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Sus ojos eran majestuosos con aquellas lágrimas. Eran de un castaño dorado salpicado de puntitos negros que quizás fuesen de un castaño más oscuro (más tarde descubrí que eran lentillas); las lágrimas parecían agrandar sus ojos, darles un tono más dorado. Delataban también que les había ayudado algo con maquillaje, porque estaba corriéndosele.

– Te pones muy guapa cuando lloras -dije.

Pretendía imitar a Kellino en uno de sus papeles de galán.

– Oh, vete a la mierda, Kellino -dijo.

Me fastidia que las mujeres utilicen expresiones como «vete a la mierda», «coño» o «hijo de puta». Pero era la única mujer a la cual le había oído una expresión de este género haciendo que resultase divertida y cordial. Tenía un suave acento sureño.

Quizás fuese evidente que hacía poco que utilizaba aquellas expresiones. Quizás fuese que me sonrió para indicarme que sabía que estaba imitando a Kellino. Su sonrisa era agradable, no encantadora.

– No sé por qué soy tan tonta -dijo-. Pero es que nunca voy a fiestas. Sólo vine porque sabía que vendría ella. La admiro mucho.

– Es buena crítica -dije.

– Oh, es tan inteligente -dijo Janelle-. Una vez escribió algo muy amable sobre mí. Y sabes, creí que le agradaría. Y luego me rechaza. Sin ninguna razón.

– Tiene muchísimas razones -dije-. Eres guapa y ella no. Y esta noche está consiguiendo acaparar a Kellino y no quiere que tú le distraigas.

– Eso es una tontería -dijo ella-. A mí no me gustan los actores.

– Pero eres guapa -dije-. Además, hablabas con inteligencia. Es lógico que la fastidiases.

Por primera vez me miró con algo que parecía auténtico interés. Yo estaba muy por delante de ella. Me gustaba porque era guapa. Me gustaba porque nunca iba a fiestas. Me gustaba porque no iba a la caza de actores como Kellino, tan condenadamente guapos y simpáticos y que vestían tan maravillosamente, con trajes de corte exquisito, con cortes de pelo de una especie de Rodin con tijeras. Y porque era inteligente. Además, era capaz de llorar porque una crítica la rechazaba en una fiesta. Si tenía el corazón tan tierno, quizás no me matase. Fue la vulnerabilidad, por último, lo que me indujo a pedirle que viniera conmigo a cenar, y luego al cine. No sabía yo entonces lo que Osano podría haberme dicho: una mujer vulnerable te matará siempre.

Lo divertido del asunto es que no me inspiró nada sexualmente. Sólo me agradaba muchísimo. Porque, pese al hecho de que era guapa y tenía aquella sonrisa maravillosamente dichosa incluso con las lágrimas, en realidad, a primera vista no era una mujer sexualmente atractiva. O yo era demasiado inexperto para apreciarlo, porque más tarde, cuando Osano la conoció, dijo que sentía la sexualidad en ella como si fuese un cable eléctrico al descubierto. Cuando le conté a Janelle el comentario de Osano, me dijo que aquello debía haberle sucedido después de conocerme. Porque antes de conocerme, se había mantenido al margen del sexo. Cuando bromeaba con ella acerca de esto, y no la creía, esbozaba aquella sonrisa satisfecha y preguntaba si yo había oído hablar alguna vez de vibradores.

Es curioso que el que una mujer adulta te diga que se masturba con un vibrador te haga desearla. Pero es fácil de entender. Lo implícito es que no se trata de una mujer promiscua, aunque sea guapa y viva en un medio donde los hombres corren detrás de las mujeres igual que gatos detrás de ratones y básicamente por el mismo motivo.

Salimos juntos dos semanas, unas cinco veces, antes de llegar a acostarnos. Y quizás lo pasásemos mejor antes de acostarnos que después.

Yo iba a trabajar al estudio durante el día, elaboraba el guión, echaba unos tragos con Malomar y luego volvía a la suite del Hotel Beverly Hills y leía. A veces iba al cine. Por las noches estaba citado con Janelle; ella venía a buscarme a la suite, me daba una vuelta por los cines y luego íbamos a un restaurante, y después otra vez a la suite. Bebíamos algo y charlábamos, y ella se iba a casa hacia la una de la madrugada. Éramos camaradas, no amantes.

