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– Ese pijotero -decía-. Me aconsejó que leyera los clásicos para inspirarme. Ignorante de mierda. ¿Has probado a leer otra vez a los clásicos? Dios mío, esos pelmas de Hardy y Tolstoi y Galsworthy. Tardaban cuarenta páginas en tirar un pedo. ¿Y sabes por qué? Porque tenían atrapados a los lectores. Les tenían cogidos por los huevos. No había televisión, ni había radio, ni había cine. Ni viajes, a menos que quisieses romperte el culo saltando en diligencias. En Inglaterra no podías joder siquiera. Quizá por eso los escritores franceses fuesen más disciplinados. Los franceses por lo menos jodían, no como los mierdas Victorianos ingleses, que tenían que meneársela. En fin, ¿por qué, dime, se va a poner a leer a Proust un tipo que tiene un televisor y una casa en la playa?

Yo nunca había sido capaz de leer a Proust, así que le di la razón. Pero había leído a todos los demás y no podía aceptar que el televisor o una casa en la playa ocupasen su lugar.

Osano siguió con lo suyo:

– Ana Karenina. Lo consideran una obra maestra. Es una mierda de libro. Un tipo culto de clase alta que condesciende con las mujeres. Nunca te muestra lo que piensa o siente de verdad una tía. Te da la visión convencional de la época y del lugar. Y luego se tira trescientas páginas explicando cómo se lleva una hacienda rusa. Como si a alguien le importase el asunto. ¿A quién le importa un carajo, dime, el imbécil de Vromsky y su alma? Dios mío, no sé quiénes son peores, si los rusos o los ingleses. Ese jodido Dickens, y Trollope; quinientas páginas no eran nada para ellos. Las escribían cuando el cuidado de su jardín les dejaba tiempo libre. Los franceses por lo menos eran más breves. Pero, ¿qué me dices del cabrón de Balzac? ¿Quién es capaz de leerlo hoy?

Bebió un trago de whisky y lanzó un suspiro.

– Ninguno de ellos sabía utilizar el idioma. Salvo Flaubert. Que no es nada del otro mundo. Y no es que los norteamericanos sean mucho mejores. Ese mierda de Dreiser no sabe siquiera lo que significan las palabras. Es un analfabeto, de veras. Un jodido aborigen. Otras novecientas páginas de grano en el culo. Ninguno de esos mierdas conseguiría publicar hoy y, si lo hiciese, los críticos le machacarían. Amigo, esos tipos estaban como querían. No tenían competencia.

Hizo una pausa, suspiró pesadamente, y luego continuó:

– Merlyn, muchacho, los escritores como nosotros somos una especie que agoniza. Hay que buscar otra cosa, hacer mierdas para la televisión, hacer cine. Y eso puedes hacerlo con un dedo metido en el culo.

Luego, agotado, se tendió en el sofá que tenía en la oficina para la siesta de la tarde.

Intenté animarle un poco.

– Eso podría ser una gran idea para un artículo en Esquire -dije-. Coger unos seis clásicos y cargárselos. Como el artículo que escribiste sobre novelistas modernos.

Osano se echó a reír.

– Ay, demonios, qué divertido fue eso. Estaba bromeando y utilizándolos sólo como un juego de poder para pasar el rato y todo el mundo se enfadó. Pero resultó. Me engrandeció a mí y les empequeñeció a ellos. Y ése es el juego literario. Sólo que esos tontos del culo no lo saben. Se pasan la vida meneándosela en sus torres de marfil y creen que con eso basta.

– Esto sería fácil -dije-. Aunque, claro, los profesores se lanzarían sobre ti.

Osano empezaba a interesarse. Se levantó del sofá y se acercó a la mesa.

– ¿Qué clásicos odias más?

– Silas Marner -dije-. Y aún lo enseñan en las escuelas.

– La tortillera de George Eliot -dijo Osano-. Los profesores aún están enamorados de ella. Bien. Ese. Yo el que más odio es Ana Karenina. Tolstoi es mejor que Eliot. A Eliot ya nadie le hace caso, pero los profesores se pondrán a dar voces cuando me cargue a Tolstoi.

– ¿Dickens? -dije.

– Un candidato -dijo Osano-. Pero no David Copperfield. Debo confesar que me encanta ese libro. Un tipo realmente curioso, ese Dickens. No puedo soportarle, sin embargo, en el aspecto sexual. Era un jodido hipócrita. Y escribió mucha mierda. Toneladas.

Empezó a hacer la lista. Tuvimos la decencia de respetar a Flaubert y a Jane Austen. Cuando le sugerí Werther de Goethe me dio una palmada en la espalda y lanzó un grito.

