Cuando dio media vuelta al final de la playa, los pulmones le quemaban y sentía un hormigueo en la piel. El pelo le azotaba la cara y la brisa del mar le daba en las mejillas. Nunca se sentía tan viva como cuando corría. Sobre todo allí, a la orilla del mar. Si no estuviera tan prendida de su cabaña en el bosque, pensaría en mudarse a la costa.
Rechazó esa idea en cuanto se le ocurrió. Demasiada gente. Y, además, detestaba esa casa que había alquilado. Demasiada luz, demasiado blanca, demasiado expuesta.
Pero en la playa se sentía en paz. Sabía que siguiendo la costa, al norte de San Francisco, había unas casas frente al mar pero aisladas. Demasiado frío para nadar, pero ella no necesitaba nadar. Sólo necesitaba ese penetrante aire salado, el ancho mar siempre agitado y la playa plana y húmeda. Cuanto más frío, mejor. Tener frío era estar vivo.
Empezó a subir las escaleras de madera que iban de la playa hasta el balcón de la casa cuando John se le acercó, la cogió por el brazo y la hizo girarse. Quedaron cara a cara, ella un peldaño por encima de él.
John respiraba con dificultad, y Rowan se alegró. A ella también le costaba respirar, pero no había aflojado durante toda la carrera. La resistencia era clave.
El sudor le había pegado la camiseta al pecho, delineando unos músculos sutiles y firmes. Su cara parecía inexpresiva, pero sus ojos verde oscuro brillaban. ¿Era rabia? ¿Frustración?
¿Añoranza?
Rowan parpadeó y la sensación ya no estaba. John frunció el ceño al mirarla, y ella se fijó en sus labios… unos labios generosos que daban ganas de besar. Todo su rostro reflejaba una sutil virilidad, la de un hombre que se sentía cómodo consigo mismo, que conocía su lugar en el mundo, que no era precisamente un lugar inferior. En su mandíbula cuadrada asomaba un hoyuelo, y no se había afeitado. Tenía una barba condenadamente sexy.
Rowan volvió a mirarlo a los ojos y deseó no haberlo hecho. Volvió a sentir que John veía sus más recónditos pensamientos.
Tragó saliva sin darse cuenta.
– Usted cree que tiene las cosas bajo control -dijo él, con voz grave, ronca, dura como su barba. John se inclinó hacia delante, con el pecho todavía agitado tras la carrera de quince kilómetros-. Averiguaré qué es lo que nos oculta. Y le aseguro, Rowan, que si se trata de un estúpido juego del FBI y mis hermanos resultan heridos, usted pagará por ello.
Rowan siguió mirándolo con rostro inexpresivo, pero sintió que una corriente de rabia y temor se disparaba con sus palabras.
– Ninguno de mis secretos tiene nada que ver con esto. -Mientras lo decía, temió estar equivocada. ¿Cómo, si no, sabía el asesino lo de las coletas?
Tenía que ser una coincidencia.
Por eso había renunciado al FBI después del asesinato de los Franklin. Aquellas malditas coletas la perseguían en sus sueños. No conseguía ver las cosas con claridad, no podía investigar un crimen tan cercano a ella. No podía ser imparcial, así que decidió renunciar.
John la miró con un dejo dubitativo y ella desvió la mirada para no tener que enfrentarse a la de él. Él estiró la mano y le hizo girar la cara. Ella le lanzó un golpe de kárate en el brazo y él la soltó con una mueca de dolor. Rowan aprovechó para liberarse de un tirón.
– No me toque -masculló entre dientes.
Él alzó las manos como diciendo «tranquila, no la tocaré» y con un gesto le dijo que se situara a sus espaldas. Ella obedeció de mala gana, pero desenfundó su arma, sintiendo que el ritmo cardiaco se regularizaba nada más empuñar el metal con ambas manos. Su pistola la anclaba a la realidad. John miró su Glock de reojo, asintiendo con un gesto casi imperceptible, un asomo de sonrisa.
Ella frunció el ceño cuando él le dio la espalda y comenzó a subir las escaleras. ¿Qué pasaba con John Flynn?
Cuando Rowan entró por la puerta lateral, lo primero que vio fue a Michael apoyado contra el aparador con una taza humeante de café en la mano. Su actitud relajada contradecía su semblante serio, pero al verla a ella, su mirada se volvió cálida.
Rowan sintió el peso de la culpa en las tripas.
– Perdón -dijo, pasando junto a John. Cuando al pasar le rozó el pecho, reaccionó como si se hubiera quemado.
Sin embargo, el calor le venía de dentro.
A Rowan le bastó un breve contacto visual para saber que John sentía la misma excitación, y los dos se miraron arqueando las cejas. Sin decir palabra, ella se dirigió al pasillo y subió a la segunda planta.
John se frotó el brazo con un gesto inconsciente. No era dolor sino la acuciante necesidad de volver a tocar a Rowan.
– ¿Qué narices estás haciendo? -preguntó Michael en cuanto ella salió de la cocina.
John lanzó una mirada a su hermano, fue hasta la nevera, la abrió y sacó una botella de agua. La bebió entera y lanzó la botella vacía al cubo de la basura.
– Está en forma -dijo John y se cruzó de brazos frente a Michael-. Hay que admirarla.
Michael golpeó con la taza la superficie de granito del mostrador y dio un paso hacia su hermano con los puños apretados.
– No te creas ni por un momento que tú vas a dirigir este caso -dijo, con el rostro tenso.
John alzó las manos.
– Oye, yo sólo he venido para ayudar. Es tu asunto.
