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– ¿Te conozco de algo? -preguntó Lee con brusquedad.

Rick sonrió con incomodidad y tragó saliva al mirar a Lee.

– N-no, caballero -tartamudeó.

– ¿Entonces qué diablos quieres, chico?

– Oh, sólo me estaba preguntando qué equipo me gusta llevar para montar, verdad, Ricky? sonrió Faith al joven vendedor.

– Sí, eso. Bueno, hasta luego. -Rick prácticamente corrió hacia la tienda.

– Adiós, guapo -se despidió Faith.

Lee frunció el entrecejo.

– Te he dicho que esperaras al otro lado de la calle. ¿Es que no puedo dejarte sola ni un momento?

– He tenido un encuentro con un dóberman. Me ha parecido que lo más sensato era batirme en retirada.

– Ya. Y qué, ¿estabas negociando con ese tipo para dejarme tirado y largarte con él?

– No la tomes conmigo, Lee.

– En cierto modo me habría gustado que lo hicieras. Así tendría una excusa para partirle la cara a alguien ¿Y ése qué quería?

– El muchacho quería venderme algo y no precisamente una motocicleta. ¿Qué es eso? -preguntó apuntando a lo que él llevaba.

– El equipo necesario para los motoristas en esta época del año. A cien kilómetros por hora, el viento corta un poco.

– No tenemos moto.

– Ahora sí.

Ella lo siguió hasta la parte posterior, donde había una magnífica moto de carretera Honda Gold Wing SE. El vehículo, con su diseño futurista metalizado, equipamiento de alta tecnología y parabrisas completo, parecía propio de Batman. Estaba pintado de color nacarado, gris y verde, y el borde de verde oscuro. Además, contaba con unos asientos comodísimos con el respaldo acolchado. El del pasajero se ajustaba a la perfección, como una mano en un guante. La moto era tan grande y estaba tan bien equipada que parecía un coche deportivo descapotable.

Lee introdujo la llave en el contacto y empezó a ponerse el traje. Le pasó el otro a Faith.

– ¿Adónde vamos en este trasto?

Lee se subió la cremallera del traje.

– Vamos a tu casita de Carolina del Norte.

– ¿Hasta allí en moto?

– No podemos alquilar un coche sin tarjeta de crédito ni carné de identidad. Tu coche y el mío están inutilizados. No podemos ir ni en tren, ni en avión ni en autocar. Controlarán todas esas posibilidades. A no ser que tengas alas, ésta es la única alternativa que nos queda.

– Nunca he viajado en moto.

Él se quitó las gafas de sol.

– Tú no tienes que conducir. Para eso estoy yo. Bueno, ¿qué me dices? ¿Vamos a dar una vuelta? -Le sonrió.

Faith sintió como si un ladrillo acabara de golpearle la cabeza. Le ardió el cuerpo al contemplarlo montado en la moto. Y en ese preciso momento, como por arte de magia, el sol se abrió paso entre las sombras. Un rayo de luz iluminó aquellos ojos azules tan deslumbrantes como zafiros. Faith se quedó paralizada. Cielos, apenas podía respirar y le temblaban las rodillas.

Le ocurrió en el colegio, durante el recreo. El muchacho con los ojos increíblemente grandes del mismo color que los de Lee, se había acercado en su bicicleta al columpio donde ella estaba leyendo un libro.

– ¿Vamos a dar una vuelta? -le había propuesto él.

– No -le respondió ella, pero acto seguido había soltado el libro y se había montado detrás. Su romance duró dos meses: planearon su vida juntos, se prometieron amor eterno aunque nunca llegaron a darse más que un beso en los labios. Entonces su madre murió y Faith y su padre se marcharon de la zona. Por unos instantes se preguntó si Lee y el chico serían la misma persona. Había borrado el recuerdo de su subconsciente hacía tanto tiempo que ni siquiera recordaba cómo se llamaba. Podía llamarse Lee, ¿no? Lo pensó porque el único otro lugar donde le habían temblado las piernas había sido aquel patio. El chico había dicho lo mismo que Lee y el sol se había reflejado en sus ojos del mismo modo que en los de Lee; además tenía la impresión de que el corazón le explotaría si no seguía sus indicaciones al pie de la letra. Como en aquel preciso instante.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó Lee.

