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Por supuesto, ningún estudio quería aceptar el proyecto. Era una de esas propuestas que sólo parecían adecuadas para los inocentes. Doran era un excelente vendedor e intentó conseguir dinero de fuera. Un día, encontró un buen candidato, un hombre alto, tímido y apuesto, de unos treinta y cinco años. Muy callado y suave. Nada amigo de contar cuentos. Pero era ejecutivo de una sólida institución financiera especializada en inversiones. Se llamaba Theodore Lieverman, y se enamoró de Janelle en una cena.

Cenaron en Chasen's. Doran cogió la factura y se fue enseguida porque estaba citado con el escritor y el director. Estaban trabajando en el guión, dijo Doran frunciendo el ceño con aire preocupado. Doran había aleccionado a Janelle: «Este tío puede conseguirnos un millón de dólares para la película. Sé amable con él. Recuerda que tú interpretas el segundo papel femenino».

Esa era la técnica de Doran. Prometía el segundo papel femenino para tener así un cierto poder de regateo. Si Janelle se ponía difícil, le prometería el primer papel. No es que eso significara nada. En caso necesario renegaría de ambas promesas.

Janelle no tenía intención alguna de ser amable en el sentido de Doran, pero le sorprendió descubrir que Theodore Lieverman era un tipo muy agradable. No hacía chistes procaces sobre las aspirantes a estrella. No intentó asediarla. Era realmente tímido. Y quedó abrumado por la belleza y la inteligencia de Janelle, lo cual dio a ésta una gran sensación de poder. Cuando la acompañó a casa después de cenar, ella le invitó a tomar una copa. Se comportó como un perfecto caballero. Así pues, a Janelle le gustó. Siempre le interesaba la gente, encontraba a todo el mundo fascinante. Y, por Doran, sabía que Ted Lieverman heredaría veinte millones de dólares algún día. Lo que Doran no le había dicho era que estaba casado y tenía dos hijos. Se lo dijo el propio Lieverman. Muy tímidamente le dijo:

– Estamos separados. Nuestro divorcio está pendiente porque sus abogados piden demasiado dinero.

Janelle sonrió, con aquella sonrisa contagiosa que solía desarmar a la mayoría de los hombres, salvo a Doran.

– ¿Qué es demasiado dinero?

Y Theodore Lieverman dijo, con una mueca:

– Un millón de dólares. No hay problema. Pero lo quiere en efectivo, y mis abogados consideran que es un momento poco adecuado para liquidar.

– Demonios -dijo Janelle riendo-. Tienes un millón de dólares. ¿Cuál es la diferencia?

Lieverman se animó realmente por primera vez.

– No entiendes -dijo-. La mayoría de la gente no entiende. Es cierto que tengo unos dieciséis, quizás dieciocho millones. Pero no tengo tanta liquidez. Mira, poseo bienes inmobiliarios, y acciones y empresas, pero no puedes retirar todo el dinero de ellas. Así que en realidad tengo muy poco capital líquido. Me gustaría poder gastar dinero como Doran. Además Los Angeles es un sitio carísimo para vivir.

Janelle se dio cuenta de que había conocido al personaje típico de novela, al millonario tacaño. Y puesto que no era ingenioso ni simpático, ni tenía atractivo sexual, puesto que, en suma, no tenía más gancho que su amabilidad y su dinero (que mostraba claramente que no estaba dispuesto a compartir así por las buenas), se libró de él después de la siguiente copa. Cuando Doran volvió a casa aquella noche se enfadó muchísimo.

– Maldita sea, podría haber sido para nosotros la comida segura -le dijo a Janelle.

Entonces fue cuando decidió dejarle.

Al día siguiente, encontró un pequeño apartamento en Hollywood cerca de los estudios de la Paramount y consiguió por su cuenta un pequeño papel en una película. Después de terminar su trabajo de unos cuantos días, como tenía muchas ganas de ver a su hijo y cierta nostalgia de su pueblo, volvió de visita por dos semanas, que era todo lo que podía aguantar en Johnson City.

Estuvo pensando si llevarse al niño con ella, pero acabó convenciéndose de que era imposible, así que volvió a dejarle con su ex marido. Resultaba muy doloroso dejarle, pero estaba decidida a ganar algo de dinero y a hacer algún tipo de carrera antes de formar un hogar.

