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– Si, me refiero a eso -respondió Reynolds con ternura.

Anne Newman se llevó una mano al bolsillo y extrajo un carné de conducir de Virginia. El titular del mismo era Frank Andrews. También aparecía un número de carné, que en Virginia era el de la Seguridad Social. La pequeña foto mostraba el rostro de Ken Newman.

– Pensé en ir a abrir la caja de seguridad pero enseguida caí en la cuenta de que no me dejarían. No soy titular de la cuenta. Y tampoco podría explicarles que era de mi esposo, pero con un nombre falso.

– Lo sé, Anne, lo sé. Has hecho bien en llamarme. Veamos, ¿dónde encontraste exactamente el carné falso?

– En otro álbum de fotos. No era uno de los de la familia, por supuesto. Ésos los guardo yo, los he ojeado miles de veces. Estos álbumes contenían fotos de Ken y de sus amigos de caza y pesca. Iban de excursión cada año. Ken era buen fotógrafo. No sabía que guardara sus fotos en estos álbumes. La verdad es que no me interesaban en absoluto, ¿sabes? -Miró con añoranza la pared del fondo-. A veces parecía que Ken era más feliz con sus amigos cazando patos o jugando a las cartas que en casa. -Inspiró con rapidez, se cubrió la boca con la mano y bajó la vista.

Reynolds se dio cuenta de que Anne no había tenido intención de compartir esa información tan personal con ella, prácticamente una desconocida. Así pues, permaneció en silencio. Sabía por experiencia que era mejor dejar que Anne Newman se serenara por sí sola. Transcurrido un minuto, la mujer empezó a hablar de nuevo.

– Nunca lo habría encontrado, supongo, de no ser por… lo que le ocurrió a Ken…,ya sabes. Supongo que en cierto modo estas cosas de la vida tienen su gracia.

0 resultan terriblemente crueles.

– Anne, tengo que examinar esto. Voy a llevármelo todo y no quiero que hables con nadie. Ni con los amigos, ni la familia… -Se calló e intentó elegir las palabras con el máximo cuidado-. Ni con nadie más del FBI. No hasta que investigue un poco.

Anne Newman se volvió hacia ella, asustada.

– ¿En qué crees que estaba implicado Ken, Brooke?

– Todavía no lo sé. No es bueno que nos precipitemos en este asunto. Quizá la caja de seguridad esté vacía. Tal vez Ken la contratara hace mucho tiempo y se olvidara de ella.

– ¿Y el carné falso?

Reynolds se pasó la lengua por los labios secos.

– Ken trabajó de agente secreto en algunas ocasiones. Quizá se trate de un recuerdo de aquella época -contestó Reynolds.

Sabía que era mentira y supuso que Anne Newman también lo sabía. La fecha de expedición que constaba en el carné era reciente. Además, quienes trabajaban de agentes secretos para el FBI no solían llevarse a casa la documentación en la que aparecía su identidad secreta una vez terminada su misión. Su obligación era descubrir a qué respondía todo aquello.

– Anne, ni una palabra a nadie. Más que nada por tu bien. Anne Newman agarró a Reynolds del brazo cuando ésta se puso en pie.

– Brooke, tengo tres hijos. Si Ken estaba involucrado en algo…

– Me encargaré de que vigilen la casa las veinticuatro horas del día. Si ves algo que te parezca siquiera un poco sospechoso, me llamas. -Le entregó una tarjeta con sus números de teléfono directos-. De día o de noche.

– No sabía a quién más acudir. Ken te tenía en mucha consideración, de verdad.

– Era un agente excelente y tenía una carrera muy prometedora.

Sin embargo, si se descubría que Ken había sido un traidor, el FBI acabaría con su recuerdo, su reputación y todo lo relacionado con su vida profesional. Eso, por supuesto, también afectaría su vida privada y por tanto a la mujer que Reynolds tenía ante sí y a sus hijos. Pero la vida era así. Reynolds no había inventado las regias, no siempre estaba de acuerdo con ellas pero las cumplía.

No obstante, ella misma se encargaría de abrir esa caja de seguridad. Si encontraba algo sospechoso en su interior no se lo diría a nadie. Seguiría indagando el motivo por el que Newman empleaba un alias, pero lo haría en sus ratos libres. No estaba dispuesta a destruir su recuerdo sin una razón de peso. Se lo debía a Ken.

Dejó a Anne Newman sentada en el sofá, con el álbum de fotos abierto sobre el regazo. Lo irónico del asunto era que si Newman había sido el autor de la filtración en el caso Lockhart, probablemente fuera el culpable de su muerte prematura. Ahora que Reynolds lo pensaba, era muy posible que quienquiera que lo hubiera contratado pretendiese eliminar al topo y al objetivo principal de una sola estocada. Sólo el cañón de una pistola, al desviar la bala, había evitado que Faith Lockhart acabara en la mesa de autopsias junto a Ken Newman. ¿0 quizá también la ayuda de Lee Adams?

Quienquiera que hubiera orquestado la operación sabía con certeza lo que se traía entre manos. Esto perjudicaba a Reynolds.

En contra de la creencia popular extraída de las novelas y las películas, la mayoría de los delincuentes no era tan hábil como para burlar con tanta facilidad a la policía a cada paso. Por lo general los asesinos, violadores, ladrones, atracadores, traficantes de drogas y otros delincuentes carecían de estudios o estaban asustados; solían ser gamberros drogados o borrachos aterrorizados de su propia sombra en cuanto se alejaban de la botella o la jeringuilla, aunque se convirtiesen en auténticos demonios cuando iban colocados. Dejaban numerosas pistas tras de sí y, si no los pillaban, se entregaban o sus «amigos» los delataban. Se les procesaba y acababan en la cárcel o, en escasas ocasiones, los ejecutaban. De ningún modo se les podía considerar «profesionales».

Reynolds sabía que en este caso la situación era bien distinta. Los aficionados no sabían cómo sobornar a los agentes veteranos del FBI. No contrataban a asesinos a sueldo para merodear por los bosques en espera de su presa. No se hacían pasar por agentes del FBI con unas credenciales tan auténticas que ahuyentaban a la policía. Le pasaron por la cabeza teorías siniestras sobre conspiraciones que la hicieron estremecerse. Por mucho tiempo que uno llevara en la profesión, el temor nunca desaparecía. Estar vivo significaba tener miedo. No tener miedo significaba que uno estaba muerto.

Al salir de la casa, Reynolds pasó bajo un detector de humo parpadeante situado en la entrada. Había otros tres dispositivos como aquél en la casa, contando el del estudio de Ken Newman. Aunque estaban conectados a la instalación eléctrica general y desempeñaban la función para la que se habían diseñado, llevaban incorporadas unas cámaras de vigilancia provistas de lentes diminutas. Dos de las tomas de corriente de la pared de cada nivel habían sido «modificadas» del mismo modo. Las modificaciones se habían realizado hacía dos semanas cuando los Newman se habían ido de vacaciones durante tres días, lo cual no era nada habitual. Este sistema de vigilancia se basaba en una tecnología muy empleada por el FBI. Y por la CIA.

Robert Thornhill estaba al acecho y ahora centraría su atención en Brooke Reynolds.

Cuando subió al coche, Reynolds comprendió con toda claridad que quizá se encontrase en un punto crítico de su carrera. Con seguridad necesitaría el máximo de ingenio y fuerza interior para sobrevivir a aquella situación. Sin embargo, lo único que quería hacer en ese preciso instante era llegar a casa y contar a sus queridos hijos el cuento de los tres cerditos, despacio y con todo lujo de detalles.