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Brooke Reynolds, abatida, se sentó junto a la mesita con la barbilla apoyada en la palma de la mano y se preguntó si algo saldría bien en el caso que llevaba. Habían encontrado el coche de Ken Newman. Lo habían limpiado con tanta profesionalidad que su equipo de «expertos» no había encontrado una sola pista relevante. Acababa de hablar con los del laboratorio; todavía estaban intentando arreglar la cinta de vídeo. Lo peor de todo era que Faith Lockhart se les había escapado por los pelos. A ese ritmo, llegaría a directora del FBI en un abrir y cerrar de ojos. Estaba convencida de que, cuando regresara al despacho, se encontraría con un torrente de mensajes del SEF, e intuía que ninguno sería elogioso.

Reynolds y Connie estaban en un zona reservada del aeropuerto nacional Reagan. Habían interrogado en profundidad a la empleada que había vendido los billetes a Faith Lockhart. Habían revisado todas las cintas de vigilancia y la empleada había reconocido a Lockhart. Al menos Reynolds suponía que la mujer era Faith Lockhart. Le habían mostrado una fotografía suya a la empleada y ésta parecía bastante segura de que se trataba de la misma mujer.

Si era ella, había cambiado de aspecto notablemente: a juzgar por lo que Reynolds había visto en la cinta de vigilancia del aeropuerto, Lockhart se había cortado el pelo y se lo había teñido. Y ahora contaba con ayuda, porque en la cinta de vídeo se distinguía a un hombre alto y fornido que se marchaba con ella. Reynolds había pedido a sus colegas de Norfolk que averiguaran si la pareja había buscado otra manera de llegar allí. Hasta el momento no habían descubierto nada. Sin embargo, tenían una pista que prometía mucho.

Reynolds abrió el estuche metálico de la pistola y observó la Sauer de 9 milímetros mientras Connie se apoyaba en la pared con el ceño fruncido. Estaban comprobando las huellas dactilares de la pistola en las bases de datos del FBI, pero tenían algo mejor: la pistola estaba registrada. La policía de Virginia les había facilitado el nombre y la dirección del propietario.

– Bien, la pistola está registrada a nombre de un tal Lee Adams -dijo Reynolds-. DMV nos enviará una foto del tipo. Supongo que es el mismo que acompaña a Lockhart. ¿Qué sabemos de él?

Connie tomó un sorbo de Coca-Cola y se tragó dos cápsulas de Advil.

– Investigador privado. Lleva bastante tiempo en el mundillo. Parece legal. De hecho, algunos agentes del FBI lo conocen. Dicen que es un buen tipo. Le enseñaremos la foto a la empleada del mostrador de venta de billetes para ver si lo identifica. Eso es todo por ahora. Dentro de poco sabremos más. -Miró la pistola-. Encontramos casquillos en el bosque situado detrás de la casita. Son de pistola. Nueve milímetros. Dado el número de casquillos que había, la persona vació la mitad del cargador contra algo.

¿Crees que se trata de la misma pistola?

No hemos encontrado ninguna bala para comprobarlo, pero los de balística nos dirán si el agujerito de los casquillos hallados en el bosque coincide con los de esta pistola -dijo Connie, refiriéndose a la hendidura que el percutor de las pistolas realiza en la parte inferior de los casquillos, una marca tan exclusiva como las huellas dactilares-. Y puesto que tenemos su munición, podremos disparar a modo de prueba con la pistola verdadera, que es lo idóneo. Además, estamos analizando las marcas de los casquillos. Eso no servirá para confirmar de forma concluyente que Adams estuviera allí, porque es posible que cargara la pistola antes y que luego la usara otra persona, pero algo es algo.

Los dos sabían que era más fácil obtener huellas útiles de la superficie de los casquillos que de la empuñadura de una pistola.

– Lo ideal sería conseguir sus huellas dactilares en la casa.

– La UCV no ha encontrado nada. Es obvio que Adams sabía lo que hacía. Debía de llevar guantes.

– Si el análisis balístico da resultados iguales, entonces es probable que Adams fuera quien hirió al tirador.

– Lo que es seguro es que no disparó todas esas veces contra Ken, y una SIG no vale una mierda para las distancias largas. Si Adams alcanzó a Ken desde esa distancia y en la oscuridad, entonces deberíamos ofrecerle un trabajo en Quantico como tirador.

Reynolds no parecía convencida.

– Y el laboratorio ha confirmado que la sangre es humana -prosiguió Connie-. También encontramos una bala cerca del lugar donde estaban los casquillos. Impactó en un árbol y cavó allí. Además, había varios casquillos cerca del reguero de sangre. Eran de rifle; revestimientos metálicos de calibre pesado. Y personalizados, ya que en los casquillos no figuraba el código del fabricante ni el cuño del calibre. Pero los del laboratorio dicen que el fulminante de la munición era Berdan y no American Boxer.

Reynolds se volvió hacia él de golpe.

– ¿Berdan? ¿De fabricación europea?

– Hoy día hay miles de variantes de lo más extrañas, pero sí, parece europea.

