– Vamos -dijo.
Sobre la arena mojada, ella apuró el paso. Él conservaba una distancia prudencial, dos zancadas por detrás, pero la apremiaba a seguir con su aliento en la nuca, pisándole los talones para ir más rápido, más duro. ¿Cómo purgaría el dolor a un ritmo tan lento? Necesitaba el aire frío para templar el dolor caliente, el escozor de la sal en sus pulmones.
Por eso la urgía a seguir. Cuando ella quiso detenerse al cabo de dos vueltas, él no quiso. Ni siquiera estaba cansado. Sabía que Rowan podía correr dos o tres vueltas más. Habían corrido muchas veces y ella estaba en excelente forma. ¿Acaso pensaba que él no podría? ¿Que se quedaría por el camino? Ni loco.
Casi habían llegado de vuelta a las escaleras de la casa cuando Rowan empezó a correr más despacio.
– ¡Venga, corre! -le gritó al oído, como un sargento de marines.
Rowan tropezó y cayó de rodillas. Él saltó por encima para no caer sobre ella, pero al rozarla tropezó y cayó al suelo.
Se incorporó rápidamente y permaneció agachado, barriendo la escena con una mirada y con la pistola desenfundada. Es una trampa, fue lo primero que pensó. El asesino había plantado algo en la arena para que tropezaran. ¿Acaso acechaba para dar el golpe?
Sólo vio las casas tranquilas lejos de la playa. No oyó más que el rugido de las olas, la brisa, el graznido de las gaviotas en busca de peces. Ningún reflejo del rifle de un francotirador, ni rastro de trampas.
¿Por qué, entonces, se le había erizado el pelo de la nuca?
– Está despejado, pero tendríamos que volver -dijo John.
Rowan seguía a cuatro patas, y respiraba con dificultad. Él le tendió la mano, pero ella no la aceptó.
– ¿Qué coño? -dijo-. Tenemos que seguir. Eres un blanco perfecto ahí sentada.
– Déjalo. -Rowan se dejó caer en la arena y hundió la cabeza entre los brazos.
– ¿Qué dices? -John se agachó y la levantó a pulso hasta ponerla de pie. Le habían saltado las gafas en la caída, y tenía los ojos llenos de lágrimas. Se tambaleó, incapaz de sostenerse, y cayó contra él, al tiempo que lo empujaba.
– Déjame -murmuró, intentando que le soltara el brazo.
No tenía fuerzas y a John no le costó sostenerla. Pero la dejó ir. Ella volvió a derrumbarse en la arena, con las piernas como dos plumas.
– Déjame. Él vendrá. Tú vigila desde el balcón y, cuando venga, lo matas. En mi armario hay un rifle de francotirador.
¿De qué diablos hablaba? ¿Utilizarse a sí misma como cebo? Si Rowan moría, John perdería a otro ser querido. No podía dejarla morir, y no lo haría.
La miró a la cara, enrojecida por el esfuerzo y medio cubierta de arena después de la caída. Ella no lo miraba a él sino al mar, con los ojos inundados de lágrimas. Seguía respirando con dificultad y tenía las mejillas hundidas.
Él no quería pensar en su dolor. No quería que le recordaran lo que él estaba haciendo cuando Michael murió. Cómo había manipulado a su hermano y lo había enviado a la muerte.
Cómo había disfrutado estando en brazos de Rowan, abrazándola, penetrándola.
Aquél no era ni el momento ni el lugar adecuado para una relación, ni siquiera para el sexo. Pero Rowan no tenía a nadie. Él no le dejaría ofrecerse al asesino como si fuera un cordero para un sacrificio.
La levantó en sus brazos y la llevó hasta la casa. Cuando Rowan ni siquiera protestó al ser cogida como un bebé, él supo que no estaba del todo bien.
John no había reflexionado sobre cómo se sentía Rowan por el asesinato de Michael. Poco a poco se fue dando cuenta de que todo aquello le provocaba un dolor espantoso. Pero Michael no era su hermano, ni su mejor amigo. Sólo había sido su guardaespaldas.
Aún así, en su imaginación, ella era responsable de que todas aquellas víctimas cayeran en manos del asesino. John debería haber pensado antes en esa asociación, pero había estado demasiado concentrado en conseguir que ella le contara la verdad y luego en llorar la muerte de Michael.
Ella también estaba sufriendo.
La dejó sobre el sofá, pero ella no quería mirarlo, y se quedó tendida mirando el techo. Él la vio esforzarse para controlar sus emociones, y la vio retirar el escudo que había construido con tanto éxito.
Rowan estaba agotada por el esfuerzo sostenido de la carrera además del poco sueño. ¿Habría comido? John lo dudaba. Él no había podido comer el día anterior. Sólo tomó unos cuantos sorbos de la sopa y únicamente porque había obligado a Tess a comer algo.
La dejó y fue a la cocina para servirse más café. ¿Qué iba a hacer ahora? Apenas podía mantener la compostura. ¿Y qué haría para que Rowan mantuviera la suya?
Centrarse, maldita sea; él sabía centrarse. Todos esos meses, y años, persiguiendo a Pomera y sus operativos. Después de que Denny murió, infiltrado en la banda de traficantes y cargándose lenta y trabajosamente a los camellos, uno tras otro. Centrarse. Perseverancia. Paciencia.
Lo haría. Por Michael.
Eso significaba que necesitaba a Rowan y cualquier información que guardara en su cabeza. Aunque a ella le pareciera irrelevante. Y no podría obtener nada de ella si se ponía enferma de culpa.
