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Osano era víctima de un ataque de furia incontrolada, en parte porque así era su carácter y en parte porque era famoso y sabía que estaba a cubierto de cualquier represalia por su furia. Un joven fuerte y corpulento entendió esto por instinto, pero le ofendió el que Osano no respetase su juventud y su fuerza superiores. Y perdió también el control. Agarró a Osano por el pelo y le echó la cabeza hacia atrás con tal fuerza que casi le rompe el cuello. Luego, le echó el brazo al cuello y dijo:

– Voy a romperte el cuello, hijo de puta.

Osano se quedó quieto entonces.

Dios mío, después de eso se organizó un lío tremendo. El capitán del avión quiso poner a Osano una camisa de fuerza, pero le convencí de que no lo hiciera. Los agentes de seguridad despejaron el salón, y Osano y yo hicimos el resto del viaje allí, sentados con ellos. No nos dejaron salir, en Nueva York, hasta que se fueron todos los pasajeros, así que no volvimos a ver a aquella mujer. Pero la última ojeada fue suficiente. Le habían lavado la sangre de la cara, pero tenía un ojo casi cerrado y la boca destrozada. El marido llevaba al perrito, que aún estaba vivo y movía el rabo desesperadamente buscando afecto y protección. Salió, por supuesto, en todos los periódicos. El gran novelista norteamericano, destacado candidato al premio Nobel, había estado a punto de matar a un perrito de aguas francés. Pobre perro. Pobre Osano. La tipa resultó ser una importante accionista de las líneas aéreas, millonaria además por otros varios conceptos y, por supuesto, hasta podía amenazar con no volver a utilizar aquellas líneas aéreas. En cuanto a Osano, se sentía absolutamente feliz. No sentía nada por los animales.

– Mientras pueda comerlos -decía-, puedo matarlos.

Cuando le indiqué que nunca había comido carne de perro, se limitó a encogerse de hombros y añadir:

– Si me guisas bien uno, me lo comeré.

Osano olvidaba algo. Aquella chiflada tenía también su humanidad. Estaba loca, de acuerdo. Se merecía que le partiesen la boca, de acuerdo. Quizás, incluso, le viniese bien. Pero no se merecía lo que le hizo Osano. En realidad, no podía evitar ser como era. Lo pensé luego. El Osano de la primera época lo habría entendido perfectamente. Pero, por alguna razón, ya no era capaz de entenderlo.

25

El perrillo no murió, así que la mujer no llevó adelante ninguna denuncia. No parecía importarle que le partiesen la cara, ni era algo en lo que ella y su marido se detuvieran mucho. Quizás le hubiese gustado, incluso. Envió a Osano una nota cordial, dejando la puerta abierta para una posible entrevista. Osano soltó un gruñidito y tiró la nota a la papelera.

– ¿Por qué no le das una oportunidad? -le dije-. Quizás resulte interesante.

– No me gusta pegar a las mujeres -dijo Osano-. Esa zorra quiere que la utilice como un saco de entrenamiento.

– Podría ser otra Wendy -dije.

Sabía que Wendy ejercía siempre una especie de fascinación sobre él, pese a llevar tantos años divorciado y pese a los disgustos que le daba.

– Dios mío -dijo Osano-. Eso es precisamente lo que necesito.

Pero sonrió. Sabía lo que quería decir. Que quizás el pegar a las mujeres no le desagradase tanto, aunque quería demostrarme que me equivocaba.

– Wendy fue la única mujer de todas las que tuve que me hizo pegarle -dijo-. Las demás jodían con mis mejores amigos, me robaban dinero, me exigieron pensión, contaron mentiras sobre mí, pero nunca les pegué. Ni siquiera las odié. Soy buen amigo de todas ellas. Pero esa jodida Wendy es un caso especial. No se parece a ninguna. Si hubiese seguido casado con ella, habría acabado matándola.

Pero el caso del estrangulamiento del perro de aguas había corrido por los círculos literarios de Nueva York. Osano temía que pudiese afectar a sus posibilidades de conseguir el Nobel.

– A esos jodidos escandinavos les encantan los perros -decía.