Reynolds estaba familiarizada con el fulminante Berdan. Se diferenciaba de la versión americana en que no llevaba yunque incorporado. El yunque se colocaba dentro del casquillo, formando una proyección en miniatura en forma de T en la cavidad del fulminante con dos orificios que permitían que el fogonazo detonase la pólvora. A Reynolds le parecía un diseño ingenioso y eficaz.

Cuando se incorporó al FBI, Brooke había aprendido que al apretar el gatillo de un arma el percutor golpeaba la cápsula, comprimiendo el fulminante contra el yunque y haciéndolo estallar. Esta pequeña explosión, a su vez, pasaba por los orificios y hacia que la pólvora alcanzase temperaturas superiores a los dos mil quinientos grados. Un milisegundo después, la bala salía disparada por el cañón del arma y lo más probable era que, en menos de un abrir y cerrar de ojos, un ser humano muriera. En Estados Unidos el arma más popular para perpetrar asesinatos era la pistola, Brooke sabía que se cometían unos cincuenta cinco homicidios diarios. Por tanto, a ella y a sus colegas nunca les faltaría trabajo.

– Los casquillos de fabricación europea podrían encajar con la trama de intereses extranjeros de los que Lockhart nos habló -dijo Reynolds casi para sí-. De modo que Adams y el tirador se van a tiros y Adams es quien sale mejor parado. Miró pensativamente a Connie-. ¿Alguna relación entre Adams y Lockhart?

– Hasta ahora no, pero seguiremos investigando.

– Tengo otra teoría, Connie: Adams salió de la espesura, mató a Ken y luego regresó al bosque. Puede que se cayera y se hiriera. Eso explicaría la sangre. Sé que esta teoría no explica la bala de rifle, pero es una posibilidad que no debemos descartar. Adams también podría haber llevado un rifle consigo. 0 tal vez fuera el arma de un cazador. Estoy segura de que en ese bosque se practica la caza.

– Vamos, Brooke. Adams no puede entablar un tiroteo consigo mismo. Recuerda que había dos pilas de casquillos diferentes, y los cazadores no disparan una y otra vez contra algo. Podrían matar a sus colegas o incluso a sí mismos. Ese es el motivo por el que la mayor parte de los estados exigen topes en las recamaras de los rifles para limitar el número de disparos. Y los casquillos no llevaban mucho tiempo allí.

– Vale, vale, pero no estoy dispuesta a confiar en Adams.

– ¿Y crees que yo si? No confío ni en mi madre, que en paz descanse. Pero no puedo pasar por alto los hechos. ¿Lockhart se marcha en el coche de Ken? ¿Y Adams se deja las botas antes de irse de excursión por el bosque? Por favor, no te lo crees ni tu.

– Oye, Connie, me limito a estudiar las posibilidades, pero eso no quiere decir que me decante por ninguna de ellas. Lo que me irrita es no saber qué asustó a Ken. Si el tirador estaba en el bosque, no fue él.

Connie se frotó la barbilla.

– Eso es verdad.

De repente, Reynolds chasqueó los dedos.

– Maldita sea, la puerta. ¿Cómo he podido estar tan ciega? Cuando llegamos a la casita, la contrapuerta estaba abierta de par en par. Lo recuerdo con claridad. Se abre hacia afuera, así que Ken debió de verla abierta cuando miró hacia allí. ¿Cuál sería su reacción? Desenfundar la pistola.

– Y es posible que también viera las botas. Estaba oscuro, pero el porche trasero de la casa no es tan grande. -Connie bebió un poco más de Coca-Cola y se frotó la sien izquierda-. Vamos, Advil, surte efecto. Bueno, cuando los del laboratorio descifren la grabación sabremos con toda seguridad si Adams estuvo allí o no.

– Si es que la descifran. Pero ¿porqué querría Adams ir a la casita?

– Es posible que alguien lo contratara para seguir a Lockhart.

– ¿Buchanan? -preguntó Reynolds.

– Ése es el primero de mi lista.

Pero si Buchanan contrató al tirador para que acabara con Lockhart, ¿de qué serviría que Adams lo presenciara?

Connie se encogió de hombros y luego los dejó caer, como un oso rascándose contra un árbol.

La verdad es que no tiene mucho sentido.

Bueno, si me lo permites, complicaré las cosas todavía más. Lockhart compró dos billetes para Norfolk, pero sólo uno a su nombre verdadero con destino a San Francisco.

– Y en el vídeo de vigilancia del aeropuerto se ve a Adams correr tras los nuestros.

– ¿Crees que Lockhart intentaba huir de él?

– La empleada dijo que Adams llegó al mostrador después de que Lockhart hubiera comprado los billetes. Y en el video Adams la aleja de la puerta de embarque del vuelo para San Francisco.

– Así que tal vez se trate de una asociación más bien involuntaria -aventuró Reynolds. De repente, mientras contemplaba a Connie, se le ocurrió algo: «Como la nuestra, ¿no?», pensó-. Sabes lo que me gustaría? -preguntó en voz alta-. Me gustaría devolverle las botas al señor Adams. ¿Tenemos la dirección de su casa?

– North Arlington. A veinte minutos de aquí, como mucho.

Reynolds se puso en pie.

– Vámonos.