La comida no era más que combustible, y eso estaba bien, puesto que John no sabía cocinar. Tostó un poco de pan de trigo e hizo un bocadillo de mantequilla de cacahuete con mermelada. Dio por sentado que a Rowan le gustaba la mantequilla de cacahuete con mermelada, puesto que las había comprado. Le sirvió una taza de café y se la llevó al salón.
Rowan no estaba.
– Mierda. -Fue al escritorio y la encontró allí, en un rincón, mirando por la ventana a través de las venecianas parcialmente abiertas.
– Me ha estado observando -dijo, sin volverse, con voz suave y ronca.
– ¿Cómo lo sabes?
– Al principio, fue una corazonada. No me había dado cuenta antes, pero de vez en cuando me sentía incómoda. Un cosquilleo en la espalda, pero no he visto a nadie que me observara de manera extraña. -Sacudió la cabeza y se miró los pies-. Ha estado aquí, John. En mi casa.
– ¿Qué? -John se puso tenso y de inmediato se volvió alerta.
Por fin, Rowan le dirigió una mirada por encima del hombro antes de girarse hacia la biblioteca. En aquel momento, su rostro expresaba todo el tumulto de emociones que normalmente disimulaba.
– Se llevó uno de mis libros. Sé que ha sido él. Se lo dije a Quinn. Él ordenó que registraran toda la casa pero por ahora no hay nada. No creo que sea capaz de aguantar esto, John.
Él tuvo que aguzar el oído para entender qué decía. Dejó el bocadillo y el café en la mesa y se colocó detrás de ella.
– Sí que podrás.
Se estremeció al pensar que el asesino de Michael había estado en casa de Rowan. ¿Habría entrado mientras ella dormía arriba? ¿Cuándo? ¿Cuánto tiempo llevaba acechándola antes de idear ese tormento enfermizo y cruel?
– No soy tan fuerte como piensas. Abandoné el FBI porque era débil.
– Abandonaste porque tenías que descansar. Todos necesitamos un respiro, sobre todo por hacer lo que hacemos. Rodeados por el mal. Luchando contra el mal y no siempre saliendo vencedores.
Ella se giró y le lanzó una mirada, aunque los ojos parecían sorprendentemente vacíos. ¿En qué estaría pensando? ¿Había decidido abandonar?
– Tú nunca abandonaste -dijo-. Nunca renunciaste a luchar por Denny.
– Eso es diferente.
– Don Quijote y los molinos de viento -dijo ella, asintiendo pausadamente con la cabeza-. Yo sólo soy un molino más, John. Vuelve con tu hermana. Ella te necesita. El FBI no me dejará desprotegida.
¿Acaso quería que se marchara?
– No -dijo-, me quedaré hasta el final.
Ella lo miró fijamente, el rostro endurecido, aunque un ligero fruncimiento de los labios delataba un puchero reprimido.
– No puedo vivir con el peso de otra muerte sobre mi conciencia.
– A mí no me pasará nada. -John la cogió por los hombros. No tenía la intención de sacudirla con tanta fuerza, sólo darle un pequeño sacudón para que ella supiera que hablaba en serio. Sin embargo, ella lanzó la cabeza hacia delante y él vio una chispa del fuego presente en su mirada.
Bien. Tenía que saber que su decisión iba en serio.
– Rowan, me quedaré hasta el final. Ese tipo mató a mi hermano. Y ha matado a otras seis personas inocentes. Te está atormentando. No descansaré hasta que esté muerto. -Había querido decir «hasta que sea capturado», pero no se corrigió.
– O hasta que mueras tú -murmuró ella, y se apartó de él. Se detuvo junto a la mesa donde esperaban el bocadillo y el café. Se quedó mirando el pan un buen rato, pero no lo tocó. Se dirigió a la puerta-. Acabo de hablar con Roger. Le he pedido que me mandara todos los archivos sobre la muerte de mi madre y Dani. Me ha dicho que ya los ha enviado. -Se lo quedó mirando. No era una mirada acusadora sino de complicidad-. ¿Cuándo salimos?
– Te lo iba a decir -dijo él, pensando que debería habérselo avisado.
Ella asintió con gesto silencioso.
– En dos horas. Peterson está ordenando los archivos a medida que los reciben de Washington.
– Estaré en mi habitación -dijo ella, y salió.
Maldita sea. ¿Qué había ocurrido? ¿En qué pensaba Rowan? Tenía que saber que él la protegería hasta el final.
Rowan soñaba.
Incapaz de poner fin al sueño, éste ocupaba su mente, casi la calmaba, como una canción de cuna. Ella estaba fuera de su cabaña en Colorado, la casa en forma de A que ella consideraba su hogar. La paz y la alegría. El hogar. Finalmente a solas. La muerte, la violencia y la sangre eran un recuerdo del pasado distante.
Todavía clareaba cuando salió al jardín de la cabaña, pero al volver a entrar ya estaba oscuro. No funcionaban las luces, pero ella oyó a alguien en la planta de arriba. Y abajo. ¿Intrusos? El corazón le latía con fuerza.
Rowan, soy yo.
Michael, dijo ella, pronunciando su nombre en voz alta. Michael, tú estás muerto.
Él rió y ella no pudo reprimir una sonrisa. Los muertos no reían. No hablaban ni le hacían sentirse como si todo fuera a salir bien.
Todo era sólo una pesadilla. Todo. Nada de eso ha ocurrido. Nadie te acecha. Todo saldrá bien.
Gracias a Dios. Quizá las oraciones de Peter habían surtido efecto, y el Dios que ella veía como cruel y perverso tenía algo de bondadoso.
¡Lily! ¡Juega conmigo!
Dani vino corriendo hacia ella y se enredó entre sus piernas. Tenía tres años, y sus coletas oscuras y rizadas botaban en el aire, arriba y abajo.