Изменить стиль страницы

– Se marcha dentro de cinco minutos para tomar un avión, Danny.

– Perfecto, porque dos minutos me bastan. Puedo dedicarte los otros tres para que me pongas al día. De hecho prefiero hablar contigo. Y lo siento por Steve, pero tú resultas mucho más agradable a la vista, querida.

El severo rostro de Doris se arrugó en una sonrisa.

– Cuánta labia tienes.

Y así consiguió sus dos minutos con el congresista Steve.

Acto seguido, Buchanan se detuvo en el guardarropa y se enteró de a qué comisiones del Senado se les había asignado una serie de proyectos de ley que le interesaban. Había comisiones de jurisdicción primaria, secundaria y, en muy pocos casos, concurrente, según el contenido del proyecto de ley. El mero hecho de desentrañar quién tenía qué proyecto y qué prioridad se le había otorgado constituía un rompecabezas enorme y siempre cambiante que los miembros de los cabilderos debían resolver. A menudo suponía un reto desesperante, y a nadie se le daba mejor que a Danny Buchanan.

Como de costumbre, en el transcurso de ese día Buchanan había importunado a los empleados de las oficinas de los congresistas con sus «recados», información y resúmenes que los equipos necesitarían para concienciar a sus jefes de los temas en cuestión. Si expresaban una duda o preocupación, él no tardaba en encontrar la respuesta o a un experto. Además, Buchanan había concluido todas y cada una de las reuniones con la pregunta fundamental: «¿Cuándo me dirás algo?» Si no concretase una fecha nunca volvería a recibir noticias de ellos. Lo olvidarían y cientos de personas ocuparían su lugar luchando con la misma pasión por sus clientes.

Había pasado las últimas horas de la tarde tratando con otros clientes a quienes normalmente atendía Faith. Se disculpó y dio explicaciones vagas sobre su ausencia. ¿Qué alternativa tenía?

Más tarde, participó en un seminario sobre el hambre en el mundo patrocinado por un comité asesor y luego regresó a su despacho para hacer varias llamadas de todo tipo: desde recordar a los equipos de los distintos congresistas varias cuestiones que serían sometidas a votación, hasta conseguir el apoyo para alguna coalición por parte de otras organizaciones benéficas. Concertó un par de cenas y reservó viajes al extranjero, así como una visita a la Casa Blanca en junio, donde se encargaría personalmente de presentar al presidente al nuevo director de una organización internacional destinada a defender los derechos de los niños. Se trataba de un auténtico golpe de efecto, y Buchanan y las organizaciones que él defendía esperaban que generara mucha publicidad positiva. Constantemente buscaban el patrocinio de las celebridades. A Faith esto se le daba especialmente bien. Los periodistas pocas veces se interesaban por los pobres de tierras lejanas, pero si conseguían implicar a alguna estrella de Hollywood, la sala de prensa se abarrotaba de reporteros. Así era la vida.

Acto seguido, Buchanan había dedicado algún tiempo a redactar los informes trimestrales de la ley de Registro de Agentes Extranjeros, que eran un verdadero calvario, sobre todo porque tenía que estampar en cada una de las páginas presentadas en el Congreso el siniestro sello de «propaganda extranjera», como si fuera Tokyo Rose y estuviese haciendo llamamientos a derrocar el Gobierno de Estados Unidos, en vez de vender el alma para conseguir semillas de cultivo y leche en polvo.

Tras dar la lata por teléfono y repasar unos pocos cientos de páginas de informes, había decidido dar por concluida la jornada laboral. Un día intenso en la vida del típico miembro de un cabildero de Washington solía acabar cuando él caía rendido en la cama pero hoy no había podido permitirse ese lujo. En cambio, se encontraba en un hotel del centro de la ciudad, donde se celebraba otro acto para recaudar fondos; el motivo de su presencia allí se encontraba en el otro extremo de la sala, bebiendo una copa de vino blanco y con expresión aburrida. Buchanan se dirigió hacia él.