Me explicó por qué se había divorciado de su marido. Cuando estaba embarazada, sentía muchos deseos, pero él no le hacía caso a causa de su preñez. Luego, cuando el niño nació, a ella le encantaba darle de mamar, le entusiasmaba que la leche fluyese de su pecho y que al niño le gustase. Quiso que su marido probase la leche, que le chupase el pecho y sintiese el flujo. Creyó que sería algo estupendo. Su marido rechazó la proposición con repugnancia. Y a partir de esto terminó para ella.

– Nunca se lo había contado a nadie -me explicó.

– Dios mío -dije-. Estaba loco.

Una noche, tarde ya, en la suite, se sentó en el sofá a mi lado. Nos hicimos carantoñas como jovencitos, yo le bajé las bragas y entonces ella me apartó y se levantó. Por entonces, yo tenía los pantalones bajados y ella, medio riendo y medio llorando, me dijo:

– Lo siento. Soy una mujer inteligente, pero sencillamente no puedo.

Nos miramos y los dos nos echamos a reír. Formábamos un cuadro demasiado cómico, con las piernas desnudas: ella con las bragas blancas a los pies, yo con los pantalones y los calzoncillos en los tobillos.

Me agradaba ya demasiado para enfadarme con ella. Y, aunque resulte extraño, no me sentí rechazado.

– De acuerdo -dije.

Me subí los pantalones. Ella se subió las bragas y volvimos a abrazarnos en el sofá. Cuando se iba, le pregunté si volvería a la noche siguiente. Me dijo que sí y comprendí que se acostaría conmigo.

La noche siguiente entró y me besó. Luego dijo, con una tímida sonrisa:

– Mierda, adivina lo que pasó.

Sabía suficientemente, a pesar de mi inocencia, para entender que cuando una presunta compañera de lecho dice algo parecido, estás listo. Pero no me preocupé.

– Estoy indispuesta -dijo.

– Eso no me importa, si no te importa a ti -dije yo.

La cogí de la mano y la llevé al dormitorio. En dos segundos estábamos desnudos en la cama, salvo las bragas de ella, y pude sentir la compresa debajo.

– Quítate todo eso -dije.

Lo hizo. Nos besamos y nos abrazamos.

No estábamos enamorados aquella primera noche. Sólo nos gustábamos mucho. Hicimos el amor como críos. Sólo besando y jodiendo directamente. Y abrazándonos y hablando y sintiéndonos cómodos y a gusto. Ella tenía la piel sedosa y un trasero delicioso y suave, pero no blando.

Sus pechos eran pequeños, pero poseían una gran sensibilidad. Los pezones eran grandes y rojos. Hicimos el amor dos veces en el espacio de una hora; hacía mucho tiempo que no me sucedía esto. Por último, sentimos sed y yo fui a la otra habitación a abrir una botella de champán. Cuando regresé al dormitorio, ella había vuelto a ponerse las bragas. Estaba en la cama sentada con las piernas cruzadas y una toalla húmeda en la mano; estaba limpiando las manchas de sangre de las sábanas blancas. Me quedé allí de pie observándola, desnudo, los vasos de champán en la mano, y fue entonces cuando sentí por primera vez aquella abrumadora sensación de ternura que es la señal de la condena. Ella alzó los ojos y me sonrió, su pelo rubio enmarañado, sus inmensos ojos castaños miopemente serenos.

– No quiero que lo vea la doncella -dijo.

– No, no queremos que sepa lo que hicimos -dije yo.

Ella siguió frotando muy seria, mirando muy de cerca las sábanas para asegurarse de que lo había limpiado todo.

Luego, dejó caer al suelo la toalla húmeda y cogió un vaso de champán de mi mano. Nos sentamos juntos en la cama, bebiendo y sonriéndonos estúpidamente de un modo delicioso, como si hubiésemos formado los dos un equipo, y hubiésemos pasado una especie de prueba importante. Pero aún no nos habíamos enamorado. La relación sexual había sido buena, pero no sensacional. Estábamos simplemente contentos de estar juntos, y cuando tuvo que irse a casa, le pedí que se quedara a dormir, pero dijo que no podía y yo no insistí. Pensé que quizás viviese con un tío y pudiese volver tarde, pero no quedarse toda la noche. Y no me molestaba. Eso era lo bueno de no estar enamorado.