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A su paso por una ventana que da al sur

El sol esparce innumerables sombras

Junto a tu cama

Flor del limero que el viento perfuma

¿Te hace pensar en mí?

¿Igual que yo no puedo evitar pensar en ti?

– Es muy bueno, Wei. Mándalo al concurso literario. Estoy seguro de que ganarás -dijo con entusiasmo.

Alguien empezó a tocar la guitarra en la barca de piedra que había cerca de la pequeña isla del centro del lago. El canto de un ruiseñor resonó desde la colina de enfrente.

La luna había ascendido en el cielo por encima de la pagoda. La noche era apacible y cálida, como las manos de Dong Yi. Ojalá no hubiésemos estado andando junto al lago sino entre los que se esconden en la oscuridad, en algún lugar colina arriba, en los bancos bajo los álamos temblones. Ojalá él hubiera leído el poema no como crítico o amigo, sino como enamorado. Ojalá…

De repente, una luz brillante iluminó la oscuridad del bosque. Una joven volvió el rostro hacia la luz como un ciervo ante los faros de un automóvil. Estaba tumbada sobre el regazo de su novio. La mujer se sentó inmediatamente y trató de apartar la cara del haz de luz.

– ¿Qué estáis haciendo aquí arriba? -gritó el guardia de seguridad sin dejar de enfocar a la pareja con la linterna-. ¿Cómo os llamáis? ¿En qué departamento estáis?

La joven pareja se quedó allí sentada como si fueran estatuas y no respondieron.

– Déjelos, por favor. No son más que niños que tratan de estar juntos -dijo Dong Yi.

El guarda apuntó a Dong Yi con la linterna. Él levantó la mano y apartó la cara.

– Esto es un campus, no un sucio burdel. Tenemos la obligación de mantener limpia nuestra universidad -replicó el guarda, y volvió a dirigir la linterna hacia el bosque. El banco estaba vacío.

Se acercó a nosotros y continuó hablando:

– No sabéis cuántas actividades delictivas descubrimos aquí, en el lago. El otro día, sin ir más lejos, pillamos a una pareja ahí arriba haciendo, bueno, ya sabéis qué. Pronto veréis sus nombres anunciados en carteles. Ambos recibieron amonestaciones oficiales por indecencia. Esto va a quedar en sus expedientes para siempre. Lo tienen bien merecido. La gente tendría que ser más como vosotros dos: paseando, hablando y conociéndose uno a otro, nada más.

Siguió su camino, enfocando aquí y allí con la linterna, manteniendo limpio el campus.

Perdimos el interés por encontrar un banco y nos marchamos del lago en seguida, manteniendo cierta distancia entre nosotros al andar.

Dong Yi regresó a Taiyuan y yo, tal como tenía planeado, me fui de excursión a las Montañas Amarillas con mi amiga Qing, que para entonces estudiaba en la Universidad Agrícola de Pekín.

Tanto a Qing como a mí nos encantaba viajar. En aquella época el turismo aún no se había desarrollado en China y viajar con mochila era poco habitual, y más aún para dos chicas jóvenes como nosotras. Como disponíamos de poco dinero, tomábamos trenes lentos que paraban en todos los pueblecitos de la línea y cambiábamos de tren con frecuencia. A veces dormíamos en los duros asientos de madera de los trenes utilizando las mochilas como almohada (para evitar que nos las robaran), en tanto que otras veces nos acurrucábamos en baños públicos vacíos. Una noche, en una casa de baños, me despertó un fuerte estrépito. Al cabo de un rato, cuando el ruido por fin cesó, yo seguía temblando a causa de temores imaginarios. No pude dormir más. Las sombras de las cabezas de las duchas, el olor a frío y humedad; a nuestro alrededor todo parecía estar lleno de peligro. Llegó un momento en que tuve que despertar a Qing.

– Vuelve a dormirte. Aquí no hay nadie más que nosotras. Tú misma te estás asustando -dijo, y volvió a dormirse inmediatamente.

Pero yo no me atreví a cerrar los ojos en todo lo que quedaba de noche.

Al final, cuando las vías se terminaron, en el último pueblo antes de las montañas, nos subimos a un autobús. Durante unas horas pareció que estábamos perdidas por infinitos bosques de bambú. Luego el camino empezó a ensancharse a medida que ascendía. Otros autobuses, la mayoría de ellos pertenecientes a empresas turísticas que ofrecían sus servicios a los visitantes extranjeros, se unieron a nosotros por el sinuoso camino que llevaba al pie del monte Huangshan. A lo lejos empezamos a divisar unos picos neblinosos que con frecuencia cambiaban de forma y color a medida que las nubes y la neblina pasaban empujadas por el viento.

Llegamos al pie de las Montañas Amarillas a media tarde. Qing y yo pasamos la noche en un pequeño hotel que había allí. A la mañana siguiente iniciamos nuestra escalada al pico más alto, de unos mil ochocientos metros. La subida fue lenta y, en ocasiones, difícil. En muchos puntos durante el ascenso el camino pasaba justo al lado de los precipicios, con una caída a pico a un lado y la roca vertical en el otro. La únicas medidas de seguridad consistían en unas cadenas de hierro clavadas en la roca. Para mí, el ascenso supuso un particular desafío debido a mi miedo a las alturas. Pero Qing y yo no podíamos contener nuestra emoción mientras subíamos cada vez más alto, cuando, en cada curva, se nos ofrecían unas vistas impresionantes a través de algún que otro claro en la niebla; disfrutando mientras tanto del aire limpio y purificador, de los picos y de los viejos pinos que crecían con fuerza en la roca desnuda y que daban la impresión de ir a saltar de sus precarios salientes para tocar el cielo.