– Parece que necesitas algo más fuerte que el vino blanco -comentó Buchanan.

El senador Russell Ward se volvió y esbozó una sonrisa al verlo.

– Es agradable ver un rostro honesto en este mar de iniquidad, Danny.

– ¿Qué te parece si cambiamos este sitio por el Monocle? Ward depositó la copa en la mesa.

– Es la mejor oferta que me han hecho en todo el día.

El Monocle era un restaurante con una larga trayectoria a sus espaldas situado cerca del edificio del Senado en el Congreso. El restaurante y el edificio de la policía del Capitolio, que había albergado la sede de Inmigración y Nacionalización, eran las dos únicas estructuras que quedaban en ese emplazamiento donde antes se alzaba una larga hilera de edificios. El Monocle era uno de los lugares preferidos de los políticos, cabilderos y otras personalidades para reunirse, almorzar, cenar y tomar copas.

El maitre d'hotel dio la bienvenida a Buchanan y a Ward saludándolos por su nombre y los acompañó a una mesa tranquila situada en una esquina. La decoración era clásica y las paredes estaban adornadas con suficientes fotografías de políticos pasados y actuales como para llenar el monumento a Washington. La comida era buena pero los comensales no acudían a disfrutar de las delicias de la carta sino a exhibirse, a hacer negocios y a hablar del trabajo. Ward y Buchanan eran clientes habituales.

Pidieron algo de beber y examinaron la carta por separado durante unos minutos.

Russell Ward recibía el sobrenombre de Rusty desde que Buchanan tenía memoria. Y eso era mucho tiempo ya que los dos habían crecido juntos. Como presidente de la Comisión Investigadora sobre Inteligencia del Senado, Ward influía directamente en el buen -o mal- funcionamiento de todas las agencias de información del país. Era inteligente, muy perspicaz, honrado y trabajador. Provenía de una familia muy acaudalada del nordeste que había perdido su fortuna cuando Ward era joven. Se había desplazado a Raleigh, en el sur, y poco a poco se había labrado una carrera en el sector público. Era el senador más antiguo de Carolina del Norte y lo adoraban en todo el estado. De acuerdo con el sistema de clasificación de Buchanan, Rusty Ward podía calificarse sin duda alguna de «creyente». Estaba familiarizado con todos los juegos políticos en los que participaba. Conocía todos los secretos de la ciudad, por lo que estaba al tanto de las virtudes y, lo que era más importante, los defectos de todo el mundo. Buchanan sabía que físicamente el hombre estaba destrozado y que lo aquejaban dolencias de todo tipo, desde la diabetes a problemas de próstata. Sin embargo, mentalmente, Ward se encontraba mejor que nunca. Quienes habían infravalorado su impresionante capacidad intelectual a causa de sus problemas de salud habían acabado por lamentarlo.

Ward levantó la mirada de la carta.

– ¿Traes algo interesante entre manos, Danny?

Ward tenía una voz profunda y sonora y un acento deliciosamente sureño, pues había perdido hacía tiempo todos los vestigios del característico acento áspero del Norte. Buchanan era capaz de sentarse a escucharlo durante horas. En realidad lo había hecho en muchas ocasiones.

– Lo de siempre, lo de siempre, ¿y tú? -respondió Buchanan.

– He asistido a una sesión importante esta mañana. El servicio de inteligencia del Senado. La CIA.

– ¿Ah, sí?

– ¿Alguna vez has oído hablar de un tal Thornhill, Robert Thornhill?

Buchanan ni se inmutó al oír el nombre.

– No me suena de nada. Háblame de él.

– Es una de las viejas glorias. Subdirector adjunto de operaciones. Inteligente, astuto, se rodea sólo de los mejores. No me inspira confianza.

– No me extraña.

– Sin embargo, tengo que reconocer su eficacia. Ha hecho una labor magnífica y ha durado más en el cargo que varios directores de la CIA. Ha servido al país extraordinariamente bien. De hecho, allí es toda una leyenda. Por eso le dejan hacer más o menos lo que quiere. No obstante, esa actitud es peligrosa.

