Изменить стиль страницы

La comida en el bar de los estudios era divertida. Encontrabas a todos los que intervenían en las películas, y daba la sensación de que todos habían leído mi libro, al menos así lo decían. Me sorprendió el que actores y actrices no hablasen mucho en realidad. Eran buenos oyentes. Los que hablaban mucho eran los productores. Los directores parecían siempre muy preocupados, y normalmente les acompañaban tres o cuatro ayudantes. Los que parecían pasarlo mejor eran los técnicos. Pero resultaba aburrido presenciar el rodaje de una película. No era mala vida, pero yo echaba de menos Nueva York. Echaba de menos a Valerie y a los chicos, y también mis cenas con Osano. Algunas tardes me iba en avión a Las Vegas a pasar la noche, dormía allí y volvía por la mañana temprano. Luego, un día, en los estudios después de haber hecho unas cuantas veces el trayecto Nueva York-Los Angeles, Los Angeles-Nueva York, Doran me pidió que fuese a una fiesta en su casa alquilada de Malibú. Una fiesta de buena voluntad en la que críticos, guionistas y gente de producción se mezclaban con actores, actrices y directores. No tenía nada mejor que hacer, no tenía ganas de ir a Las Vegas, y fui a la fiesta de Doran, donde vi por primera vez a Janelle.

29

Era una de esas reuniones informales de domingo en una casa de Malibú con pista de tenis y una gran piscina climatizada. La casa estaba separada del océano sólo por una estrecha faja de arena. Todo el mundo vestía en plan informal. Observé que la mayoría de los hombres dejaban las llaves del coche en la mesa del recibidor; cuando le pregunté a Eddie Lancer qué significaba aquello, me dijo que en Los Angeles los pantalones masculinos estaban tan perfectamente cortados que no podías meter nada en los bolsillos.

Recorriendo las diversas habitaciones, oí conversaciones interesantes. Una mujer morena, alta, delgada y de aspecto agresivo, se echaba encima de un tipo bien parecido con aire de productor que llevaba una gorra de capitán de yate. Una rubita muy baja se echó sobre ellos y le dijo a la mujer:

– Como vuelvas a ponerle la mano encima a mi marido, te arreo un puñetazo en el coño.

El de la gorra de yate tartamudeó y, completamente impasible, dijo:

– E-e-e-está bien. Ella no lo u-u-usa mucho, de todos modos.

Al pasar por un dormitorio, vi a una pareja que estaba pegada a la cama y oí una voz de mujer muy como de maestra de escuela que decía:

– Ven acá.

Y reconocí la voz de un novelista de Nueva York, que decía:

– El negocio del cine. Si tienes reputación de gran dentista, te ponen a hacer cirugía cerebral.

Y pensé: «Otro escritor cabreado».

Salí fuera, a la zona de aparcamiento junto a la autopista de la costa del Pacífico, y vi a Doran con un grupo de amigos admirando un Stutz Bearcat. Alguien acababa de decirle a Doran que el coche costaba sesenta mil dólares.

– Por ese precio debe cantar y todo.

Todos rieron. Luego Doran dijo:

– ¿Y cómo puedes aparcarlo? Es como tener un trabajo de noche estando casado con Marilyn Monroe.

En realidad, yo sólo había ido a la fiesta para conocer a Clara Ford, a mi juicio la mejor crítica de cine de todos los tiempos. Era lista como el diablo, escribía grandes frases, leía un montón de libros, veía todas las películas y estaba de acuerdo conmigo en el noventa y nueve por ciento de los casos. Cuando ella alababa una película, yo sabía que podía ir a verla y que probablemente me gustase muchísimo, o que, como mínimo, podría verla entera. Sus críticas estaban lo más cerca que una crítica puede estar del arte, y me agradaba el hecho de que jamás pretendiese ser una creadora. Estaba contenta con ser lo que era.

En la fiesta no tuve grandes posibilidades de hablar con ella, lo cual no me importó. Sólo quería ver qué clase de dama era en realidad. La acompañaba Kellino, y él la mantuvo ocupada. Como la mayoría de la gente se pegaba a Kellino, Clara Ford recibió mucha atención. Así que yo me senté en el rincón y me limité a observar.