Aceleró su campaña activa por el Nobel mandando cartas a todos sus amigos y conocidos del gremio. Siguió escribiendo artículos y comentarios sobre las obras de crítica más importantes en nuestra publicación. Además de ensayos sobre literatura que a mí siempre me parecieron pura palabrería. Muchas veces, al entrar en su oficina, le veía trabajando en su novela, llenando hojas pautadas amarillas. Su gran novela, porque era lo único que escribía con calma. El resto se limitaba a teclearlo con dos dedos en la máquina, en aquella mesa suya de ejecutivo, atestada de libros. Nunca vi escribir a nadie tan deprisa a máquina pese a que escribía con sólo dos dedos. Era literalmente como una ametralladora. Y escribiendo así, como una ametralladora, redactó la definición de lo que debía ser la gran novela norteamericana, explicó por qué Inglaterra ya no producía grandes obras de ficción, salvo en el género de espionaje, desmenuzó las últimas obras y a veces la obra completa de tipos como Faulkner, Mailer, Styron, Jones, cualquiera que pudiese significar competencia para el Nobel. Era tan inteligente, manejaba un lenguaje tan intenso, que convencía. Publicando toda aquella basura, destrozaba a sus adversarios y dejaba el campo despejado para él. El único problema era que cuando se acudía a su propia obra, sólo sus dos primeras novelas, publicadas veinte años atrás, podían darle base seria para una reputación literaria. El resto de sus novelas y ensayos no era tan bueno.

La verdad era que en los últimos diez años había perdido bastante de su popularidad y de su reputación literaria. Había publicado demasiados libros hechos precipitadamente, se había hecho demasiados enemigos por aquel pretencioso modo suyo de dirigir la publicación. Incluso cuando adulaba, alabando a figuras literarias poderosas, lo hacía con tal arrogancia y menosprecio, mezclándose él mismo de algún modo (su artículo sobre Einstein, por ejemplo, había versado tanto sobre Einstein como sobre él mismo), que se ganaba la enemistad de la gente a la que estaba dando coba. Escribió una cosa que provocó un auténtico escándalo. Dijo que la inmensa diferencia entre la literatura francesa y la inglesa del siglo XIX era que los escritores franceses tenían abundantes relaciones sexuales y los ingleses no. Nuestros lectores se enfurecieron.

Y para colmo de males, su conducta personal era escandalosa. Los editores de la publicación se habían enterado del incidente del avión, que se había filtrado en las columnas de chismorreo social. En una de sus conferencias en una universidad de California, conoció a una estudiante de literatura de diecinueve años que más parecía una aspirante a artista que una amante de los libros, aunque lo fuese realmente. Se la llevó a Nueva York a vivir con él. Ella aguantó unos seis meses; durante ese tiempo, la llevó a todas las fiestas literarias. Osano andaba por los cincuenta y tantos, y aunque aún no tenía el pelo canoso sí tenía una barriga respetable. Al verles juntos, uno se sentía incómodo. Sobre todo cuando Osano se emborrachaba y ella tenía que llevarle a casa. Además, Osano bebía en la oficina, durante el trabajo. Y estaba engañando a esa novia de diecinueve años con una novelista de cuarenta que acababa de publicar un libro que había sido un éxito de ventas. En realidad, el libro no era gran cosa, pero Osano escribió un ensayo de una página en nuestra publicación proclamándola futura gloria de la literatura norteamericana.

Y además, hacía algo que a mí me repugnaba profundamente. Escribía un comentario sobre cada amigo que se lo pedía. Así que aparecían pésimas novelas con un comentario de Osano que decía, por ejemplo: «ésta es la primera novela sureña desde Yace en la oscuridad de Styron». O «un libro estremecedor que le impresionará», lo cual era pura astucia porque intentaba cubrir las dos posibilidades, hacer un favor al amigo e intentar al mismo tiempo advertir al lector con un comentario ambiguo.

Yo veía claramente que, en cierto modo, estaba desmoronándose. Pensaba que quizás se estuviese volviendo loco. Pero no sabía por qué. Tenía un aire enfermizo, abotargado; sus ojos verdes tenían un brillo que no era realmente normal. Y había algo raro en su forma de andar, un fallo en el ritmo o un ligero balanceo hacia la izquierda, a veces. Me preocupaba. Porque, pese a desaprobar sus obras, a su lucha por el Nobel con todas las maniobras sucias, a su pretensión de joderse a todas las señoras con quienes entraba en contacto, le tenía afecto. Solía hablarme de la novela que yo estaba escribiendo, alentarme, aconsejarme; intentó prestarme dinero, aunque yo sabía que él estaba empeñado hasta las orejas y gastaba una suma enorme en mantener a sus cinco ex esposas y a sus ocho o nueve hijos.