Una vez más, era como lo de Jessica. Y lo peor era que Michael no lo veía.
John se preparó un bocadillo, y empezó a comer, más por una cuestión de hábito que porque le gustara su sabor.
Si no le fallaba su intuición, a Rowan la habían asignado al caso Franklin y había renunciado después de visitar la escena del crimen. Era probable que le hubieran propuesto tomar una baja antes de que se aceptara su renuncia, con la esperanza de que cambiara de opinión. John sabía que algunos agentes que trabajaban en tareas muy duras a veces necesitaban un tiempo para recuperar la salud mental. De otra manera, se quemaban.
Rowan Smith, un caso clásico de agente quemada. Pero en lugar de integrarse en un cuerpo de policía menor, como hacían otros, o de trabajar como consultora privada, o aceptar un trabajo en un despacho, ella había iniciado una segunda carrera, muy exitosa, escribiendo novelas policiacas. En sus libros ahondaba en los detalles del horror que un ser humano podía infligir a otro, cosas que habría visto no pocas veces, sobre todo en los casos que investigaba.
Pero, quizá no fuera un caso clásico.
John oyó un crujido en el balcón de afuera y se quedó quieto, a punto de dar un mordisco al bocadillo. Se tensó entero ante la alerta. Sus orejas casi se estremecieron buscando localizar a un posible intruso.
Siguieron otros crujidos. Crac, crac.
Alguien subía las escaleras que venían de la playa.
Sin hacer ruido, John dejó el plato y desenfundó su pistola. Cuando se acercó a la puerta lateral sus zapatillas deportivas no crujían sobre el suelo de baldosas. Bajó sigilosamente las escaleras y siguió hacia la playa.
Cuidando de no mostrarse al intruso ocultándose detrás de los pilares de apoyo del balcón, siguió hasta llegar a las escaleras de atrás. Las había revisado al llegar la primera vez y sabía que si pisaba en el exterior del peldaño, evitaba el crujido de la madera.
Se detuvo a unos diez escalones de la parte superior y miró por el pasamanos. Un intruso. Era un joven de unos veinte años. Era alto y delgado y tenía el pelo oscuro. Llevaba un enorme ramo de flores. Si hubiera llamado a la puerta de entrada, John no le habría dado mayor importancia.
El chico llamó a la puerta trasera y apoyó la mano en el vidrio para mirar dentro. Trató de abrir lentamente la puerta.
John se acercó sigilosamente por detrás.
– No se mueva. Tengo una pistola. ¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí?
El chico se giró bruscamente, y miró de un lado a otro, nervioso.
– Es… estoy buscando a… a Ro… Rowan. -Abrió desmesuradamente los ojos al ver la pistola de John y apretó con fuerza el ramo de flores.
– ¿Quién eres?
– Adam. Soy Adam. Eh, Adam Williams. Cuatro-cuatro-cinco, West Toluca Boulevard, Bloque B.
John tuvo la impresión de que el chico era de fiar. Había algo raro en él. Sin embargo, los criminales más astutos sabían fingir. Con voz severa, preguntó:
– ¿De qué conoces a Rowan?
– Ella me… me consiguió mi empleo. Soy su fan número uno. He leído todos sus libros. Ella me consiguió mi empleo. Trabajo para Barry en los estudios. Barry es un tío muy bueno, pero se enfadó conmigo por la jugarreta que le hice a Marcy, y Rowan también se enfadó y yo dije que lo sentía pero pensé que a Rowan le gustarían las flores porque es una chica y mi madre decía «a todas las chicas les gustan las flores, estúpido».
John enfundó el arma, confiando que el chico era quien decía ser.
– Adam. Soy John Flynn, también soy amigo de Rowan.
Adam frunció el ceño.
– ¿Cómo sé que no está mintiendo? Rowan dijo que había un hombre malo que hacía daño a la gente. -Adam dio un paso atrás.
John alzó las manos para demostrarle que no era un enemigo.
– Podemos llamarla. ¿Quieres llamarla?
Adam asintió con un gesto enérgico. Luego paró, y negó con la cabeza con la misma convicción.
– No, podría ser una trampa. Podría ser que usted le haya tendido una trampa. No, ella debería mantenerse alejada. Tiene un guardaespaldas, ¿sabía eso?
– Lo sé. Es mi hermano, Michael. ¿Tú lo conoces?
Un aire de reconocimiento pasó fugazmente por la expresión de Adam, pero siguió alerta.
– Podría ser -dijo, como un chico desafiante.
John metió la mano en el bolsillo y sacó su teléfono móvil.
– Voy a llamar a Rowan y ella vendrá a casa y hablará contigo. ¿De acuerdo? -Cuando vio que el muchacho seguía indeciso, dijo-: Tú también podrás hablar con ella. Ella te dirá que no soy un peligro, luego entraremos en la casa y esperaremos.
– De acuerdo -aceptó Adam, con voz queda.
John marcó el número del móvil de Michael, recriminándose por no tener el número de Rowan.
– Mickey, soy John. Déjame hablar con Rowan.
– ¿Por qué?
– Porque tengo una situación delicada aquí y quiero que ella me ayude.
– Dime de qué se trata.
Maldito sea. Quería hacerse el duro.
– Adam Williams ha venido a saludarla y no está seguro de que yo no sea el tipo malo del que le advirtió Rowan. Quiero que hable con él.
– ¿Adam? ¿El chico retrasado?
John hizo una mueca, temiendo que el chico lo hubiera oído.
– Sí, el fan número uno de Rowan.
