Изменить стиль страницы

Yo era demasiado feliz con Valerie. No tenía entonces la menor idea de lo raro y lo valioso que era esto. Y ella era la madre perfecta para un escritor. Cuando se caían los niños y había que ponerles puntos, nunca se asustaba ni se molestaba. No le importaba hacer todas las tareas que normalmente hace un hombre en la casa y que yo no tenía paciencia para hacer. Ahora sus padres vivían sólo a media hora de distancia. Y muchas tardes y fines de semana, cogía a los niños, los metía en el coche y se iba allí sin siquiera preguntarme si quería acompañarles. Sabía que me fastidiaban aquellas visitas y que podía aprovechar el tiempo en el que me quedaba solo para trabajar en mi libro.

Pero, por alguna razón, tenía pesadillas. Quizá por su formación católica. Por la noche, tenía que despertarla porque daba grititos desesperados y gemía aun estando completamente dormida. Una noche, la vi tan asustada que la estreché entre mis brazos y le pregunté qué le pasaba, qué soñaba; ella me susurró:

– Nunca me digas que me estoy muriendo.

Esto me asustó muchísimo. Tuve visiones de ella yendo al médico y recibiendo malas noticias. Pero a la mañana siguiente, cuando le pregunté sobre el asunto, no recordaba nada. Y cuando le pregunté si había ido al médico, se echó a reír.

– Es mi formación religiosa -dijo-. Supongo que lo que me preocupa es ir al infierno.

Durante dos años, escribí artículos para las revistas, vi crecer a mis hijos, tan feliz en mi matrimonio que casi me repugnaba. Valerie visitaba mucho a su familia y yo pasaba mucho tiempo en mi estudio escribiendo, así que no nos veíamos mucho. Tenía por lo menos tres encargos por mes de las revistas, y trabajaba al mismo tiempo en una novela que esperaba me hiciese rico y famoso. La novela del rapto y el asesinato era mi entretenimiento; las revistas eran el modo de ganarme el pan. Calculaba que tardaría otros tres años en terminar el libro, pero no me importaba. Leía la creciente pila del manuscrito siempre que me quedaba solo. Y era maravilloso ver crecer a los niños y ver a Valerie cada vez más feliz y contenta y con menos miedo a morir.

Pero nada perdura. No perdura porque uno no quiere que perdure, creo. Si todo es perfecto, buscas problemas.

Después de vivir dos años en la nueva casa, escribiendo diez horas al día, yendo al cine una vez al mes, leyendo todo lo que caía en mis manos, agradecí la llamada de Eddie Lancer invitándome a cenar con él en la ciudad. Vería Nueva York de noche por primera vez en dos años. Iba siempre, a las revistas, para charlar con los editores, durante el día, y siempre volvía a casa para cenar. Valerie se había convertido en una gran cocinera, y yo no quería perderme la velada con los niños ni mi ratito de trabajo a última hora, para cerrar el día.

Pero Eddie Lancer acababa de regresar de Hollywood, y me prometió una excelente cena y muchas noticias. Me preguntó, como siempre, qué tal iba mi novela. Siempre me trataba como si supiese que yo iba a ser un gran escritor, y eso me entusiasmaba. Era una de las pocas personas que parecían tener una verdadera bondad sin mezcla de egoísmo. Y podía ser muy divertido, de un modo que a mí me parecía envidiable. Me recordaba a Valerie cuando escribía relatos en la Escuela Nueva. Valerie tenía esta cualidad escribiendo y, a veces, en la vida cotidiana. Surgía de cuando en cuando, incluso ahora. Así que le dije a Eddie que tenía que ir a las revistas al día siguiente a recoger trabajo y que podríamos cenar juntos después.

Me llevó a un sitio llamado Pearl's, del que nunca había oído hablar. Tan ignorante era yo, que no sabía que se trataba del restaurante chino de moda de Nueva York. Era la primera vez que probaba comida china, y cuando se lo dije a Eddie quedó asombrado. Asumió la tarea de mostrarme los diversos platos chinos mientras me indicaba las celebridades que había en el lugar, e incluso llegó a abrir mi pastelito de la fortuna y a leérmelo. Y me impidió comerlo.

