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– ¿Qué estarnos haciendo aquí exactamente, Lee? -preguntó Faith.

Habían tomado otros dos taxis después del del aeropuerto. El último los había dejado en lo que parecía el centro de un lugar perdido y tenían la impresión de haber recorrido a pie kilómetros de callejuelas.

Lee la miró.

– Regla número uno cuando se huye de la justicia: dar por sentado que la poli encontrará al taxista o taxistas que te llevaron. Por tanto, nunca hay que dejar que un taxi te deje en tu verdadero destino. -Señaló hacia adelante-. Casi hemos llegado. Mientras caminaban, Lee se llevó la mano a los ojos y se quitó las lentillas, con lo que recuperaron su color azul natural. Depositó las lentes de contacto en un estuche especial que llevaba en la bolsa-. Estas cosas me destrozan los ojos.

Faith miró al frente pero no vio más que edificios abandonados, aceras resquebrajadas y árboles y jardines con césped de aspecto enfermizo. Avanzaban por una calle paralela a la carretera general número uno de Virginia, también llamada autopista de Jefferson Davis en honor al presidente de la Confederación. Faith pensó que resultaba irónico porque el mismo Davis había vivido en sus carnes lo que era ser perseguido. De hecho lo habían buscado por todo el Sur después de la guerra hasta que al final los chicos de azul lo capturaron y Davis pasó una larga temporada en prisión. Faith conocía la historia pero no le apetecía correr la misma suerte.

No frecuentaba esta zona del norte de Virginia. Estaba muy industrializada, y había varios negocios pequeños en la periferia: talleres de reparación de embarcaciones y camiones, concesionarios de automóviles de aspecto turbio con oficinas en tráilers oxidados y un mercadillo ubicado en un edificio en ruinas que parecía al borde del derribo. Se sorprendió un poco cuando Lee torció hacia la Jeff Davis. Tuvo que apretar el paso para no quedarse atrás.

– ¿No deberíamos salir de la ciudad? Me refiero a que, según tú, el FBI puede hacer cualquier cosa. Y luego están los otros, cuyo nombre todavía no me has dicho, que nos siguen la pista. Estoy convencida de que son de lo más peligrosos. Y aquí estamos paseando por las afueras. -Él no dijo nada y ella optó por agarrarle del brazo-. Lee, ¿me vas a decir qué pasa, por favor?

Lee se detuvo con tanta brusquedad que Faith chocó con él. Fue como golpearse contra la pared.

Lee la miró.

– Te pareceré tonto, pero no logro sacudirme la sensación de que cuanta más información tengas, más probable será que se te ocurra otra idea disparatada que acabe dando con nuestros huesos en un ataúd.

– Mira, siento lo del aeropuerto. Tienes razón, ha sido una estupidez pero tenía mis motivos.

– Tus motivos son una sarta de gilipolleces. Toda tu vida es una gilipollez -espetó enfadado y reanudó la marcha.

Ella aceleró para alcanzarlo, le tiró del brazo y se encararon.

– Bueno, si eso es lo que piensas, ¿qué te parece si cada uno de nosotros sigue su camino? Ahora mismo. Separémonos.

El se puso en jarras.

– Por tu culpa no puedo ir a casa ni utilizar mi tarjeta de crédito. Me he quedado sin pistola, los agentes federales me pisan los talones y tengo cuatro pavos en la cartera. Permítame que decline la oferta, señora.

– Puedes quedarte con la mitad de mi dinero.

– ¿Y se puede saber adónde irás?

– Quizá toda mi vida sea una gilipollez pero, aunque te sorprenda, sé cuidarme solita.

Él negó con la cabeza.

– Seguiremos juntos. Tengo muchos motivos para ello. El primero es que cuando los federales nos pillen, si es que nos pillan, te quiero ahí a mi lado jurando por tu madre que tu seguro servidor no es más que una criatura inocente atrapada en tu pesadilla.

– ¡Lee!

– Fin de la discusión.

Echó a andar rápidamente y Faith pensó que más valía no decir nada más. Lo cierto es que no quería continuar sola. Lo alcanzó en cuanto enfilaron la ruta 1. Aguardaron a que el semáforo se pusiera verde para cruzar la calle.

– Quiero que esperes aquí -dijo Lee depositando las bolsas en el suelo-. Cabe la posibilidad de que me reconozcan allí donde voy y no quiero que estés conmigo.

Faith miró alrededor. Tras ella se alzaba una verja de casi dos metros y medio de alto coronada con alambre de espino. Albergaba un taller de reparaciones para embarcaciones. Un dóberman vigilaba la zona al otro lado de la verja. Se preguntó si era necesaria tanta seguridad para los barcos. Quizá en ese barrio todas las precauciones fueran pocas. Había un negocio situado en la esquina siguiente, en el interior de un edificio de feo hormigón ligero con grandes pancartas rojas sobre las ventanas que anunciaban las mejores ofertas de la ciudad para motocicletas nuevas y usadas. El aparcamiento estaba lleno de vehículos de dos ruedas.

– ¿Tengo que quedarme aquí sola? -preguntó.

Lee extrajo una gorra de béisbol de la bolsa y se puso unas gafas de sol.

– Sí -respondió cortante-. ¿Acaso ha sido un fantasma el que me ha dicho que sabía cuidar de sí mismo?

Como no se le ocurrió ninguna respuesta adecuada, Faith tuvo que conformarse con observar enfadada a Lee al tiempo que éste cruzaba la calle y entraba en la tienda de motocicletas.