Faith se agarró a uno de los manillares para recobrar el equilibrio y habló con la máxima tranquilidad posible.

– ¿Y dejarán que te la lleves así, sin más?

– Mi hermano dirige el negocio. Es un modelo de exposición. Oficialmente nos la llevamos para someterla a una prueba de resistencia.

– No puedo creer que esté haciendo esto. -Al igual que en el colegio, no le quedaba otro remedio que subirse a aquella moto.

– Piensa en las alternativas y verás que la idea de posar el trasero en la Honda te parecerá la mejor. -Se puso las gafas de sol y el casco como si quisiera dar por concluida la conversación.

Faith se enfundó el traje y, con ayuda de Lee, consiguió ceñirse el casco. Él cargó las bolsas en el amplio maletero y los compartimientos laterales de la Honda y Faith montó detrás de él. Lee puso en marcha el motor, lo revolucionó durante unos segundos y luego aceleró. Cuando soltó el embrague, la potencia de la Honda empujó a Faith hacia la barra posterior acolchada y tuvo que sujetarse con los brazos a Lee y con las piernas a la motocicleta de trescientos sesenta kilos, mientras entraban disparados a la autopista Jeff Davis con rumbo al sur.

Estuvo a punto de caerse cuando oyó una voz en su oído.

– Bueno, tranquilízate, es una conexión de audio Chatterbox de casco a casco -dijo la voz de Lee. Era obvio que había notado su sorpresa-. ¿Has ido alguna vez en coche a la casa de la playa?

– No, siempre he ido en avión.

– Da igual, tengo un mapa. Tomaremos la 95 en dirección sur y luego la nacional 64 cerca de Richmond. Así llegaremos a Norfolk. Desde allí ya decidiremos cuál es el mejor camino. Ya pararemos para comer algo. Deberíamos estar allí antes del anochecer, ¿de acuerdo?

Ella asintió con la cabeza antes de darse cuenta de que debía hablar.

– De acuerdo.

– Ahora, recuéstate en el asiento y relájate. Estás en buenas manos.

Por el contrario, Faith se apoyó en él, le rodeó la cintura con los brazos y se agarró con fuerza. De repente, volvió a sumirse en el recuerdo de aquellos dos meses divinos de su época escolar. Aquello debía de ser un presagio. Quizá pudieran marcharse en la moto y no volver jamás. Empezar en los Outer Banks, alquilar una embarcación y acabar en alguna isla deshabitada del Caribe, un lugar inaccesible para todos excepto ellos. Ella aprendería a vivir en una cabaña, a cocinar con leche de coco o lo que fuera, a ser una buena ama de casa mientras Lee se dedicaba a pescar. Podían hacer el amor cada noche bajo la luz de la luna. Se acercó más a él. Aquello no sonaba nada mal. Ni demasiado improbable, teniendo en cuenta las circunstancias.

– Por cierto, Faith… -le dijo Lee al oído.

Ella tocó el casco de él con el suyo y sintió la amplitud de su torso contra su pecho. Volvía a tener veinte años, la brisa le parecía deliciosa, el calor del sol inspirador y su mayor preocupación era el examen de mitad del trimestre. La repentina imagen de ellos tumbados desnudos bajo el sol, con la piel bronceada, el cabello húmedo y las extremidades entrelazadas le hizo desear que no estuviesen enfundados en trajes de motorista con gruesas cremalleras, avanzando a cien kilómetros por hora sobre el duro asfalto.

– ¿Sí?

– Si me vuelves a hacer una jugarreta como la del aeropuerto, no tendré inconveniente en retorcerte el pescuezo con mis propias manos, ¿entendido?

Faith se separó de Lee y se recostó en el asiento como si quisiera incrustarse en el cuero para alejarse de él, su resplandeciente caballero blanco de diabólicos ojos azules.

Al carajo los recuerdos. Al carajo los sueños.