Su ex marido estaba aún claramente hechizado por sus encantos. Ella tenía mejor aspecto, parecía más refinada. Le incitó deliberadamente y luego, cuando él intentó llevársela a la cama, le rechazó. Se fue de muy mal humor. Ella le despreciaba. Le había amado sinceramente, y él la había traicionado con otra mujer cuando estaba embarazada. Había rechazado la leche de su pecho, aquella leche que ella había querido que compartiese con el niño.

– Espera un momento -dijo Merlyn-. Cuéntame eso otra vez.

– ¿El qué? -preguntó Janelle. Rió entre dientes.

Merlyn esperó.

– Bueno, yo tenía unos pechos muy grandes después del parto. Y me fascinaba la leche. Quería que él la probara. Ya te lo conté.

Cuando se divorciaron, ella se negó a aceptar la pensión por puro desprecio.

Cuando Janelle volvió a su apartamento de Hollywood, encontró dos recados en su servicio telefónico. Uno de Doran y otro de Theodore Lieverman.

Llamó primero a Doran y le encontró en casa. A Doran le sorprendió que hubiese vuelto a Johnson City, pero no hizo ni una pregunta sobre sus amigos íntimos. Estaba demasiado interesado, como siempre, en lo que era importante para él.

– Escucha -dijo-. Ese T. Lieverman está realmente loco por ti. No es broma. Está locamente enamorado, no sólo de tu lindo culito. Si juegas las cartas como es debido, puedes casarte con veinte millones de dólares. Está intentando ponerse en contacto contigo y le di tu número. Llámale. Puedes ser una reina.

– Está casado -dijo Janelle.

– Su divorcio se resolverá el mes próximo -dijo Doran-. Ya lo comprobé. Es un tipo muy recto y muy tradicional. Si te prueba en la cama, le tendrás enganchado y tendrás sus millones para siempre.

Todo esto era superficial. Janelle no era más que una de sus cartas.

– Eres asqueroso -dijo Janelle.

Doran procuraba ser lo más encantador posible.

– Vamos, vamos, querida. No te preocupes, lo nuestro se acabó. Aunque seas la tía más buena que he tenido en mi vida. Mucho mejor que todas estas tías de Hollywood. Te echo de menos. Créeme, comprendo perfectamente que te fueras. Pero eso no significa que no podamos seguir siendo amigos. Lo que quiero es ayudarte. Tienes que dejar de portarte como una niña. Dale a ese tío una oportunidad, es todo lo que pido.

– Bien, le llamaré -dijo Janelle.

Janelle nunca se había preocupado por el dinero en el sentido de querer ser rica, pero ahora pensaba en lo que podría proporcionarle el dinero. Podría traer a su hijo a vivir con ella y tener servicio que se cuidase de él mientras ella trabajaba. Podría estudiar arte dramático con los mejores profesores. Gradualmente, había llegado a amar el cine. Sabía lo que quería hacer de su vida.

Su pasión por interpretar era algo de lo que ni siquiera a Doran le había hablado, pero que él percibía. Janelle había sacado obras de teatro y libros sobre teatro y cine de la biblioteca y los había leído todos. Se enroló en un pequeño taller de cine cuyo director se daba tales aires de importancia que a ella le divertía e incluso le encantaba. Cuando le dijo que era uno de los mejores talentos naturales que había visto, casi se enamoró y se acostó con él con la mayor naturalidad.

Soso, tacaño y rico, Theodore Lieverman tenía una llave de oro que abría todas las puertas a las que Janelle llamó. Y aceptó ir a cenar con él aquella noche. Janelle encontró a Lieverman amable, tranquilo y tímido; tomó ella la iniciativa. Por fin consiguió que se decidiera a hablar de sí mismo. Contó algunas cosas. Había tenido dos hermanas gemelas, unos años más pequeñas que él, y las dos habían muerto en un accidente de aviación. Aquella tragedia le había provocado una crisis nerviosa. Ahora su mujer quería el divorcio, un millón de dólares en efectivo y parte de sus valores. Poco a poco, fue exponiendo una vida emocionalmente pobre, una niñez y una adolescencia económicamente rica que le habían convertido en un ser débil y vulnerable. Lo único que hacía bien era ganar dinero. Tenía un plan para financiar la película de Doran que era absolutamente firme y seguro. Pero tenía que llegar el momento oportuno, porque los inversores eran muy escurridizos. Él, Lieverman, pondría el dinero en efectivo, el dinero necesario para iniciarlo todo.