De repente, mientras esperaba, sintió una presencia detrás de sí. Cuando se volvió, se encontró cara a cara con el enorme dóberman. Había salido del recinto cerrado. ¡Al parecer el avanzado sistema de seguridad no incluía cerrar la dichosa puerta! Cuando el animal le mostró los colmillos y profirió un gruñido aterrador, Faith se agachó lentamente y recogió las bolsas. Sujetándolas contra el pecho, cruzó la calle y entró en la zona de aparcamiento de la tienda de motocicletas. El perro perdió interés en ella y regresó al recinto del taller de embarcaciones.

Faith exhaló un suspiro de alivio y dejó caer las bolsas. Reparó en un par de adolescentes rollizos con perillas poco pobladas que probaban una Yamaha y a la vez se la comían con los ojos. Se encasquetó un poco más la gorra de béisbol, apartó la mirada y fingió que examinaba una reluciente Kawasaki roja que, oh sorpresa, estaba en venta. Al otro lado de la autopista Jeff Davis había un negocio dedicado al alquiler de equipos pesados para la construcción. Observó una grúa que se alzaba en el aire a más de nueve metros de altura. Una pequeña carretilla elevadora que llevaba la palabra ALQUÍLAME pintada colgaba del cable. Adondequiera que mirara veía un mundo que le resultaba prácticamente desconocido. Ella se había movido por un ambiente muy distinto: capitales del mundo, intereses políticos importantes, clientes exigentes, cantidades ingentes de poder y de dinero, todos ellos en un estado de cambio continuo, como las placas continentales. Muchas cosas quedaban atrapadas entre estas masas y nadie parecía darse cuenta. De repente se percató de que el mundo real era una carretilla elevadora de dos toneladas de peso que pendía como una sardina de una caña de pescar. «Alquílame.» «Contrata a gente.» «Construye algo.»

No obstante, Danny le había dado la oportunidad de redimirse. Ella era una más pero había hecho algo bueno por el mundo. Durante los últimos diez años había ayudado a gente que necesitaba ayuda desesperadamente. Quizá estos diez años le hubieran servido para expiar la culpa indirecta que había notado que crecía en su interior, observando las artimañas de su padre, por bienintencionadas que fueran, y todo el dolor que habían causado. En realidad nunca había tenido el valor suficiente para analizar esa parte de su vida en demasiada profundidad.

Faith oyó pasos detrás de sí y se volvió. El hombre llevaba pantalones vaqueros, botas negras y una sudadera con el logotipo de la tienda de motocicletas. Era joven, de poco más de veinte años y ojos grandes y somnolientos, alto, delgado y bien parecido. Y él lo sabía, saltaba a la vista, por su actitud de gallito. Su expresión ponía de manifiesto que su interés por Faith era más marcado que el de ella por los vehículos de dos ruedas.

– ¿La puedo ayudaren algo, señora? ¿En lo que sea?

– Estaba mirando. Estoy esperando a mi amigo.

– Eh, esta moto no está nada mal. -Señaló una BMW que apestaba a dinero, incluso para una persona tan inexperta como Faith. Dinero desperdiciado, en su opinión. De todos modos, ¿no era ella la orgullosa propietaria de un gran BMW, aparcado en el garaje de su cara residencia en McLean?

Él acarició despacio el depósito de la motocicleta.

– Ronronea como un gatito. Si cuidas las cosas hermosas, ellas cuidarán bien de ti. Muy bien. -Desplegó una amplia sonrisa mientras lo decía. La repasó con la mirada y le guiñó el ojo.

Faith se preguntó si aquélla era su mejor baza para ligar.

– No conduzco, sólo las monto -dijo con indiferencia. Acto seguido, se arrepintió de las palabras que había elegido.

El sonrió de nuevo.

– Vaya, es la mejor noticia del día. De hecho, yo diría que de todo el año. Sólo las montas, ¿eh? -El joven se rió y dió una palmada-. Bueno, ¿qué te parece si vamos a dar una vuelta, guapa? Puedes probar lo bien equipado que estoy. Móntate.

Faith se sonrojó.

– Me parece que no…

– Bueno, no te enfades. Si necesitas algo, me llamo Rick.

– Le tendió su tarjeta y volvió a guiñarle el ojo. Entonces añadió en voz baja-: El teléfono de mi casa está detrás, guapa. Ella miró la tarjeta con desagrado.

– Muy bien, Rick, pero a mí me gusta ir con la verdad por delante. ¿Eres lo bastante hombre para oírla?

Rick no pareció entonces tan seguro de sí mismo.

– Soy lo bastante hombre para lo que quieras, guapa.

– Me alegro. Mi novio está dentro. Mide lo mismo que tú pero tiene el cuerpo de un hombre de verdad.

Rick frunció el ceño y dejó caer a un costado la mano con la que sostenía la tarjeta. Faith notó enseguida que ya se le habían agotado los recursos y que su mente era demasiado lenta para discurrir una frase nueva.

Faith le clavó la vista.

– Sí, tiene los hombros del tamaño de Nebraska y, por cierto, no te he dicho que fue boxeador en la Marina.

– ¿Ah, sí? -Rick se guardó la tarjeta en el bolsillo.

– Si no te lo crees puedes ir tú mismo a preguntárselo. -Ella señaló detrás de él.

Rick se dio vuelta y observó a Lee, que salía del edificio cargado con un par de cascos y de trajes de motorista de una sola pieza. Llevaba un mapa en el bolsillo delantero de la chaqueta. Aunque vestía prendas muy voluminosas, la imponente complexión de Lee resultaba evidente. Miró a Rick con desconfianza.