– He visto cómo la mirabas.
– Ay, hermano, no soy yo el que anda mirando por todos lados. Te vas a meter en un buen lío si no pones una cierta distancia entre tú y la rubia. -Mientras lo sermoneaba, se daba cuenta de que él hacía exactamente lo mismo.
La única diferencia, pensó, era que él no tenía miedo de herirla si con eso llegaba a la verdad. Era un pensamiento que no se acomodaba bien en su conciencia.
– No sé de qué estás hablando -le espetó Michael-. Llevo aquí casi una semana y ahora llegas tú y comienzas a plantear exigencias, a asustarla y…
– No sigas. -John se apartó del mostrador y dio un paso hacia su hermano-. Está ocultando algo y tú la dejas. Ese «Danny» del que habló tiene algo que ver con esto. Y a menos que empieces a pensar con la cabeza en lugar de con la… -dijo, mirando por debajo del cinturón de Michael-, acabarás muerto.
– ¡Tú no sabes nada de Rowan!
– Ni tú -respondió John, con voz apenas audible-. Y será mejor que empieces a plantearte ciertas preguntas en lugar de andar babeando detrás de la señorita rubiales. Te está utilizando, Mickey. Se vale de la evidente atracción que sientes por ella para no contestar a las preguntas difíciles.
– Tú eres el que babea. No creas que no he visto cómo la mirabas.
John sacudió la cabeza y se apoyó contra el mostrador.
– Mickey, Mickey. Todo esto es calcado a lo de Jessica.
– No pronuncies su nombre.
– ¡Y una mierda si crees que te dejaré cometer dos veces el mismo error! Estuviste a punto de morir porque ella te mintió. Y bien, la boca cerrada de Rowan Smith equivale a mentir, y mi intuición me dice que sabe algo acerca de este asesino. -John intentó pasar al lado de su hermano. No tenía ganas de pelearse con él. Pero Michael lo cogió por el brazo y lo hizo girarse.
– Suéltame -dijo John.
Michael apretó con más fuerza antes de soltarlo.
– No la presiones. Ha vivido un infierno.
Tú no sabes ni la mitad de lo que está pasando, Mickey , pensó John. Sospechaba que Rowan Smith había ido y vuelto del infierno varias veces. Lo adivinaba en sus ojos, unos ojos que ocultaba siempre que podía porque la exponían al mundo. Pero mientras Michael se proponía protegerla para que no volviera a vivir el infierno, John sabía que la única manera de vencer al mal era enfrentándose a él.
Para eso, Rowan tendría que contarlo todo. Y John sospechaba que la única manera de hacerlo sería descubrir la verdad antes que él.
– No te metas en esto -advirtió Michael.
– Demasiado tarde. -Los dos se quedaron mirando. Si la situación no fuera tan jodidamente seria, John se habría echado a reír.
Sonó el teléfono, pero ninguno de los dos hizo ademán de contestar. Cuando sonó por tercera vez, Michael cogió el auricular del teléfono que colgaba de la pared.
– Residencia de Rowan Smith -dijo, con voz huraña-. ¿Quién es? -Guardó silencio y miró su reloj-. Está en la ducha. Estaremos ahí en una hora -dijo, y colgó.
John lo miró alzando las cejas, pero no preguntó quién había llamado.
– Era el agente Peterson -dijo Michael-. Está todo a punto para que Rowan revise el archivo de los Franklin.
– Entonces, te dejaré hacer -dijo John, y se fue hacia el salón.
– ¿Qué harás tú?
– Tengo que hacer unas cuantas llamadas -dijo John, mirando por encima del hombro-. Vigilaré la casa.
– No tienes por qué quedarte aquí.
John se volvió, ceñudo. Lo que Michael quería decir, en realidad, era No quiero que te quedes aquí .
– Ya lo sé -dijo-, pero quiero hacerlo. -Se alejó por el pasillo en busca de un cuarto de baño donde ducharse. Pero de pronto se detuvo y se volvió hacia su hermano.
– Mickey -dijo-, lo siento por el comentario sobre Jessica. Ha sido un golpe bajo.
– Ya está olvidado.
John esperaba que su hermano lo dijera sinceramente. Su discusión era como un escozor que era mejor no rascar, y eso le irritaba. Discutían a menudo, pero siempre terminaban como amigos.
– Ten cuidado, ¿vale?
– Eso haré -dijo Michael. Y sonrió apenas-. Y cuando todo esto haya acabado, podemos batirnos por Rowan Smith como Dios manda.
– No hay nada sobre qué batirse. -Pero mientras lo decía, John cayó en la cuenta de que él también sentía algo por la rubia de marras, algo que no podía reconciliar con su deseo de que Rowan hablara.
Michael se dejaba dominar a menudo por las emociones, y eso le nublaba el juicio profesional, pero John se prometió a sí mismo que eso no le ocurriría a él.
Encontró la ducha al final del pasillo, se desnudó y se metió bajo el chorro de agua caliente. No podía quitarse a Rowan Smith de la cabeza. Su perfil duro y sus ojos suaves. Esa manera de observar todo lo que ocurría a su alrededor sin mover la cabeza. Absorbía el entorno, y le costaba implicarse, pero John siempre sabía cuándo estaba en la misma habitación, aunque no pudiera verla.
Sí, sentía una debilidad por ella. Pero, al contrario de Michael, conocía la diferencia entre el deseo y el amor. No creía en el amor a primera vista, ni en el destino ni en ninguna de esas cosas absurdas. John era un hombre práctico que sabía distinguir entre los negocios y el placer.
Y el trabajo era lo primero.