– No, nunca se come -dijo-. Sería una terrible vulgaridad. Aunque no sea otra cosa, por lo menos aprenderás esta noche algo valioso: no comer jamás el pastelillo de la fortuna en un restaurante chino.

Fue todo un ritual que sólo resultaba divertido entre dos amigos en el contexto de la relación mutua. Pero meses más tarde leí un relato de Lancer en Squira en el que utilizaba el incidente. Era un relato conmovedor, en el que se burlaba de sí mismo y de mí. Le conocí mejor después de leer aquel relato, entendí que su buen humor enmascaraba su soledad básica y su distanciamiento del mundo y de la gente que le rodeaba. Y pude entrever algo de lo que realmente pensaba de mí. Me retrataba como a un hombre que controlaba la vida y que sabía adónde iba. Me pareció muy divertido.

Pero se equivocaba en lo de que el asunto del pastelillo de la fortuna pudiese ser lo único valioso que yo sacaría de aquella noche. Porque, después de cenar, me convenció de que fuéramos a una de aquellas fiestas literarias de Nueva York, en la que me encontré de nuevo con el gran Osano.

Estábamos tomando el postre y el café. Eddie me hizo pedir helado de chocolate. Me explicó que era el único postre que iba con la comida china.

– No se te olvide -me dijo-. Nunca comas tu pastelillo de la fortuna y pide siempre helado de chocolate de postre.

Luego, sobre la marcha, me animó a que le acompañara a la fiesta. Yo me mostré algo reacio. Tardaba hora y media aproximadamente en coche hasta Long Island, y estaba deseando llegar a casa y quizá trabajar un poco antes de irme a la cama.

– Vamos -dijo Eddie-. No puedes ser siempre un eremita. Tómate esta noche libre. Habrá buena bebida, buena charla y algunas chicas guapas. Y puedes hacer contactos valiosos. A un crítico le resulta más difícil machacarte el cráneo si te conoce personalmente. Y un editor siempre puede leer con más gusto una cosa tuya si te ha conocido en una fiesta y le caes bien.

Eddie sabía que yo no tenía editor para mi nuevo libro. El editor del primero no quería volver a verme porque sólo había vendido dos mil ejemplares y no había conseguido edición de bolsillo.

Así que fui a la fiesta y me encontré con Osano. Osano no indicó que recordase la entrevista, y yo tampoco hice alusión a ella. Pero al cabo de una semana recibí una carta suya pidiéndome que fuese a verle y a comer con él para hablar de un trabajo que quería ofrecerme.

23

Acepté el trabajo que me ofreció Osano por varias razones distintas. El trabajo era interesante y prestigioso. Como Osano había sido nombrado director del suplemento literario más importante del país unos años atrás, tenía problemas con la gente que trabajaba para él y por eso me quería de ayudante. El sueldo era bueno y el trabajo no me impediría seguir con mi novela. Y además, me sentía demasiado feliz en casa; estaba convirtiéndome en un ermitaño burgués. Era feliz, pero mi vida era tediosa. Anhelaba emociones, peligros. Tenía vagos y fugaces recuerdos de mi escapada a Las Vegas y de cómo había conseguido liberarme de la soledad y la desesperación que entonces sentía. ¿Es locura el recordar la desdicha con tal gozo y despreciar la felicidad que uno tiene en la mano?

Pero, sobre todo, tomé el trabajo por Osano mismo. Era, sin duda, el escritor más famoso de Norteamérica. Alabado por su serie de novelas de gran éxito, famoso por sus roces con la justicia y su actitud revolucionaria hacia la sociedad. Denostado por su escandalosa conducta sexual. Luchaba contra todos y contra todo. Y sin embargo, en la fiesta a la que Eddie Lancer me había llevado, encantaba y fascinaba a todos. Y en aquella fiesta estaba la crema del mundo literario. Gente muy predispuesta a ser fascinante y quisquillosa por derecho propio.

Y tengo que admitir que Osano me entusiasmó. En la fiesta se enzarzó en una furiosa discusión con uno de los críticos literarios más poderosos de Norteamérica, que además era íntimo amigo suyo y defendía su obra. Pero el crítico se atrevió a formular la opinión de que los ensayistas creaban arte y que algunos críticos eran artistas. Osano se lanzó contra él.