– Ya sospechaba que tramaba algo. Tú, retenlo ahí. Yo llamaré a la policía y…
– No, Michael -dijo John, con voz más severa de lo que era su intención-. ¿Puedes hacer el favor de…?
– Mira, John, llevo trabajando en este caso mucho más tiempo que tú y… -John oyó la voz de Rowan en el trasfondo, pero no lo que decía. En sordina, oyó que Michael decía: «Pero no estás segura de que sea inofensivo. ¿Por qué no le pedimos a la policía que hable con él?»
– ¡Por supuesto que no! -exclamó Rowan, lo bastante fuerte para que John la escuchara. Más voces en sordina, y luego se puso Rowan.
– ¿John?
– Soy yo.
– Déjeme hablar con Adam.
John no pudo evitar una sonrisa, pero al mirar a Adam, se puso serio. El chico estaba estrangulando los lirios.
– Adam, Rowan quiere hablar contigo.
Con las manos temblando, él chico cogió el móvil.
– ¿Ho… Hola?
John observó mientras la expresión de Adam pasaba del miedo a la preocupación, y de ésta a la calma. Y otra vez preocupación.
– No… no se lo pedí a Barry. Yo lo había visto bastantes veces, y pensé que podía hacerlo. No le hecho nada al camión, te lo prometo. -Pasaron varios minutos, pero al parecer lo que Rowan dijo apaciguó a Adam-. ¿Puedo esperarte aquí? -La respuesta fue probablemente sí, porque Adam sonrió, fascinado, y le devolvió el móvil a John-. Rowan quiere hablar con usted.
– ¿Rowan?
– John, llegaremos en quince minutos. Le he dicho a Adam que podía esperarme. Tendré que llevarlo de vuelta a Burbank. No tiene carné de conducir.
– Yo lo llevaré.
– ¿Lo haría? -preguntó, después de un silencio.
– ¿Y por qué no?
¿Qué pensaba que era? ¿Un gilipollas? Era evidente que Adam era un poco lento. También adoraba a Rowan. No pretendía hacerle daño y era probable que en la ciudad no lo pasara muy bien.
– Yo… de acuerdo. Se lo agradezco.
Rowan colgó y John se quedó mirando el teléfono un momento. Rowan Smith era un alma desconfiada, lo cual no le molestaba, salvo que, al parecer, no confiaba en él .
Y luego, él había invadido deliberadamente su espacio, y le había hecho preguntas muy duras, la mayoría de las cuales todavía estaban sin respuesta. Y, además, la consideraba una mujer cautivadora.
¿Qué era eso tan fascinante que tenía? Desde luego, era una mujer guapa. Su pelo rubio casi blanco tenía un aspecto suave y sedoso, y a él le encantaría acariciarlo. Tenía un olor fresco y natural. Y sus ojos, esos ojos gris azulado le mostraban sus sentimientos con tanta o más claridad que sus palabras o su manierismo.
Rowan se devanaba los sesos pensando en qué había hecho para merecer la atención de ese loco. John la admiraba por su manera de centrarse, por su tesón y por aquella carrera que había dejado. No entendía por qué había renunciado, pero era evidente que algo del asesinato de los Franklin la había sacudido. ¿Se había quemado? No era típico de una personalidad como la suya, al menos de la persona fuerte e independiente que mostraba al mundo.
Sin embargo, Rowan era una persona introvertida y particular, y le retenía información sin reconocer lo importante que era, lo valioso que podía ser. A John no le gustaban los engaños, intencionados o no y exigía que todas las personas con que trabajaba actuaran con la misma franqueza. Que confiaran en él. Era un código de honor necesario en las selvas de América del Sur, en las calles de México y en todos los puertos del litoral donde recalaba la droga. Si no podía confiar en ella, ¿con qué contaba?
Y si ella no confiaba en él, ¿cómo podía acercarse a ella?
Era lo que quería. Descubrir qué la hacía vibrar. Como su amigo, Adam. Era un chico un poco lento, pero ella le había prestado atención cuando era evidente que no lo había tenido fácil en la vida. Otra faceta de su compleja personalidad.
– Adam, ¿qué te parece si entramos en la casa?
– Está cerrada.
– Lo sé. Pero yo tengo una llave de la puerta lateral. -John lo condujo al interior y en sólo unos minutos ya tenía a Adam sentado ante la barra del centro. El chico todavía sostenía en las manos las pobres flores.
– ¿Quieres que las ponga en un jarro con agua?
– Son para Rowan.
– Lo sé. Pero las flores necesitan agua.
– Sí, es verdad. Necesitan agua. -Adam parecía intimidado, y a John le dio pena. Por el comentario de antes, su madre no le había prestado ningún apoyo. Era evidente que Rowan lo había acogido una paciencia de santa. John no podía dejar de sentir admiración por ese detalle.
Encontró un florero en la estantería de arriba de la despensa y lo llenó de agua, y luego vació el paquete de cristales que venían con el ramo para prolongar su lozanía. Arregló las flores en el florero y sacudió la cabeza.
– No soy muy bueno con estas cosas.
Adam las arregló un poco y adquirieron un aspecto mucho mejor.
– He roto una -dijo Adam, frunciendo el ceño.
– No importa. Todavía se sostiene. -John cogió el florero, lo llevó al comedor y lo dejó en el centro de la mesa. Desde la abertura que daba a la cocina, preguntó-: ¿Están bien aquí?
Adam se asomó, las vio y sonrió.
– Sí. Son muy bonitas.
John volvió a la cocina.