– Eso es verdad a medias, como mínimo -dije.
– No haces más que rebajar a los productores -dijo Malomar-. Bien, pues esos tipos son los que hacen que se aguanten las películas. Y lo hacen dedicando dos años a besar a cien nenes distintos, nenes financieros, nenes actores, nenes directores, nenes escritores. Y los productores tienen que cambiarles los pañales, meterles toneladas de mierda nariz arriba hasta el cerebro. Quizás por eso suelen tener tan mal gusto. Y, sin embargo, muchos de ellos creen en el arte más que en el talento. O en su fantasía. Nunca se da el caso de que un productor no aparezca en el reparto de premios de la Academia a recoger su Oscar.
– Eso es sólo egolatría -dije-. No fe en el arte.
– Tú y tu jodido arte -dijo Malomar-. Claro, no hay duda, sólo una película de cada cien vale algo, pero ¿qué me dices de los libros?
– Los libros tienen una función distinta -dije, defendiéndome-. Las películas sólo pueden mostrar lo exterior.
Malomar se encogió de hombros.
– Realmente eres como un grano en el culo.
– Las películas no son arte -dije-. Son sólo trucos mágicos para niños.
Creía esto sólo a medias.
Malomar lanzó un suspiro y dijo:
– Quizás tengas razón. En realidad, todo es magia, no arte. Es una farsa destinada a que la gente se olvide de que ha de morir.
Eso no era cierto, pero no quise discutirlo. Sabía que Malomar tenía problemas desde su ataque cardíaco y no quería decir que fuese esto lo que le influía. Para mí arte era lo que te hacía aprender a vivir.
En fin, no me convenció, pero a partir de entonces pasé a mirar cuanto me rodeaba con menos prejuicios. Sin embargo, él tenía razón en algo: el mundo del cine me daba envidia. El trabajo era tan fácil, las compensaciones tan espléndidas, la fama tan deslumbrante. Me fastidiaba pensar que tendría que volver a ponerme a escribir novelas solo en una habitación. Bajo todo mi desprecio había una envidia infantil. Aquello era algo de lo que realmente nunca podría formar parte, no tenía ni el talento ni el temperamento necesarios. Siempre lo despreciaría en cierto modo, pero más por razones derivadas de una actitud pretenciosa que de una actitud moral.
Lo había leído todo sobre Hollywood y para mí Hollywood era el negocio del cine. Había oído a escritores, sobre todo a Osano, que volvían del este y maldecían los estudios cinematográficos; decían que los productores eran los cretinos más grandes del mundo, los jefes de estudio los tipos más groseros y zafios de esta rama de los antropoides, los estudios tan terribles y tan llenos de trampas y tan crueles que harían que la Mano Negra pareciera las Hermanitas de la Caridad. En fin, llegué a Hollywood con la impresión que ellos habían expuesto.
Tenía toda la confianza del mundo en que podría manejar aquello. Cuando Doran me llevó a mi primera entrevista con Malomar y Houlinan, les catalogué de inmediato. Houlinan era fácil, pero Malomar era más complicado de lo que yo esperaba. Doran, por supuesto, era una caricatura. Pero, a decir verdad, Doran y Malomar me agradaban. A Houlinan le calibré desde el primer momento, y cuando me dijo que tendría que hacerme una foto con Kellino, le contesté sin más que se fuera a la mierda.
Cuando Kellino no apareció a tiempo, me largué. Me resulta insoportable esperar a la gente. Yo no me enfado con ellos porque lleguen tarde, así que ¿por qué tienen que enfadarse ellos conmigo por no esperar?
Lo que resultaba fascinante de Hollywood eran los diferentes tipos de moscas empido.
