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Lee y Faith se habían detenido dos veces camino de Carolina del Norte, una para tomar un almuerzo un tanto tardío en un Cracker Barrel y otra en un centro comercial del sur de Virginia. Lee había visto una valla publicitaria junto a la autopista que anunciaba una feria de armas que duraría una semana. La zona de aparcamiento estaba repleta de camionetas, caravanas y coches con neumáticos gruesos y motores que runruneaban bajo el capó. Algunos hombres vestían ropa de Polo y de Chaps, y otros camisetas de los Grateful Dead y vaqueros andrajosos. Al parecer a los norteamericanos de todos los estratos sociales les gustaban las armas de fuego.

– ¿Por qué aquí? -preguntó Faith cuando Lee se apeó de la moto.

– Las leyes de Virginia exigen que los vendedores de armas autorizados comprueben los antecedentes de las personas que quieren comprarles algo -explicó-. Hay que cumplimentar un formulario, disponer de permiso de armas y dos documentos de identificación. Sin embargo, la ley no impera en las ferias de armas. Lo único que quieren es tu dinero, que, por cierto, a mí no me vendría nada mal.

– ¿De verdad te hace falta un arma?

Él la observó como si acabara de salir del cascarón.

– Todos los que nos persiguen van armados.

Incapaz de rebatir una lógica tan aplastante, Faith no dijo nada más, le dio el dinero y se acurrucó en el asiento de la moto mientras Lee se dirigía al interior. El hombre tenía la habilidad de soltarle pedradas que la dejaban muda.

Lee compró una pistola automática Smith amp; Wesson de doble acción con un cargador circular de quince unidades para Parabellums de 9 milímetros. La denominación de «automática» inducía a error, pues para disparar había que apretar el gatillo cada vez. El término «automático» hacía referencia al hecho de que la pistola cargaba de forma automática una bala nueva cada vez que se apretaba el gatillo. Asimismo, compró una caja de municiones y un equipo de limpieza antes de volver a la zona de aparcamiento.

Faith lo miró detenidamente mientras guardaba el arma y la munición en un compartimiento de la motocicleta.

– ¿Ahora te sientes más seguro? -preguntó ella con sequedad.

– En estos momentos no me sentiría seguro ni en el edificio Hoover rodeado de cien agentes del FBI. Caray, me pregunto por qué.

Llegaron a Duck, Carolina del Norte, al atardecer y Faith indicó a Lee el camino para llegar a la casa de la comunidad de Pine Island.

Cuando se detuvieron enfrente, Lee contempló el inmenso edificio, se quitó el casco y se volvió hacia ella.

– Creí que habías dicho que era pequeña.

– En realidad creo que fuiste tú quien la calificó de pequeña. Yo dije que era cómoda.

Ella se apeó de la Honda y se estiró para desentumecer los músculos. Tenía todo el cuerpo, sobre todo el trasero, adormecido.

– Como mínimo tiene quinientos metros cuadrados. -Lee no quitaba ojo a la casa de tres plantas, con revestimiento exterior de madera, provista de dos chimeneas de piedra y un tejado de cedro. Sendas galerías de amplias arcadas rodeaban las plantas primera y segunda, lo que recordaba a las construcciones típicas de las plantaciones. Había torrecillas con tejado de dos aguas, paredes de cristal y grandes extensiones de césped. Lee observó que los aspersores automáticos se ponían en marcha al tiempo que se encendía la iluminación exterior. Detrás de la casa se oía el embate de las olas. El edificio estaba situado al final de una tranquila calle sin salida, aunque gigantescas casas parecidas pintadas de amarillo, azul, verde y gris se alineaban frente al mar en ambas direcciones hasta donde alcanzaba la vista. Aunque el aire era tibio y ligeramente húmedo, faltaba poco para noviembre y prácticamente todas las otras casas estaban a oscuras.

– Nunca me he molestado en calcular los metros cuadrados. La alquilo de abril a septiembre. Así pago la hipoteca y además gano unos treinta mil al año, por si te interesa -dijo Faith. Se quitó el casco y se pasó las manos por el cabello sudado-. Necesito una ducha y algo de comer. En la cocina debería haber provisiones. Puedes dejar la moto en el garaje descubierto.

Faith abrió la puerta principal y entró en la casa mientras Lee aparcaba la Honda en una de las dos plazas del garaje antes de descargar el equipaje. El interior de la casa era incluso más hermoso que el exterior. Lee se sintió aliviado al ver que disponía de un sistema de seguridad. Echó un vistazo alrededor fijándose en todos los detalles: los techos altísimos, las vigas y los paneles de madera pulimentados, una cocina enorme, suelo de gres italiano en algunas partes y caras alfombras beréberes en las demás. Contó seis dormitorios, siete baños y descubrió en el porche posterior un jacuzzi lo bastante grande para dar cabida a seis adultos borrachos. También había tres chimeneas, incluida una de gas en la suite principal. El mobiliario era de rota y mimbre, todo aparentemente diseñado para invitar a echarse una cabezada.

Lee abrió un par de puertas de cristales para salir de la cocina y desde la terraza contempló el patio. Había una piscina en forma de riñón. El agua clorada centelleaba bajo las luces de la piscina. Una especie de artilugio se desplazaba por la superficie succionando insectos y residuos.

Faith también salió a la terraza.

