Изменить стиль страницы

Siguieron saliendo casi todas las noches durante dos o tres semanas, y él siempre se mostraba amable y tímido, hasta el punto de que Janelle llegó a sentirse impaciente. Después de todo, le había enviado flores después de cada cita. Le había comprado un alfiler en Tiffany's, un encendedor de Gucci y un anillo de oro antiguo de Roberto's. Y estaba locamente enamorado de ella. Janelle intentó llevárselo a la cama y se quedó asombrada al ver que él se mostraba reacio. Ella sólo podía mostrar su disposición a hacerlo, hasta que al fin él le pidió que le acompañase a Nueva York y a Puerto Rico. Tenía que ir en un viaje de negocios de su empresa. Ella comprendió que, por alguna razón, él no podía hacer el amor con ella, inicialmente, en Los Angeles. Quizás se sintiera culpable. Había hombres así. Sólo podían ser infieles cuando estaban a miles de kilómetros de sus esposas. Al menos la primera vez. A Janelle esto le parecía divertido e interesante.

Pararon en Nueva York y él la llevó a sus reuniones financieras. Ella le vio negociar los derechos cinematográficos de una nueva novela de un guión escrito por un autor famoso. Era astuto, muy suave, y Janelle se dio cuenta de que en aquello residía su fuerza. Pero aquella primera noche se acostaron por fin en la suite del Plaza y ella supo una de las verdades de Theodore Lieverman.

Era casi un impotente total. Al principio, Janelle se enfadó creyendo que la culpa era suya. Hizo cuanto pudo y consiguió que sintiera. La noche siguiente fue un poco mejor. En Puerto Rico, la cosa mejoró. Pero sin duda era el amante más incompetente y aburrido que había tenido en su vida. Se alegró de volver a Los Angeles. Cuando la dejó en su apartamento, le pidió que se casase con él. Contestó que se lo pensaría.

No tenía la menor intención de casarse con él hasta que Doran se dedicó a convencerla.

– ¿Pensártelo? Por Dios, usa la cabeza -dijo-. Ese tío está loco por ti. Cásate con él. Luego te estás con él un año. Saldrás por lo menos con un millón y él aún seguirá enamorado de ti. Podrás hacer lo que te dé la gana. Tendrás cien oportunidades más en tu carrera. Y a través de él conocerás a otros tipos ricos. Gente que te gustará más y de la que quizás puedas enamorarte. Toda tu vida puede cambiar. Aunque te aburras un año, demonios, no es insoportable. No te pediría algo que fuese insoportable.

Eso era lo que Doran consideraba ser muy listo. Lo que quería era abrirle a Janelle los ojos a las verdades de la vida que toda mujer sabe o que se le enseñan desde la cuna. Pero Doran se daba cuenta de que a Janelle le resultaba realmente odioso hacer algo así, no porque fuese inmoral, sino porque era incapaz de traicionar a otro ser humano de aquel modo, tan a sangre fría. Y también porque sentía tal pasión por la vida que no podía soportar la idea de someterse a aquel aburrimiento durante un año. Pero, tal como Doran se apresuró a señalar, había muchas posibilidades de que aquel año se aburriese de todos modos, incluso sin Theodore. Y además, haría realmente feliz al pobre Theodore durante un año.

– Sabes, Janelle -decía Doran-, tenerte al lado en tu peor día es mejor que tener al lado a la mayoría de la gente en sus mejores días.

Era una de las poquísimas cosas sinceras que Doran había dicho desde su doceavo aniversario. Pero lo decía porque le interesaba.

Y al fin fue Theodore, actuando con insólita agresividad, quien inclinó la balanza. Compró una magnífica casa de doscientos cincuenta mil dólares en Beverly Hills, con piscina olímpica, pista de tenis, dos criados. Sabía que a Janelle le encantaba jugar al tenis, había aprendido a jugar en California, había tenido una breve aventura intrascendente con su profesor de tenis, un joven rubio, guapo y esbelto que, ante su asombro, luego le había cobrado las clases. Posteriormente, otras mujeres le hablaron de los hombres de California. De que eran capaces de ponerse a beber en un bar y dejarte pagar tu consumición y luego pedirte que fueras a pasar la noche a su apartamento. Ni siquiera pagaban el taxi hasta casa. A Janelle le gustó el profesor de tenis en la cama y en la pista de tenis, y el profesor consiguió mejorar su actuación en ambos campos. Más tarde, se cansó de él porque vestía mejor que ella. Además, ligaba a diestro y siniestro y seducía a sus amistades de ambos sexos, lo cual, incluso Janelle, pese a su amplitud de criterios, consideraba excesivo.

