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Reynolds no encendió la sirena policial pero lo habría hecho si un coche patrulla hubiera intentado detenerla, ya que aceleraba hasta sobrepasar el límite de velocidad permitido en más de treinta kilómetros en los pocos tramos rectos de la carretera de circunvalación antes de tener que reducir la marcha ante un mar rojo de luces de frenado. Miró el reloj: las siete y media. ¿Es que siempre era hora punta en esa zona? La gente se levantaba cada vez más temprano para ir a trabajar o se quedaban en el trabajo hasta más tarde antes de regresar a casa para evitar los atascos. Poco faltaba para que los dos grupos se juntaran y aquello se convirtiera oficialmente en una zona de aparcamiento abierta en la autopista veinticuatro horas al día. Por suerte, la casa de Anne Newman sólo se encontraba a unas pocas salidas de la suya.

Mientras conducía, pensó en su visita al bloque de apartamentos de Adams. Reynolds creía que ya lo había visto y oído todo en la vida, pero el comentario de Angie Carter sobre el FBI la había dejado anonadada y el impacto había ocasionado que ella y Connie empezaran a albergar todo tipo de dudas. Habían notificado a sus superiores del departamento y enseguida habían llegado a la conclusión de que el FBI no había llevado a cabo ninguna operación en el domicilio de Adams. Luego el asunto se había puesto feo de verdad. La suplantación de los agentes del FBI había llegado a oídos del mismo director, quien se había encargado en persona de dictar órdenes sobre el caso. Si bien habían arrancado la puerta posterior del apartamento de Adams y podían haber entrado por ahí perfectamente, enseguida se extendió una orden de registro que se ejecutó de forma inmediata, con el beneplácito personal del director. De hecho, Reynolds se sintió aliviada por ello porque no quería que se cometiera ningún descuido en este caso, pues la responsabilizarían de cualquier error.

Pidieron a uno de los mejores equipos forenses del FBI que aparcara el caso importante en que estaba trabajando e inspeccionase a conciencia el apartamento. Al final no encontraron gran cosa. En el contestador automático no había ninguna cinta. Eso había fastidiado a Reynolds. Si los falsos agentes del FBI se habían llevado la cinta, sin duda ésta contenía algo importante. Su equipo de registro tampoco había hallado nada. No había documentos de viaje ni mapas consultados, nada que proporcionara pistas sobre el destino elegido por Adams y Lockhart. Encontraron huellas dactilares que coincidían con las de Faith Lockhart, lo cual ya era algo. Ahora estaban investigando el historial de Adams. Tenía parientes en la zona; quizá ellos supieran algo.

Habían descubierto la trampilla de la azotea en el apartamento vacío contiguo al de Adams. Ingenioso. Asimismo, Reynolds había reparado en los cerrojos adicionales, la cámara de vigilancia, la puerta y el marco blindados y el revestimiento de cobre sobre el panel de alarma. Lee Adams sabía lo que hacía.

Habían sacado una bolsa con pelo y tinte de uno de los con-tenedores de basura situado detrás del apartamento. Eso, junto con los retazos que habían visto en las cintas de los vídeos de vigilancia del aeropuerto, ponía de manifiesto que Adams se había teñido de rubio y Lockhart de negro. No es que resultara de gran ayuda. Ahora estaban comprobando si alguno de ellos constaba como propietario de alguna otra residencia en el país. Sabía que era como buscar una aguja en un pajar, aun si hubiesen usado sus nombres verdaderos. Dudaba que fueran tan estúpidos. Además, aunque hubiesen utilizado sus alias, Suzanne Blake y Charles Wright eran nombres demasiado comunes para que sirvieran de ayuda a Reynolds.

Se citó y se interrogó a los agentes de policía que habían acudido al apartamento de Adams atendiendo a la llamada del sistema de alarma. Los hombres que se hicieron pasar por agentes del FBI les habían asegurado que se buscaba a Lee Adams por su relación con una serie de secuestros ocurridos en distintos estados. Según las declaraciones de los dos policías, las credenciales de los falsos agentes parecían reales. Además, llevaban el arsenal y mostraban la arrogancia que se suele atribuir a quienes velan por el cumplimiento de la ley federal. Estaban registrando el lugar con minuciosidad y no hicieron ademán de huir cuando apareció el coche patrulla. Los impostores hablaban y se comportaban en todo momento como si pertenecieran al FBI, afirmaron los dos agentes de policía, que eran veteranos en el cuerpo. Les habían dado el nombre del supuesto agente especial encargado del caso. Se introdujo en la base de datos de personal del FBI y el resultado fue negativo, lo cual no sorprendió a nadie. Los agentes de policía habían descrito a los hombres que vieron, y un técnico del FBI estaba creando retratos robot informatizados de los mismos. No obstante, a grandes rasgos se trataba de un callejón sin salida con implicaciones alarmantes. Implicaciones que, tarde o temprano, acabarían por afectar a Reynolds.

Había recibido otra visita de Paul Fisher. Le traía órdenes directas de Massey, como se apresuró a puntualizar. Reynolds debía actuar con la máxima celeridad, aunque con suma cautela, para encontrar a Faith Lockhart, y para ello contaría con todo el apoyo necesario.

– Pero no cometas más errores -le había advertido.

– No sabía que hubiera cometido errores, Paul.