– Los llamé para que vinieran esta mañana y lo pusieran todo en marcha. Se ocupan de la piscina todo el año, de todos modos. Me he bañado desnuda aquí en diciembre. Es un lugar de lo más tranquilo.

– No parece que haya gente en las otras casas.

– Algunos lugares de los Outer Banks están bastante concurridos unos nueve o diez meses al año ahora, cuando hace buen tiempo. Pero siempre cabe la posibilidad de que se desate un huracán en esta época, y esta zona es muy cara. Alquilan las casas por una pequeña fortuna, incluso en temporada baja. A no ser que se consiga que la alquile un grupo grande, una familia normal no puede alojarse aquí. En esta época las ocupan sobre todo los propietarios, pero teniendo en cuenta que los niños van a la escuela, es difícil que pasen aquí toda la semana. Así que están vacías.

– Pues vacías me gustan.

– La piscina está climatizada, por si quieres darte un baño.

– No he traído el bañador.

– No te va el nudismo, ¿eh? -Faith sonrió y experimentó cierto alivio al percatarse de que estaba demasiado oscuro para poder verle los ojos. Si la hubiera mirado con aquellos ojos de color azul celeste, quizá lo habría empujado a la piscina, se habría zambullido tras él y se habrían olvidado de todo lo demás-. En el centro hay muchas tiendas donde venden bañadores. Yo tengo ropa aquí, así que no hay problema. Mañana te compraremos algo.

– Creo que me basta con lo que he traído.

– No quieres quedarte por aquí, ¿verdad?

– No estoy seguro de que vayamos a pasar demasiado tiempo en esta zona.

Faith miró en dirección a las pasarelas de madera que se extendían más allá de las dunas de arena hasta la orilla del océano Atlántico.

– Nunca se sabe. Creo que la playa es uno de los mejores lugares para dormir. No hay nada como el rumor de las olas para conciliar el sueño. En Washington nunca dormía bien. Demasiadas preocupaciones.

– Qué curioso, yo dormía bien allí.

Ella lo fulminó con la mirada.

– Nunca llueve a gusto de todos.

– ¿Qué hay para cenar?

– Primero una ducha. Puedes instalarte en la suite principal.

– Es tu casa. Yo me conformo con un sofá.

– Con seis dormitorios no creo que esa opción tenga mucho sentido. Quédate en la que está al final del pasillo, en la planta de arriba. Da al porche trasero. El jacuzzi está ahí. Todo tuyo, incluso sin bañador. No te preocupes, no te espiaré.

Entraron en la casa. Lee recogió su bolsa y la siguió escaleras arriba. Se duchó y se puso unos pantalones caqui limpios, una sudadera y zapatillas de deporte sin calcetines pues se había olvidado de traer otro par. No se molestó en secarse el pelo ya que se lo había cortado hacía poco. Se miró al espejo. El corte no le sentaba tan mal. De hecho lo hacía parecer más joven. Se dio una palmada en el vientre e incluso adoptó una pose exagerada ante el espejo.

– Sí, claro -dijo a su reflejo-. Aunque ella fuera tu tipo, pero bueno, como no lo es… -Salió de la habitación y, cuando se disponía a bajar las escaleras, se detuvo en el pasillo.

El dormitorio de Faith estaba en el otro extremo del pasillo. Oyó correr el agua de la ducha. Probablemente estuviera relajándose bajo el agua caliente después del largo viaje. Tenía que reconocer que Faith había aguantado bien, no se había quejado mucho. Mientras avanzaba por el corredor, se le ocurrió que, en ese preciso instante, Faith podía estar escapando por la puerta trasera y utilizando la ducha como subterfugio. Era perfectamente posible que hubiese pedido un coche de alquiler estacionado y estuviera a punto de escapar, dejándolo en una situación comprometida. ¿Acaso era como su padre y ponía tierra de por medio siempre que la situación se ponía fea?

Llamó a la puerta.

– ¿Faith? -No obtuvo respuesta así que llamó con más fuerza-. ¿Faith? ¡Faith! -El agua seguía corriendo-. ¡Faith! -gritó. Probó a abrir la puerta. Estaba cerrada con llave. Volvió a golpear y gritó su nombre.

Lee se disponía a precipitarse escaleras abajo cuando oyó pasos, la puerta se abrió de repente y apareció Faith. Tenía el pelo empapado y caído sobre el rostro, el agua le goteaba por las piernas y apenas iba tapada con una toalla.

– ¿Qué? -inquirió-. ¿Qué sucede?

Lee no pudo evitar contemplar el elegante contorno de sus hombros, el cuello digno de Audrey Hepburn ahora totalmente al descubierto, la firmeza de sus brazos. Bajó la mirada hacia los muslos y enseguida llegó a la conclusión de que las piernas no tenían nada que envidiarle a los brazos.

– ¿Qué demonios pasa, Lee? -preguntó ella elevando el tono de voz.

– Ah. Estaba pensando que… ¿qué te parece si preparo la cena? -Esbozó una tímida sonrisa.

Faith lo observó con expresión incrédula mientras se formaba un charco de agua a sus pies sobre la alfombra. Cuando se ajustó la toalla prácticamente mojada alrededor del cuerpo, los pechos pequeños y turgentes de Faith quedaron bien perfilados bajo el fino tejido húmedo. Fue entonces cuando Lee empezó a plantearse seriamente darse otra ducha, pero esta vez con el agua lo bastante fría para que ciertas partes de su anatomía adquiriesen el color de sus ojos.