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El asesino había revisado sus tres primeros libros y de cada uno había escogido un asesinato. Doreen Rodríguez. La florista. La familia Harper. Un libro más. Y le tocaba a ella. Una víctima más y le vería la cara.

Salvo que él quisiera seguir jugando con ella. Utilizar su quinto libro, que saldría la próxima semana. Esperar y volver a matar.

– Para -dijo, casi gritando.

Michael se detuvo delante de ella y la miró por encima del hombro.

– ¿Qué? ¿Qué has visto?

– Nada. Nada. Tengo que hacer una llamada.

– No aquí en la calle.

– Es importante. -Sacó el teléfono móvil y marcó el número privado de Roger.

– Collins.

– Roger, soy yo.

– ¿Qué ocurre?

– Llama a mi editor. Tienes que parar la distribución de los libros. Está previsto que estén en la calle la próxima semana.

– Necesito una orden judicial, y…

– No, no, ellos lo pararán. Hasta que atrapen a ese tipo. Si no, conseguiremos una orden judicial para que lo retrasen.

– Me ocuparé de ello.

– Quiero hablar contigo más tarde. Sobre el asesinato de los Franklin.

– ¿Has encontrado algo? -Parecía optimista.

– No, todavía no, pero tengo todo el archivo y volveré a revisarlo. -Miró a Michael, que miraba atentamente la calle-. Estoy segura de que no encontraré nada que otros no hayan visto, pero un par de ojos más… no lo sé. -Por primera vez, dudó de sí misma. Quizá se estaban arrimando al árbol equivocado, desperdiciando tiempo y recursos. Pero ¿qué alternativa tenían?

– No dejaremos piedra sin levantar, Rowan. Yo te lo prometo. -La voz de Roger sonaba convincente, a casi cinco mil kilómetros de distancia-. Lo cogeremos. Es sólo una cuestión de tiempo.

– Pero ¿quién morirá antes de que eso suceda?

Rowan colgó. Hablaría con él por la noche, pero no se esperaba nada nuevo.

¿Conocía ella al asesino? ¿Lo había visto? ¿O sería un tipo que se había obsesionado por algún delirante motivo y lo había averiguado todo sobre ella, su pasado, su presente? ¿Reconocería al asesino si lo viera?

¿Cuánto la haría esperar? Los tres primeros asesinatos se habían producido en una semana. Pero ella sospechaba que aquel asesino quería hacerle sufrir. Inquietarla. Que tuviera miedo. Casi podía sentir cómo se alimentaba de su miedo, como si gozara viéndola temblar y encogerse de miedo. Se enderezó. Si se alimentaba de miedo, no sería el suyo.

No le daría esa satisfacción.

Durante toda la semana, Adam se sintió culpable por haberle hecho la mala jugarreta a Marcy, aunque se lo mereciera por esas cosas horribles que había dicho sobre Barry. Barry era su amigo y nunca le gritaba, y era siempre amable y le dejaba estar en el viejo taller de efectos especiales para que viera todo ese material tan entretenido. Pero la jugarreta había molestado a Rowan, y Rowan también era su amiga. Lo escuchaba y se preocupaba por él como nunca lo había hecho su madre. A veces deseaba que Rowan fuera su madre, aunque eso era una tontería porque era demasiado joven. Pero sería una buena madre, y no le gritaría ni le diría que no valía nada y que nunca debería haber nacido.

Adam se había disculpado con Barry todos los días hasta hoy, cuando éste le había dicho que dejara de repetir «lo siento» porque, después de un tiempo, ya no significaba nada. Adam no entendía eso, porque lo lamentaba de verdad, pero Barry era listo y sabía cómo funcionaban las cosas, así que Adam dejó de decir «lo siento».

Pero no había visto a Rowan en toda la semana. No había venido a los estudios ni lo había visitado ni nada, y él la echaba de menos. ¿Qué pasaría si Rowan estaba enojada con él? Le dijo que no, que no lo estaba, pero la gente siempre mentía. Rowan nunca le había mentido, pero quizás esta vez estuviera mintiendo.

No había podido comer ni dormir los últimos dos días porque le preocupaba que a Rowan ya no le cayera bien. Tenía que encontrarla y decirle que lo sentía mucho.

Adam no tenía carné de conducir, pero Barry a menudo le dejaba conducir por la zona de estacionamiento. No se lo pensó dos veces y decidió tomar prestado uno de los camiones de los estudios y conducirlo hasta Malibú. Era emocionante conducir por la autovía. ¡Tanto poder! Por primera vez se sintió como una persona normal, casi como si fuera un chico integrado.

Había ido a casa de Rowan en una ocasión. El mes pasado, cuando él le contó a Rowan que nunca había visto el mar a pesar de haber vivido toda su vida en Los Ángeles, y ella inmediatamente lo había llevado a su casa.

El mar le daba un poco de miedo, pero eso no se lo contó a Rowan. Desde su balcón, era muy bonito, y ella le dejó quedarse hasta la puesta de sol, y eso era lo más bello que había visto en toda su vida. Bueno, casi. Rowan era más guapa que el sol. Miraba con una hermosa sonrisa mientras cambiaban los colores en el cielo.

Adam no recordaba cómo llegar a su casa, así que imprimió un mapa del ordenador.

Rowan nunca lo trataba como si fuera un estúpido. No como Marcy y los otros actores, que lo llamaban el chico retrasado de escenografía. A Barry no le gustaba esa palabra, y hablaba en voz baja cuando la oía, y Adam sabía que Barry intentaba levantarle el ánimo, aunque no podía. Sólo con Rowan se sentía mejor y, si él no entendía algo, ella lo volvía a explicar hasta que él lo entendía, y nunca suspiraba ni fruncía el ceño ni tenía esa mirada como si quisiera estar en cualquier otra parte en lugar de estar con él.