La primera noche alquilamos unos abrigos de invierno acolchados e intentamos dormir en la cima de la montaña. Pero hacía un frío espantoso y no pudimos conciliar el sueño. Nos pasamos toda la noche hablando, adormilándonos y volviendo a hablar.

Conocí a Qing cuando teníamos doce años, el primer día de internado. Era una de mis siete compañeras de habitación.

– No te imaginas a quién me encontré hace dos semanas en Wangfujing: a nuestra antigua compañera de habitación Min Fangfang, Minnie Mouse. Fue muy curioso; las dos estábamos comprando un lápiz de labios en los grandes almacenes nuevos. Al principio no la reconocí. El brote había florecido. ¡Cómo pueden llegar a cambiar a la gente dos años de universidad en Shanghai! ¿Te acuerdas de la primera noche en el internado? ¿Que hubo una gran tormenta eléctrica y se cayó de la cama y lloró? -nos reímos las dos.

La noche era larga y fría. Tras agotar todas las posibles conversaciones sobre el pasado, hablamos del futuro. Sin embargo, a la mañana siguiente estábamos tan cansadas que poco recordábamos de nuestras deliberaciones. Al amanecer empezó a lloviznar. Aun así nos dirigimos al mirador -un grupo de rocas gigantescas- con la esperanza de que despejara antes de la salida del sol. Pero no tuvimos suerte y, por consiguiente, decidimos quedarnos otra noche en la cima, con la esperanza de que al día siguiente pudiéramos ver amanecer.

Aquella noche desembolsamos quince yuanes (cerca de un euro cincuenta) por una cama dentro de una de las tiendas. Por fin, a la mañana siguiente vimos salir el sol en toda su gloria, alzándose desde las llanuras de China. En el horizonte, la fértil tierra de mis antepasados se fundió con el cielo entre rayos de luz dorada y no pude distinguir ninguna frontera o límite. De modo que ésta es China, mi madre patria. Allí, al este, estaban las bajas llanuras de Zhong Gou donde la vida existe desde hace miles de años. Más al oeste, el río Yangtsé fluía plácidamente por el terreno, brillando bajo la luz matutina como un cinturón de plata. Cuando el sol se alzó por encima del horizonte hubo una explosión de luz que irradió cientos de miles de destellos sobre la tierra, penetrando el aire, las nubes, las rocas, los seres; de pronto todo parecía transparente.

– ¡Dong Yi! -dije calladamente para mis adentros-. ¿Puedes ver lo que yo veo y sentir lo que yo siento?

Aquel verano, Yang Tao, mi ex novio del primer curso en la Universidad de Pekín, regresó después de pasar un año en el extranjero. Cuando se marchó yo ya había roto la relación pero, al volver, él sencillamente la retomó allí donde la había dejado y volvió a asumir el papel de novio. Me colmó de regalos que había comprado en Occidente y me habló con gran detalle de su nuevo trabajo en el Departamento de Asuntos Exteriores, de sus ambiciones políticas y de los planes de futuro para ambos. Yang Tao estaba a punto de convertirse en el diplomático más joven de China.

Yo no sabía qué hacer, con Dong Yi que había vuelto a casa y Ning que se preparaba para marcharse a Estados Unidos. Aunque no había pensado seriamente en irme a Estados Unidos, igual que a muchas jóvenes chinas de entonces, me había cautivado el glamour de tierras lejanas, la relación con todo lo extranjero y, sobre todo, la gente que había trabajado en otros países. Me gustaba la moderna ropa que Yang Tao me había traído de París, Roma y El Cairo. El maquillaje acababa de llegar a China y las marcas extranjeras eran pocas y muy caras. Las chicas que querían ir a la moda a veces se mataban de hambre para poder comprarse base de maquillaje y pinturas para los ojos. Yang Tao no sólo me trajo unas grandes cajas de cosméticos que contenían de todo, desde sombra de ojos y colorete hasta barras de labios, sino que además trajo otras para mis compañeras de habitación. Ellas, claro está, quedaron muy agradecidas y sumamente impresionadas.

– ¡Qué suerte tener un novio tan guapo y rico! -me dijeron. Su envidia estimuló mi ego, aunque sabía que todo aquello era superficial. Pero tal vez era lo que necesitaba después del rechazo de Dong Yi. Así pues, por motivos tan estúpidos y materialistas como aquéllos, no rechacé a Yang Tao: ése fue mi error.

Pasamos gran parte de la última semana de las vacaciones de verano juntos, comprando en boutiques de diseño occidentales y comiendo en lugares elegantes como Maximilian, el restaurante francés propiedad del diseñador Pierre Cardin. Y un sábado por la tarde, Yang Tao me llevó a su residencia para enseñarme más fotos de su temporada en el extranjero. Yang Tao estaba a punto de empezar a trabajar para el Departamento de Asuntos Exteriores en otoño; hasta entonces, estuvo cumpliendo con los últimos requisitos para obtener la licenciatura por la Universidad de Lenguas Extranjeras de Pekín.

Al tratarse del último fin de semana antes de que terminaran las vacaciones estivales, la universidad estaba tranquila. La residencia de estudiantes de Yang Tao estaba vacía y no vimos ni oímos a nadie en todo el camino hacia su habitación en el primer piso. Aunque fuera el día era soleado y radiante, el dormitorio de Yang Tao, que tenía una sola ventana que daba al norte y quedaba totalmente ensombrecida por un enorme roble, estaba oscuro. La estancia era pequeña, quedaba muy poco espacio con las tres literas, y la cama de Yang Tao era la de abajo a la izquierda, junto a la puerta.