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– Por supuesto -dijo Janelle.

Su entusiasmo aumentó. Estaba emocionada. La esposa reclamaría a su marido y ella se lo devolvería muy gustosa.

Pero la señora Lieverman dijo cautamente:

– No sé cómo consigue Ted todo este dinero. Gana un buen sueldo. Pero no tiene tanto ahorrado.

Janelle se echó a reír. Conocía la respuesta. Pero de todos modos preguntó:

– ¿Y los veinte millones de dólares?

– ¡Oh Dios, oh Dios! -dijo la señora Lieverman.

Se cubrió la cara con las manos y empezó a llorar.

– Y nunca ganó a Arthur Ashe al tenis en la secundaria -dijo Janelle, en tono tranquilizador.

– ¡Oh, Dios, Dios! -gimió la señora Lieverman.

– Y no habrá divorcio el mes que viene -dijo Janelle.

La señora Lieverman se limitó a seguir gimoteando.

Janelle se acercó al bar y preparó dos whiskies bien cargados. Hizo beber, entre sollozos, a la otra mujer.

– ¿Cómo lo descubrió usted? -preguntó Janelle.

La señora Lieverman abrió el bolso como si buscase un pañuelo para enjugarse las lágrimas. Pero en vez de eso, sacó un paquete de cartas y se lo entregó a Janelle. Eran facturas. Janelle las repasó. De pronto lo entendió todo. Él había firmado un cheque de veinticinco mil dólares como entrada de la hermosa mansión. Con él iba una carta pidiendo que le permitieran trasladarse allí hasta que se cerrase definitivamente el trato. Era un cheque sin fondos. El constructor le amenazaba ahora con meterle en la cárcel. Los cheques para pagar a la servidumbre también habían sido rechazados y lo mismo el cheque del proveedor de la fiesta de tenis.

– Oh -dijo Janelle.

– Es demasiado sensible -dijo la señora Lieverman.

– Está enfermo -dijo Janelle.

La señora Lieverman asintió.

– ¿Es por aquellas dos hermanas que murieron en el accidente aéreo? -preguntó Janelle pensativa.

La señora Lieverman soltó un grito, un grito en el que por fin se revelaba rabia y exasperación.

– No tiene hermanas. ¿Es que no comprende? Es un mentiroso patológico. Miente siempre. No ha tenido hermanas, no ha tenido nunca dinero, no se ha divorciado de mí, utilizó el dinero de la empresa para llevarle a usted a Puerto Rico y a Nueva York y para pagar los gastos de esta casa.

– ¿Entonces por qué demonios quiere que vuelva con usted? -preguntó Janelle.

– Porque le quiero -dijo la señora Lieverman.

Janelle meditó sobre esto por lo menos dos minutos, estudiando a la señora Lieverman. Su marido era un mentiroso, un farsante, tenía una amante, era incapaz de funcionar en la cama, y eso era únicamente lo que ella sabía de él, más el hecho, por supuesto, de que era un pésimo jugador de tenis. ¿Qué demonios era entonces la señora Lieverman? Janelle dio una palmada en el hombro a la otra mujer, le preparó más bebida y dijo:

– Espere aquí cinco minutos.

Eso fue lo que tardó en meter todas sus cosas en las dos maletas Vuitton que Theodore le había comprado, probablemente con cheques sin fondos. Bajó con las maletas y dijo a la mujer:

– Me voy. Puede esperar usted aquí a su marido. Dígale que no quiero volver a verle. Y siento de veras el dolor que le he causado. Puede creerme cuando le digo que él me aseguró que usted le había dejado. Que a usted no le importaba.

La señora Lieverman asintió con tristeza.

Janelle se fue en el flamante Mustang azul que Theodore le había comprado. Tendría que devolverlo a la casa, sin duda. Por otra parte, no tenía adónde ir. Recordó a la directora y diseñista de ropa Alice De Santis, de quien había sido muy amiga, y decidió ir a su casa y pedirle consejo. Si Alice no estaba en casa, iría a la de Doran. Sabía que él siempre la acogería.

A Janelle le encantaba ver cómo disfrutaba Merlyn con la historia. No se reía. Su gozo no era malévolo. Sólo sonreía, cerrando los ojos, saboreándolo. Y, para su sorpresa, dijo la frase justa. Resultaba casi admirable.

– Pobre Lieverman -dijo-. Pobre Lieverman, pobrecillo.