Clara Ford era una de esas mujeres pequeñas y de aire dulce a las que se suele calificar de sencillas, pero tenía un rostro tan iluminado por la inteligencia que, al menos a mis ojos, era guapa. Lo que la hacía fascinante era que pudiese ser dura e inocente al mismo tiempo. Era lo bastante dura para arremeter contra los demás críticos de cine importantes de Nueva York y demostrar que eran unos perfectos imbéciles. Demostraba que era un imbécil un tipo cuyas columnas dominicales humorísticas sobre películas resultaban inconexas. Atacaba al vocero de los entusiastas del cine de vanguardia de Greenwich Village y le presentaba como el torpe cabrón que era; y, sin embargo, era lo bastante lista para considerarle un sabio idiota, el tipo más torpe que hubiese puesto nunca palabras sobre el papel, con cierta sensibilidad auténtica para algunas películas. Cuando había acabado con el tipo, tenía todas las cartas en su bolso J.C. Penney pasado de moda.

Observé que ella lo pasaba bien en la fiesta, y que se daba cuenta de que Kellino estaba intentando engatusarla con su galanteo. Entre el barullo, pude oír decir a Kellino:

– Un agente es un sabio idiota manqué.

Éste era un viejo truco que utilizaba con los críticos, los de ambos sexos. De hecho, había conseguido un gran éxito con un crítico varón muy estricto llamando a otro crítico marica manqué.

Ahora Kellino estaba siendo tan amable y simpático con Clara Ford que era casi una escena de película. Kellino mostraba sus hoyuelos como músculos, y Clara Ford, con toda su inteligencia, empezaba a ponerse lánguida y a colgarse un poco de él.

De pronto, una voz dijo junto a mí:

– ¿Crees que Kellino se la tirará en la primera cita?

La voz era la de una rubia bastante bella, que ya no era una niña. Le calculé unos treinta. Como en el caso de Clara Ford, era la inteligencia lo que daba a su rostro parte de su belleza.

Tenía un rostro anguloso, de piel encantadoramente blanca, y no se podía determinar si la piel debía algo al maquillaje. Tenía unos ojos castaños vulnerables que podían ser encantadores como los de un niño y trágicos como los de una heroína de Dumas.

Si esto parece la descripción de un amante de Dumas, me da igual. Quizás no sintiese exactamente eso cuando la vi por primera vez. Eso vino después. En aquel momento, los ojos castaños parecían maliciosos. Se divertía así, manteniéndose al margen del centro mismo de la fiesta. Tenía algo que resultaba insólito en una mujer guapa: ese aire encantador y feliz que tienen los niños cuando les dejan solos, haciendo lo que les divierte. Me presenté y ella dijo llamarse Janelle Lambert.

Entonces la reconocí. La había visto en pequeños papeles de distintas películas y siempre me había parecido buena. Daba en el papel todo lo posible. Siempre gustaba en la pantalla, pero nunca la considerabas grande. Me di cuenta de que admiraba a Clara Ford y que había albergado la esperanza de que la crítica dijese algo de ella. No lo había hecho, y por eso Janelle se mostraba irónica y malévola. En otra mujer habría sido un comentario chismoso sobre Clara Ford, pero en su caso era perfecto.

Ella sabía quién era yo y dijo lo que solía decir la gente sobre el libro. Yo adopté mi actitud habitual de indiferencia, como si apenas hubiese oído el cumplido. Me gustaba cómo vestía, con modestia y, sin embargo, con estilo, un estilo muy elegante, aunque no fuese alta costura.

– Bueno, vamos allá -dijo.

Creí que quería conocer a Kellino, pero cuando llegamos allí vi que intentaba hablar con Clara Ford. Dijo cosas inteligentes, pero era evidente que la Ford la trataba con frialdad por lo guapa que era, o, al menos, eso pensé yo entonces.

De pronto, Janelle se volvió y se alejó del grupo. La seguí. Me daba la espalda, pero cuando la alcancé, junto a la puerta, descubrí que lloraba.