– Un agente muerto. Faith Lockhart te cae como llovida del cielo y la dejas escapar. ¿A ti qué te parece que es eso?

– La filtración de información fue lo que causó la muerte de Ken -le había espetado ella-. No creo que fuera culpa mía.

– Brooke -había dicho Fisher-, si de veras crees eso, entonces quizá debas plantearte la posibilidad de solicitar que te asignen otro caso de inmediato. La responsabilidad es tuya. Según las normas del FBI, si hay una filtración, todos los miembros de tu brigada, incluida tú, ocupan los primeros puestos de la lista de sospechosos. Y así es como el FBI está investigando el caso.

En cuanto Fisher hubo salido del despacho, Reynolds había arrojado un zapato contra la puerta cerrada. Luego había lanzado el otro a fin de asegurarse de que Fisher se enterase del profundo desagrado que sentía por él. Paul Fisher quedaba oficialmente excluido de sus fantasías sexuales.

Reynolds recorrió a toda velocidad la rampa de salida, giró a la izquierda en Braddock Road, se enfrentó de nuevo a otro pequeño atasco hasta que viró de nuevo para internarse en el tranquilo barrio residencial del agente del FBI asesinado. Aminoró la marcha al llegar a la calle de Newman. La casa estaba a oscuras y sólo había un coche aparcado en el camino de acceso. Reynolds estacionó su sedán de propiedad estatal junto al bordillo, se apeó del vehículo y se dirigió rápidamente hacia la puerta.

Anne Newman debía de haber estado esperándola porque la puerta se abrió antes de que Reynolds llamara al timbre.

Anne Newman no intentó entablar una conversación banal ni le ofreció algo de beber. Condujo a la agente del FBI directamente a un pequeño cuarto trasero habilitado como despacho con una mesa, un archivador metálico, un ordenador y un aparato de fax. En las paredes había postales de béisbol enmarcadas y otros objetos de interés deportivo. Sobre la mesa se alzaban pilas de dólares de plata recubiertos de un plástico duro y cuidadosamente etiquetados.

– Estaba curioseando en el estudio de Ken. No sé por qué. Es que me pareció…

– No tienes por qué darme explicaciones, Anne. No hay normas establecidas para tu situación.

Anne Newman se enjugó una lágrima ante la mirada escrutadora de Reynolds. Saltaba a la vista que se hallaba al límite de sus fuerzas, en todos los aspectos. Llevaba una bata vieja, el pelo sucio y tenía los ojos enrojecidos e hinchados. Reynolds supuso que, la noche anterior, la decisión más apremiante que había tenido que tomar era qué cenaba. Cielos, cómo podían cambiar las cosas de repente. Ken Newman no era la única persona enterrada. Anne estaba junto a él. La única diferencia era que ella tenía que seguir viviendo.

– He encontrado estos álbumes de fotos. Ni siquiera sabía que estaban aquí dentro. Estaban dentro de una caja junto con otras cosas. Ya sé que no parece muy correcto, pero… pero si sirve para esclarecer qué le ocurrió a Ken… -Se calló por unos instantes y varias lágrimas más cayeron encima del álbum de fotos que sostenía entre las manos, con su tapa psicodélica estilo años setenta-. Creo que he hecho bien en llamarte -dijo finalmente con una franqueza que a Reynolds le resultó tan dolorosa como gratificante.

– Sé que estás pasando por una situación terriblemente difícil. -Reynolds dirigió la mirada al álbum porque no quería prolongar esa situación más de lo necesario-. ¿Me enseñas lo que has encontrado?

Anne Newman se sentó en un pequeño sofá, abrió el álbum y levantó la lámina de plástico transparente que mantenía las fotografías en su sitio. En la página por la que lo había abierto había una foto de 20 x 25 de un grupo de hombres con ropa de caza armados con unos rifles. Ken Newman era uno de ellos. Anne extrajo la foto, dejando al descubierto un trozo de papel y una pequeña llave adheridos a la página del álbum. Le pasó ambos a Reynolds y la observó con atención mientras la agente del FBI los examinaba.

El trozo de papel era un extracto de cuenta de una caja de seguridad de un banco local. Cabía suponer que la llave pertenecía a dicha caja de seguridad.

Reynolds miró a la mujer.

– ¿No sabías de su existencia?

Anne Newman negó con la cabeza.

– Tenemos una caja de seguridad pero no en ese banco. Y, por supuesto, eso no es todo.

Reynolds volvió a estudiar el extracto de cuenta y no pudo evitar sobresaltarse. El nombre del titular de la caja no era Ken Newman y la dirección tampoco coincidía con la suya.

– ¿Quién es Frank Andrews?

Anne Newman parecía a punto de romper a llorar de nuevo.

– Cielo santo, no tengo ni idea.

– ¿Te mencionó Ken ese nombre en alguna ocasión? -preguntó Reynolds.

Anne negó con la cabeza.

Reynolds respiró profundamente. Si Newman tenía una caja de seguridad con un nombre falso, habría necesitado algún documento de identidad para abrir la cuenta.

Se sentó en el sofá junto a Anne y le tomó la mano.

– ¿Has encontrado algún documento por aquí con el nombre de Frank Andrews?

Los ojos de la mujer volvieron a humedecerse y Reynolds se apenó de verdad por ella.

– ¿Te refieres a uno que lleve la foto de Ken? ¿Uno que demuestre que él era ese tal Frank Andrews?