– ¿De veras? Parece que es un buen patriota.

– Eso es lo que me preocupa. La gente que se considera patriota tiende a ser fanática. Y, en mi opinión, los fanáticos están a un sólo paso de la locura. La historia ya nos ha proporcionado suficientes ejemplos de ello. -Ward sonrió-. Hoy me ha venido con las sandeces de siempre. Se lo veía tan pagado de sí mismo que he decidido bajarle los humos.

Buchanan parecía muy interesado.

– ¿Y cómo lo has hecho?

– Pues le he preguntado sobre los escuadrones de la muerte. -Ward se calló y miró en torno a sí por unos momentos-. En el pasado ya habíamos tenido problemas con la CIA por esto. Financian esos pequeños grupos insurgentes, los visten y los entrenan, luego los sueltan como si fueran un perro sabueso. Pero, a diferencia de los sabuesos, hacen cosas que se supone que no deberían hacer. Por lo menos según las normas oficiales de la agencia.

– ¿Y qué ha contestado él?

– Bueno, lo que le dije no estaba en su guión. Ha consultado sus notas como si intentara librarse de una pequeña banda de hombres armados. -Ward soltó una carcajada-. Luego me ha salido con una jerigonza que en realidad no significaba nada. Ha dicho que la «nueva» CIA no hacía más que compilar y analizar información. Cuando le he preguntado si estaba reconociendo que algo iba mal con la «vieja» CIA, por poco se me echa encima. -Ward volvió a reír-. Lo de siempre, lo de siempre.

– ¿Y qué se trae ahora entre manos que te tiene tan enfadado?

Ward sonrió.

– ¿Pretendes que te haga confidencias?

– Por supuesto.

Ward volvió a echar un vistazo alrededor antes de inclinarse hacia adelante y empezar a hablar en voz queda.

– Estaba ocultando información, ¿qué si no? Ya conoces a los secretas, Danny, siempre quieren más fondos pero cuando empiezas a hacer preguntas sobre cómo gastan el dinero, cielos, es como si estuvieras matando a su madre. Pero ¿qué voy a hacer cuando me entreguen informes del inspector general de la CIA con tanta información confidencial que el papel parece negro? Así que se lo he hecho notar al señor Thornhill.

– ¿Y cómo ha reaccionado? ¿Se ha enfadado? ¿Se lo ha tomado con filosofía?

– ¿Por qué sientes tanta curiosidad por él?

– Tú has empezado, Rusty. No me culpes si tu trabajo me fascina.

– Bueno, me ha dicho que esos informes tienen que censurarse para proteger la identidad de las fuentes de información, que se trataba de un asunto muy delicado y que la CIA lo abordaba con el máximo cuidado. Le he replicado que era como cuando mi nieta juega a la rayuela. No puede saltar en todos los recuadros así que se salta algunos a propósito. Le he dicho que me hacía mucha gracia, pero sólo cuando lo hacen los niños pequeños. De todos modos, tengo que reconocer sus méritos. Lo que me ha contestado tenía sentido. Me ha dicho que es un error pensar que vamos a derribar a los dictadores mejor afianzados con unas sencillas fotos hechas por satélite y con módems de alta velocidad. Necesitamos medios antiguos sobre el terreno. Necesitamos agentes dentro de las organizaciones, dentro de sus propios círculos. Ésa es la única forma que tenemos de vencerlos. Pero la arrogancia de ese hombre me saca de mis casillas. Además, estoy convencido de que aunque Robert Thornhill no tuviera motivos para mentir tampoco diría la verdad. Caramba, es que incluso tiene un truco: cuando da un golpecito en la mesa con el bolígrafo, uno de sus asesores finge susurrarle al oído, de forma que dispone de un par de minutos más para pensar en alguna otra mentira. Lleva utilizando este código muchos años. Supongo que cree que soy una especie de imbécil y que ni siquiera me doy cuenta.