Jóvenes provistos de certificados de vasectomía, latas de películas bajo el brazo, guiones y cocaína en sus apartamentos, esperando hacer películas, buscando chicos y chicas de talento para leer papeles y joder para pasar el rato. Luego estaban los auténticos productores con oficinas en los estudios y una secretaria, más unos cien mil dólares de presupuesto. Llamaban a los agentes y a las agencias de actores para que les enviasen gente. Estos productores al menos tenían una película que les acreditaba. Normalmente una película mala de bajo presupuesto que nunca cubría costes y que acabaría pasándose en los aviones o en los autocines. Estos productores pagaban a un semanario californiano por un comentario que calificara su película entre las diez mejores del año. O conseguían un reportaje en Variety en el que se decía que en Uganda aquella película había superado a Lo que el viento se llevó, lo cual significaba que Lo que el viento se llevó nunca se había proyectado allí. Estos productores solían tener en su escritorio fotografías firmadas de grandes actores. Se pasaban el día entrevistando a bellas y animosas actrices que se tomaban su trabajo mortalmente en serio y que no tenían ni la menor idea de que para los productores eran sólo un medio de matar la tarde y quizás de tener la suerte de conseguir una lamida que les proporcionase mejor apetito para la cena. Si les interesaba en especial una actriz concreta, se la llevaban a comer al bar de los estudios y se la presentaban a los pesos pesados que aparecían por allí. Los pesos pesados, que habían pasado por la misma rutina en otros tiempos, seguían la corriente si no presionabas demasiado. Estos peces gordos ya habían superado la etapa infantil. Estaban demasiado ocupados, a menos que la chica fuese algo especial. Entonces, podría conseguir una prueba.
Chicas y chicos conocían el juego, sabían que en parte era algo preestablecido, pero también sabían que podían tener suerte. Por lo tanto, aprovechaban todas las posibilidades con el productor, el director, el gran actor o la gran actriz, pero si realmente conocían su oficio y tenían cierto talento, jamás ponían sus esperanzas en un escritor. En fin, comprendí enseguida cómo debía haberse sentido Osano.
Y también comprendí que esto era parte de la trampa, junto con el dinero y las habitaciones lujosas y los halagos y la atmósfera de las conferencias de los estudios y la sensación de importancia al hacer una gran película. Así que en realidad nunca llegué a quedar atrapado. Si me sentía un poco caliente, volaba a Las Vegas y me enfriaba jugando. Cully intentaba siempre mandarme una tía de clase a la habitación. Pero yo siempre la rechazaba. No es que no me sintiese tentado, claro. Pero me gustaba más jugar y tenía demasiada sensación de culpabilidad.
Pasé dos semanas en Hollywood jugando al tenis, saliendo a cenar con Doran y Malomar, yendo a fiestas. Las fiestas eran interesantes. En una, conocí a una antigua estrella que había sido mi fantasía masturbatoria en la adolescencia. Debía tener cincuenta años, pero aún parecía bastante guapa con toda clase de ayudas de la cirugía estética. Pero estaba un poquito gorda y tenía la cara abotargada por el alcohol. Se emborrachó e intentó tirarse a todos los varones y hembras de la fiesta sin ningún éxito. Y aquella era la chica con la que habían fantaseado millones de ardientes jóvenes de Norteamérica. Esto me pareció muy interesante. Supongo que la verdad es que también me deprimió. Las fiestas estaban muy bien. Rostros familiares de actores y actrices. Agentes rebosando seguridad. Amabilísimos productores, enérgicos directores. He de decir que eran mucho más agradables e interesantes de lo que hubiera sido yo nunca en una fiesta.
Y me encantaba el clima templado. Me encantaban las calles de palmeras de Beverly Hills, y me encantaba pasear por Westwood con todos sus cines y los colegiales aficionados al cine con chicas realmente guapas. Entendí por qué todos aquellos novelistas de 1930 se habían «vendido». ¿Por qué perder cinco años escribiendo una novela que daba dos mil dólares cuando podías vivir aquello y ganar el mismo dinero en una semana?
Durante el día, trabajaba en mi oficina, celebraba conferencias sobre el guión con Malomar, comía en el bar, me acercaba a un plató para ver hacer una toma. En el plató siempre me fascinaba el apasionamiento de actores y actrices. En una ocasión, quedé realmente sobrecogido. Una joven pareja representaba una escena en la que el chico asesinaba a su novia mientras hacían el amor. Después de la escena, ambos se abrazaron y lloraron como si hubiesen participado de una tragedia real. Salieron abrazados del plató.