Tomó la Autopista uno a Malibú y vio un puesto de flores junto al camino. ¿Le gustarían las flores a Rowan? Había oído a Barry decirle a uno de los cámaras que comprara una docena de rosas para su novia porque a las mujeres les gustaban ese tipo de cosas. Rowan era una mujer y también le gustarían las flores, dedujo Adam.

Se desvió hacia el arcén de gravilla. Se asustó cuando el camión botó con tal fuerza que él se golpeó la cabeza en el techo. Redujo la velocidad hasta detenerse y esperó que su corazón volviera a latir normalmente. Quizás esto de conducir no fuera tan fácil como parecía. Bajó con cuidado del camión y el viento frío le dio en la cara. Unos acantilados enormes, a sólo unos metros, caían hacia el océano. Adam sintió que se mareaba, y de pronto entendió cómo se sentía Scottie, en Vértigo . Se alejó todo lo que pudo del borde sin pisar la autopista.

El hombre que vendía flores tenía la piel oscura, pero no era negro. Tenía unos ojos marrones pequeños y una sonrisa muy simpática que tranquilizó a Adam. Al fin y al cabo, nunca había comprado flores para una chica.

Un coche negro se detuvo detrás del camión de Adam, pero él ni se dio cuenta. Señaló las rosas.

– Son rosas, ¿no? -preguntó.

– Sí, señor -dijo el hombre-. Un dólar cada una, o diez dólares la docena.

Una docena, una docena.

– ¿Eso es doce rosas por diez dólares?

– Sí, señor.

Adam tenía diez dólares. En su cartera tenía un billete de veinte, uno de diez y tres de un dólar.

– De acuerdo -dijo, con voz pausada, queriendo tener la certeza de que su decisión era correcta. A él le gustaban mucho las rosas, pero, ¿le gustarían a Rowan? Eran muy bonitas. Blancas o rojas, rojas o blancas. ¿Quizá seis de cada color?-. Me puede dar unas blancas y otras rojas.

– Sí, señor.

El hombre del coche negro se les acercó.

– ¿Comprándole flores a tu chica?

Adam miró al hombre, que le pareció vagamente familiar, aunque no sabía por qué. Tenía el pelo rubio tirando a castaño, un poco largo, y llevaba gafas de sol. Tenía un aspecto agradable e iba bien vestido. Adam pensó que el naranja conjuntaba bien con el marrón, aunque Marcy siempre se burlaba de su manera de vestir. Retro cutre, lo llamaba, y luego se echaba a reír.

– N… no -balbuceó Adam, y movió los pies. Por cómo vestía, aquel hombre tenía dinero, y a los hombres con dinero no les gustaba hablar con los chicos de escenografía. Muchos hombres que venían a los estudios tenían dinero, pero ninguno de ellos le hablaba, y si él les decía algo ellos se enfadaban.

– ¿Una amiga?

– Sí. -Lo dijo con voz queda y le lanzó una mirada al florista, que los observaba.

– ¿Qué querías comprar?

– Rosas.

– Ah, rosas. Las rosas son encantadoras.

Adam se animó.

– Sí, ¿de verdad? ¿Eso cree?

Él dijo que sí con la cabeza. Adam inclinó la suya, preguntándose de qué conocía a ese hombre, aunque no recordaba dónde lo había visto. Arrugó la frente. Detestaba ser tonto. Así lo llamaba su madre, tonto y estúpido.

– Sí, creo que las rosas son muy bonitas -dijo el hombre.

– Quiero una docena de rosas -dijo Adam, decidido, al hombre de piel morena.

– Eso sí -dijo el hombre de dinero-, yo conozco la flor perfecta de la amistad.

Adam frunció el ceño, confundido. ¿Acaso no acababa de decirle que las rosas eran encantadoras?

– Mejor que las rosas.

– Oh, sí. -Se inclinó hacia delante y sacó una flor blanca, larga y bella, que casi parecía una copa-. Huele esto.

Adam olfateó. No olía nada, pero la flor era bella. Bella como Rowan.

– ¿Cómo se llama ésta?

– Es un lirio cala. Y creo que a su amiga le encantará.

– Más que las rosas.

– Ya lo creo que sí.

Daba la impresión de que el hombre adinerado sabía de qué hablaba y Adam no sabía nada de flores.

– Vale -dijo-. Una docena de lirios cala.

– Buena elección -dijo el hombre.

El hombre de tez oscura envolvió las flores en papel y Adam pagó quince dólares en lugar de los diez de las rosas. Pero no importaba, porque Adam sabía contar el cambio y recibió cinco billetes de dólar, que guardó cuidadosamente en su cartera antes de coger las flores.

Cuando se dirigía de vuelta al camión, recordó sus buenas maneras. Se giró y le hizo señas al simpático hombre.

– Gracias, señor -dijo.

– Me alegro de haberle ayudado -dijo el hombre, levantando un brazo.

Adam volvió al camión que había tomado prestado, emocionado tras haber comprado las flores perfectas de la amistad. Lirios cala.

Las dejó con cuidado sobre el asiento y las contempló con admiración. Sonreían y eran bellas, eran blancas, como el pelo de Rowan. Sí, seguro que le gustarían.

Puso el camión en marcha y volvió a incorporarse con prudencia al tráfico, sin darse cuenta de que el hombre miraba cómo se alejaba.