Nunca había jugado al tenis con Lieverman. Éste había mencionado una vez, sobre la marcha, que había derrotado a Arthur Ashe en la secundaria, así que supuso que era muy superior a ella y que, como la mayoría de los buenos jugadores de tenis, preferiría no jugar con principiantes. Pero cuando la convenció de que se trasladase a la nueva casa, dieron una elegante fiesta de tenis.

La casa la encantó. Era una lujosa mansión de Beverly Hills, con habitaciones para huéspedes, un cuarto de trabajo, un salón de billar, un Jacuzzi al aire libre. Ella y Theodore elaboraron planes de decoración e instalaron unos paneles especiales de madera. Fueron juntos de compras. Pero ahora, en la cama, él era un completo desastre, y Janelle ya ni lo intentaba siquiera. Él le prometió que después del divorcio, que sería al mes siguiente, y una vez casados, todo iría sobre ruedas. Janelle esperaba devotamente que así fuese, porque al sentirse culpable había decidido que lo menos que podía hacer, dado que iba a casarse con él por su dinero, era ser una esposa fiel. Pero la falta de relaciones sexuales le destrozaba los nervios. Fue el día de la fiesta del tenis cuando se dio cuenta de que no había nada que hacer. Ella tenía la sensación de que había algo raro en todo el asunto. Pero Theodore Lieverman inspiraba tanta confianza, tanto a ella como a sus amigos e incluso al cínico Doran, que ella pensó que era su propia sensación culpable que buscaba un desahogo.

El día de la fiesta de tenis, Theodore salió por fin a la pista. Jugaba bastante bien, pero no era ningún maestro. No era posible que hubiera derrotado a Arthur Ashe. Janelle estaba asombrada. De lo único que estaba segura era de que su amante no era un mentiroso. Y ella no era ninguna inocente. Siempre había supuesto que los amantes mentían. Pero Theodore nunca presumía ni se ufanaba de nada. Jamás mencionaba su dinero ni su alta posición en los círculos financieros. En realidad, nunca hablaba con más gente que con Janelle. Su actitud suave era sumamente rara en California, hasta el punto de que a Janelle la sorprendía que hubiese podido vivir toda su vida en aquel estado. Pero viéndole en la pista de tenis, se dio cuenta de que en una cosa le había mentido. Y había mentido bien. En un comentario reprobatorio que hizo sobre la marcha y que nunca había repetido, en el que nunca insistió. Nunca había dudado de él. Lo mismo que nunca había dudado de lo que él decía. No había duda alguna de que la quería. Lo había demostrado de todas las formas posibles, lo cual, claro, no significaba demasiado, puesto que no podía llevarlo a sus últimas consecuencias.

Aquella noche, cuando terminó la fiesta, le dijo que debía traerse a su hijo de Tennessee e instalarle también en la casa. Si no hubiese sido por la mentira que le había dicho respecto a Arthur Ashe, ella lo hubiese hecho. Fue una suerte que no lo hiciera. Al día siguiente, cuando Theodore estaba trabajando, recibió una visita.

La visitante era la señora de Theodore Lieverman, la esposa hasta entonces invisible. Era bastante guapa, pero evidentemente la impresionó y asustó la belleza de Janelle, como si la extrañara mucho que su marido pudiese conseguir algo así. En cuanto manifestó quién era, Janelle sintió un alivio abrumador y saludó a la señora Lieverman tan cordialmente que ésta se sintió aún más confusa.

Pero también la señora Lieverman sorprendió a Janelle. No estaba enfadada. Lo primero que dijo fue sorprendente:

– Mi marido es muy nervioso, muy sensible. Por favor, no le diga que he venido a verla.