– ¿Y yo qué, pedazo de cabrón? -dijo Janelle con fingida cólera. Se echó desnuda sobre el desnudo cuerpo de él y rodeó su cuello. Merlyn abrió los ojos y sonrió:

– Cuéntame otra historia.

Pero en vez de eso le hizo el amor.

Tenía otra historia que contarle, pero aún no estaba preparado para eso. Primero tenía que enamorarse de ella como lo estaba ella de él. Aún no podía asimilar más historias. Y menos la de Alice.

31

Ya habíamos llegado al punto al que llegan siempre los amantes: se sienten tan felices que son incapaces de creer que se lo merecen. Y empiezan a pensar que quizás todo sea un fraude. Así pues, los celos y la sospecha empezaron a amenazar los éxtasis de nuestro amor. En una ocasión, ella tuvo que hacer la lectura de un papel y no pudo ir a esperarme al avión. En otra ocasión, yo entendí que pasaría la noche conmigo y tuvo que irse a casa a dormir porque tenía que levantarse para ir a los estudios muy temprano. Aun cuando hizo el amor conmigo a primera hora de la tarde de modo que yo no quedase defraudado y la creyera, pensé que mentía. Y, suponiendo que ella mentiría, le dije:

– Tengo que cenar hoy con Doran. Dice que tuviste un amante de catorce años cuando sólo eras una beldad sureña.

Janelle alzó la cabeza y me dirigió la sonrisa dulce y vacilante que me hacía olvidar lo que la odiaba.

– Sí -dijo-. Eso fue hace mucho tiempo.

Luego, bajó la cabeza. Tenía una expresión ausente y distraída al recordar aquella aventura amorosa. Yo sabía que siempre recordaba sus experiencias amorosas con afecto, aunque hubiesen terminado mal. Volvió a alzar la vista.

– ¿Te molesta? -dijo.

– No -contesté. Pero ella sabía que sí.

– Lo siento -dijo.

Me miró un momento y luego apartó la vista. Extendió las manos, las deslizó bajo mi camisa y me acarició la espalda.

– Fue algo inocente -dijo.

No dije nada, sólo me aparté porque aquella caricia evocadora me hacía perdonárselo todo.

Esperando que mintiese de nuevo, dije:

– Doran me lo contó porque a consecuencia de eso te procesaron por seducir a un menor.

Deseaba con todo mi corazón que ella mintiese. No me importaba que fuese cierto, como no le hubiese reprochado el que hubiese sido alcohólica o puta o asesina. Quería amarla, nada más. Ella me miraba con aquella mirada tranquila y serena como si estuviese dispuesta a hacer cualquier cosa por complacerme.

– ¿Qué quieres que diga? -me preguntó, mirándome directamente a la cara.

– Sencillamente la verdad -dije.

– Bueno, pues es cierto -dijo-. Pero no tuvo consecuencias. El juez desestimó el caso.

Sentí un enorme alivio.

– Entonces no lo hiciste.

– ¿Hacer el qué? -preguntó ella.

– Ya lo sabes -dije.

Volvió a dirigirme aquella dulce semisonrisa. Pero estaba impregnada de una triste ironía.

– ¿Quieres decir si hice el amor con un chico de catorce años? -preguntó-. Sí, lo hice.

Esperaba que yo saliese de la habitación. Me quedé quieto. Su expresión se hizo más irónica.

– Estaba muy crecido para su edad -dijo.

Eso me interesó. Me interesó por la temeridad del desafío.

– Eso cambia mucho las cosas -dije secamente. Y la observé cuando se echó a reír.

Los dos estábamos enfadados. Janelle porque yo me atrevía a juzgarla. Yo iba a irme, así que me dijo:

– Es una buena historia, te gustará -y vio que yo mordía el anzuelo.

Siempre me encantaba que me contase historias. Casi tanto como hacer el amor. Muchas noches había pasado horas enteras oyéndola, fascinado por la historia de su vida, haciendo conjeturas sobre lo que no me contaba o sobre lo que modificaba para adecuarlo a mis tiernos oídos masculinos, como si suavizase un cuento de miedo al contárselo a un niño.

En una ocasión, me dijo que eso era lo que más le gustaba de mí. Mi avidez de historias. Y mi actitud de no emitir juicios. Podía verme siempre barajar las cosas en la cabeza, pensar cómo lo contaría yo o cómo podría utilizarlo. Yo jamás la había condenado, en realidad, por lo que hubiera hecho. Y sabía que tampoco lo haría cuando me contase esta historia.