, a los delincuentes y a los individuos abrumados por la pobreza, licencia para robar, asaltar, violar y asesinar a las clases medias. Que esto era un desahogo que se concedía a las clases bajas para que no se hicieran revolucionarias. Que las capas superiores del gobierno habían calculado que así sería menor el coste. Y los elitistas vivían en barrios seguros, enviaban a sus hijos a colegios privados, contrataban fuerzas de seguridad particulares, y así estaban a cubierto de la venganza del proletariado.

Se burlaba de los liberales, que decían que la vida humana era sagrada y que la política de matar a los ciudadanos tenía unos efectos embrutecedores sobre la humanidad en general. Según él, éramos sólo animales y no debía tratársenos mejor que a los elefantes que ejecutaban en la India por matar a un ser humano. De hecho, decía, el elefante ejecutado poseía más dignidad y tenía derecho a un cielo superior al de los asesinos enloquecidos por la heroína, a quienes se soltaba para que asesinaran a más ciudadanos de clase media. Al abordar la cuestión de si la pena de muerte era un freno, indicaba que los ingleses eran el pueblo más respetuoso de la ley de toda la tierra, y que en Inglaterra los policías ni siquiera llevaban armas. Y atribuía esto exclusivamente al hecho de que los ingleses ejecutaban a niños de ocho años por robar pañuelos de encaje todavía en el siglo diecinueve. Y luego admitía que, aunque esto hubiese barrido el crimen y protegido la propiedad, había convertido al final a los miembros más enérgicos de las clases trabajadoras en animales políticos en vez de delincuentes, y había llevado así el socialismo a Inglaterra. Hubo una afirmación que enfureció especialmente a los lectores de Osano: «No sabemos si la pena capital es un freno, pero sabemos que los hombres que ejecutamos no matarán más».

Terminaba el ensayo felicitando a los dirigentes de Norteamérica por haber tenido la inteligencia suficiente para dar a sus clases inferiores licencia para robar y matar con el fin de que no se convirtiesen en revolucionarios políticos.

Era un ensayo ofensivo, pero estaba tan bien escrito que todo parecía la mar de lógico. Llegaron centenares de cartas de protesta de los pensadores sociales más famosos e importantes de nuestra clientela de intelectuales liberales. El director recibió una carta especial, escrita por una organización de izquierdas, que firmaban los escritores más importantes de Norteamérica, en la que se pedía que se privase a Osano de la dirección del suplemento. Osano publicó la carta en el número siguiente. Aún era demasiado famoso para que le echaran. Todo el mundo esperaba que terminase su «gran» novela. La que le aseguraría el premio Nobel.

A veces, al entrar en su oficina, le veía escribiendo en largas hojas amarillas, que metía en el cajón cuando yo entraba. Sabía que aquélla era la famosa novela. Nunca le pregunté por ella y él nunca me comentó nada espontáneamente.

Unos meses después, volvió a meterse en líos. Escribió un artículo de dos páginas en el suplemento, en el que citaba estudios para demostrar que los estereotipos quizá fuesen ciertos. Que los italianos eran criminales natos, los judíos los mejores haciendo dinero y tocando el violín y estudiando medicina, y, lo peor de todo, los que con mayor frecuencia ingresaban a sus padres en asilos de ancianos. Luego citaba otros estudios para demostrar que los irlandeses eran unos borrachos debido quizás a alguna deficiencia química desconocida, o a algún problema dietético, o al hecho de que probablemente fuesen homosexuales reprimidos. Y así sucesivamente. Esto provocó un verdadero escándalo. Pero no detuvo a Osano.

En mi opinión, se estaba volviendo loco. Una semana copó la primera página con una crítica que había escrito sobre un libro de helicópteros. Aún seguía con aquella chifladura. Los helicópteros sustituirían al automóvil, y cuando esto pasase, todos los millones de kilómetros de autopista se destruirían y pasarían a ser tierras de labor. El helicóptero ayudaría a resucitar la estructura nuclear de las familias porque con él sería más fácil visitar a parientes lejanos. Estaba convencido de que el automóvil se quedaría anticuado. Esto quizá se debiese a que odiaba los coches. Para ir los fines de semana a los Hamptons, alquilaba siempre un hidroavión o un helicóptero especial.

Afirmaba que con unos cuantos adelantos técnicos más, el helicóptero sería tan fácil de manejar como un automóvil. Indicaba que el cambio automático había permitido conducir a millones de mujeres. Y este comentario provocó las iras de los grupos de liberación femenina. Y agravó aún más las cosas el que esa misma semana se hubiese publicado un serio estudio sobre Hemingway, obra de uno de los ensayistas más respetados de Norteamérica. Este autor tenía una poderosa red de amigos influyentes y había dedicado diez años a aquel estudio. Obtuvo críticas en primera página en todas las publicaciones salvo en la nuestra. Osano le dedicó tres columnas, en vez de una página completa, en la página cinco. A finales de aquella semana, el director jefe le mandó llamar y Osano se pasó tres horas en la gran oficina de la última planta, explicando su actuación. Bajó sonriendo, y me dijo alegremente: