A Rowan no le costaba imaginarse a Flynn de agente secreto en el hemisferio sur. Pero, la cárcel… no podía imaginárselo atrapado en una celda. Tenía demasiada energía en la mente y en el cuerpo. Su intuición le decía que John preferiría morir que estar encerrado.
– ¿Y la CIA logró sacarlo?
– No. Escapó. Desde entonces, apenas trabaja para el gobierno. Yo diría que tendrá sus razones.
Yo también.
– Rowan, los lirios podrían ser una coincidencia.
Ella cerró los ojos.
– No, Roger, no ha sido una coincidencia. Adam dijo que un hombre se los había recomendado. Es él.
– ¿Quién?
– El asesino. Estoy segura.
– Pondré a Peterson a trabajar en ello enseguida.
– De acuerdo -convino ella-. Pero dile que no presione a Adam. Adam es un chico inteligente, pero no es como los demás. Es un poco lento. -Guardó silencio y se frotó los ojos-. Roger, ¿cómo es que sabe mi nombre? -preguntó, con voz temblorosa.
– Supongamos que este tío va a por ti. No sabemos por qué. Quizás alguien implicado en uno de tus casos. Es evidente que planifica las cosas minuciosamente. Los asesinatos están bien ejecutados, bien planeados y a ti te está torturando psicológicamente. Es probable que también haya investigado tu vida. Yo he guardado tus archivos con mucho celo, pero todavía existen.
– ¿Has podido profundizar en el asesinato de los Franklin? He leído los archivos. No es un caso cerrado. Hay algo ahí. Tiene que haber algo.
Porque si no había nada, quería decir que alguien que la había conocido de pequeña era un asesino.
– El hermano de Karl Frank siempre ha dicho que era inocente. Nos pusimos en contacto con él y el tipo estaba amargado. No quería hablar. Mañana iré a Nashville a hablar personalmente con él.
Era una esperanza.
– ¿En serio? ¿Crees que podría ser él?
– No lo sé, Rowan, pero estamos trabajando con todas las hipótesis.
– Roger, ¿qué pasa si es alguien relacionado con mi infancia? Alguien que sabe lo que sucedió. Que conoció a Dani. Las coletas, los lirios… está todo relacionado.
Roger soltó un suspiro ruidoso. Cuando habló, le temblaba ligeramente la voz.
– Rowan, escúchame. No te metas ahí. No puedes seguir reviviendo el pasado. Todos los que están relacionados con esa noche han muerto.
– Pero…
– Lo prometo. Miraré los archivos esta noche. Te prometo que no dejaré de mirar hasta en el último rincón. No queda nadie vivo, excepto tu tía en Ohio, pero no creo que ella sea la responsable.
Rowan se desmoronó. Su tía. La mujer que no la quería a ella ni a Peter. La mujer que les cerró su puerta diciendo que eran la semilla del diablo.
– No voy a asistir al estreno el viernes por la noche -susurró.
– ¿De tu película?
– Demasiado peligroso.
– Peterson ha dicho que lo tiene cubierto.
– Quizá, pero este cabrón sería capaz de volar el cine.
– ¿Eso crees? -preguntó Roger, con voz queda.
Rowan se frotó la cabeza.
– No -reconoció-. Todavía le queda por cometer un asesinato. De mi cuarta novela. Pero ya se ha salido del guión en una ocasión. Podría volver a hacerlo.
– La policía de Washington DC ha difundido una advertencia a las mujeres de pelo castaño en toda la región -dijo Roger-. No vamos a quedarnos de brazos cruzados sin hacer algo para protegerlas.
– Ya lo sé, pero… -dijo, y calló. ¿Cómo iban a proteger a todas las mujeres de menos de treinta años que viajaban a Washington D.C.? No todas las personas escuchaban las noticias o leían los periódicos, o creían que su vida corría peligro.
Eso era el meollo del asunto. A mí no me pasará. Yo estoy a salvo. ¿Cuántos sobrevivientes le habían dicho: No pensé que me podía pasar a mí. Jamás pensé que podrían secuestrar a mi hija. Sólo me ausenté un minuto. Tenía el coche frente al edificio. El aparcamiento estaba iluminado.
Una y otra vez. Pensarían que si corrían lo bastante rápido, el mal no sabría que habían bajado la guardia.
Rowan se estremeció y expresó su miedo.
– Aunque mi editor haya retrasado la salida de mi próximo libro, puede que el asesino consiguiera una copia. Ha habido suficiente publicidad y reseñas como para que tenga una idea de los crímenes en cuestión. Quizá sería conveniente advertir a las prostitutas de Dallas y Chicago que extremen sus precauciones.
Roger Collins colgó y envió un correo electrónico a sus hombres para que contactaran con los departamentos de policía de Dallas y Chicago lo antes posible. Revisó su itinerario de vuelo a Nashville y tomó notas para su conversación con el hermano de Karl Franklin. Durante todo ese tiempo, no podía quitarse de la cabeza el miedo de Rowan.
Lily.
¿Quién conocía su pasado? Él había ocultado muy bien la información para protegerla, para permitirle llevar una vida normal. Pero Rowan nunca había tenido una vida normal. Incluso antes de la violencia que le había arrebatado a su familia, creció en un ambiente cruel con un padre rabioso y una madre asustada.
Había intentado convencerla de que no pensara en su infancia. Por primera vez en su vida le preocupaba que las mentiras que le había contado hacía tantos años ahora le pasaran factura. Pero ¿cómo podría haberlo sabido?
Después de llamar a Gracie para decirle que hoy también volvería a llegar tarde, se dirigió a su caja fuerte personal y sacó la gruesa carpeta donde estaba recogido el pasado de Rowan. El pasado que él había intentado sepultar por ella. Para protegerla. Para darle una oportunidad.
Pero ella nunca había tenido esa oportunidad. Y esos latidos punzantes que sentía en la cabeza le hicieron entender que había cometido un error fatal.
Se sentó a su mesa y abrió la carpeta. No se movería de ahí sin antes haber revisado hasta el último registro para ver si no habría pasado por alto algún detalle.
O a alguna persona.
John miró a Adam sentado rígidamente en el asiento del pasajero del destartalado camión. Frunció el ceño, preocupado por la actitud retraída del joven. No sabía gran cosa acerca de Adam, pero intuía que la reacción de Rowan lo había afectado profundamente.
Antes de que la carretera 101 virara hacia el este, alejándose de la Autopista de la Costa, John vio el puesto de flores. Había pasado por ahí varias veces en los últimos días, pero no le había prestado atención.
– ¿Es aquí donde compraste los lirios? -preguntó a Adam.
Él asintió con un gesto casi imperceptible de la cabeza y, con una maniobra ilegal, John atravesó la calzada.
– Hablemos con el hombre que te las vendió.
– No quiero -contestó él, y se cruzó de brazos con un mohín.
– ¿Recuerdas lo que te he dicho, Adam? Ese hombre que viste podría ser el que ha hecho daño a todas esas personas. El que ha herido a Rowan. Sé que tú estimas a Rowan y no quieres que nadie le haga daño.
John no presionó más, dándole tiempo a que pensara en esa información. Pasaron varios minutos, y de pronto Adam abrió la puerta sin siquiera mirarlo.
Bien, pensó John, y bajó por su lado.
Adam caminaba arrastrando los pies, pero siguió a John hasta el mexicano delgado que atendía el puesto de flores.
– Hola, señor.
– Hola -contestó el hombre. Miró a Adam y sonrió-: ¿Le han gustado las flores a la señora? -preguntó, con un gesto hacia los coloridos arreglos florales.
Adam miró, con la frente arrugada, y negó con la cabeza.
– Señor -siguió John-, mi amigo -dijo, y le dio a Adam unas palmadas en la espalda para identificarlo y tenerlo a su lado-, conoció aquí a un hombre. ¿Lo recuerda usted?
– ¿Si lo recuerdo ? -asintió el hombre, en español-. Sí .
– ¿Puede describirlo? ¿Su pelo? -preguntó, tocándose el pelo.
– Sí, un pelo como la arena.
– ¿El mismo color de la arena?
El hombre asintió y señaló hacia la playa, allá bajo los acantilados. Rubio, pensó John. Un poco más oscuro.
– ¿Le vio los ojos?
El hombre negó con la cabeza.
– Llevaba gafas de sol . Gafas oscuras.
Maldita sea.
– ¿Altura? -preguntó, alzando la mano.
El hombre miró de John a Adam.
– Como él -dijo, señalando a Adam y luego juntó los dedos, dejando unos centímetros-. Más alto.
– ¿Recuerda usted qué conducía? ¿Su coche?
– Un sedán. Como un Ford -dijo, y se encogió de hombros-. No estoy seguro.
– ¿Recuerda por dónde se fue?
El hombre señaló hacia Los Ángeles. Alejándose de Rowan. ¿Habría ido hasta su casa? El tipo sabía dónde vivía, pero el hecho de que estuviera acechándola preocupaba a John por varios motivos.
– Compró un lirio y lo lanzó por el acantilado -dijo el hombre, señalando hacia el otro lado del camino-. Me extrañó, pero no hice preguntas.
Había comprado un lirio y lo había tirado barranco abajo. Mierda.
– ¿Cómo vestía?
– Bien. Pantalones marrón claro. Una camisa como la suya -dijo, y señaló el polo de John-. Azul -añadió, encogiéndose de hombros-. No recuerdo más. Un individuo de aspecto agradable, de unos cuarenta años.
Nada que lo distinguiera demasiado. Al menos era más de lo que tenían antes, pensó John. Le dio las gracias al hombre y volvió con Adam al camión.
– ¿Recuerdas alguna otra cosa? -Adam no le contestó, pero John insistió-. Yo creo que recuerdas algo. Creo que hay algo que no me has contado.
– No, no -replicó Adam-. No te enfades conmigo tú también.
John suspiró, intentando ser paciente.
– No estoy enfadado contigo, Adam. Ha sido un día duro para ti, lo sé. Pero si recuerdas algo, aunque no te parezca importante, necesito saberlo.
Adam se mordió el labio.
– Parecía alguien conocido.
– ¿Conocido? ¿Cómo si lo hubieras visto antes?
– Puede ser -dijo él, encogiéndose de hombros.
– ¡Piensa, Adam! Es muy importante. -John no quería perder la calma, pero su frustración iba en aumento.
– No lo sé. Simplemente me pareció familiar. Como si lo hubiera visto antes. Soy un estúpido. No lo recuerdo. ¡Soy un estúpido! -dijo, y dio un puñetazo en el salpicadero.
John respiró hondo y puso el camión en marcha.
– No eres un estúpido, Adam. Ya lo recordarás. Y cuando lo recuerdes, quiero que me llames. -John escribió el número de su móvil en una tarjeta y se la entregó-. Llámame cuando quieras y cuéntame cualquier cosa que recuerdes. ¿De acuerdo?