– El libro más ridículo que se ha escrito. Lo convertiré en una hamburguesa alemana -dijo.

Por fin, compusimos esta lista:

Silas Marner

Ana Karenina

Werther

Dombey e hijo

La carta escarlata

Lord Jim

Moby Dick

Proust (todo)

Hardy (cualquier cosa)

– Necesitamos uno más para los diez -dijo Osano.

– Shakespeare -sugerí.

Osano meneó la cabeza.

– Aún me encanta Shakespeare. Sabes, resulta irónico. Escribió por dinero. Escribió deprisa, y fue todo un ignorante. Y sin embargo nadie ha podido llegar a su altura todavía. Le importaba un pito que lo que escribiese fuese cierto o no con tal de que fuese bello o conmovedor. ¿Qué te parece lo de «no es amor el amor que se altera cuando alteración halla»? Y podría darte toneladas de ejemplos. Pero es demasiado grande, aunque siempre me ha fascinado ese jodido farsante de Macduff y también ese imbécil de Otelo.

– Aún necesitas uno más.

– Sí -dijo Osano, sonriendo muy satisfecho-. Veamos. Dostoievski. Ése es el tipo. ¿Qué te parece Los hermanos Karamazov?

– Te deseo suerte -dije.

– A Nabokov le parece una mierda -dijo Osano pensativo.

– Le deseo suerte también -dije.

Así pues, estábamos atascados, y Osano decidió conformarse con nueve. En realidad, daba igual nueve que diez. De todos modos, me sorprendió que no pudiésemos dar con diez.

Escribió el artículo aquella noche y se publicó dos meses después. Era un artículo inteligente y ofensivo, y deslizaba en él alusiones a la gran novela que estaba escribiendo, que no tendría ninguno de los defectos de esos clásicos y los sustituiría a todos.

El artículo levantó gran escándalo, y hubo respuestas por todo el país atacándole y atacando la novela que estaba haciendo, que era precisamente lo que él quería. Era un tramposo de primera clase. Cully se habría sentido orgulloso de él. Tomé nota mentalmente de que debía ponerlos en contacto algún día.

En seis meses, me convertí en el brazo derecho de Osano. El trabajo me encantaba. Leía muchos libros, tomaba notas de ellos y se las pasaba a Osano para que pudiese distribuirlos entre los críticos autónomos de que nos servíamos. Nuestras oficinas eran un océano de libros; estábamos inundados por ellos, tropezábamos con ellos, cubrían nuestras mesas y sillas. Eran como esas masas de hormigas y gusanos que cubren el cadáver de un animal. Siempre había amado y reverenciado los libros, pero pude entender entonces el desprecio y el desdén de algunos críticos e intelectuales; no eran más que los criados de los héroes.

Pero la lectura me encantaba, sobre todo tratándose de novelas y biografías. No era capaz de entender los libros de ciencia o de filosofía ni a los críticos más eruditos, así que estos textos Osano se los pasaba a otros ayudantes especializados. Lo que más placer le producía era encargarse de los grandes críticos literarios que publicaban un libro, a los que solía machacar. Cuando llamaban o escribían protestando, él les contestaba que «atacaba la jugada no al jugador», lo que les enfurecía aún más. Pero como siempre tenía en el pensamiento su premio Nobel, trataba a ciertos críticos con gran respeto, concedía mucho espacio a sus artículos y a sus libros. Pero tales excepciones eran muy pocas. Odiaba en especial a los novelistas ingleses y a los filósofos franceses. Y sin embargo, con el paso del tiempo, pude darme cuenta de que el trabajo le resultaba odioso y lo eludía al máximo posible.

Utilizaba, por otra parte, su posición del modo más desvergonzado. Las chicas de relaciones públicas de las editoriales pronto aprendieron que si tenían un libro interesante del que querían una crítica, no tenían más que llevarse a Osano a comer y contarle cosas. Si las chicas eran jóvenes y guapas, él se ponía a bromear y les hacía entender, de modo amable, que cambiaría gustoso un espacio de la revista por un polvo. Y no se andaba por las ramas en esto. Lo que para mí resultaba sorprendente. Yo creía que eso sólo pasaba en el mundo del cine. Usaba las mismas técnicas con las mujeres que hacían recensiones de libros y venían a pedir trabajo. Tenía un gran presupuesto y encargábamos muchas críticas, que pagábamos aunque nunca se utilizasen. Y él mismo cumplía sus compromisos. Si la otra parte hacía lo prometido, él correspondía con toda justicia. Cuando llegué, tenía toda una cadena de chicas que tenían acceso a la revista literaria más influyente de Norteamérica en base a su generosidad sexual. Me divertía el contraste que había entre esto y el alto tono moral e intelectual de la revista.