Capítulo 9
Las fotos en blanco y negro no dejaban de ser ilustrativas, a pesar de la ausencia de color.
Se quedó mirando la foto de Karl Franklin, con la pistola junto a la mano, la mancha oscura en la alfombra clara debajo de su cabeza. La mitad de la cabeza. La otra mitad había quedado aplastada en la pared al pegarse el tiro.
Tras leer los informes sobre el asesinato de los Franklin le sorprendió descubrir que el caso no estaba cerrado. No había suficientes pruebas concluyentes de que Karl Franklin hubiera matado a toda su familia y que luego se hubiera suicidado. Si bien era evidente que se había suicidado, había ciertas discrepancias en las pruebas físicas que señalaban que podría haber muerto antes que las demás víctimas, y que todas las muertes habían sido rápidas.
Rowan no lo sabía. No le había importado lo suficiente para comprobarlo.
No, eso no era verdad. Le importaba demasiado. Era la razón por la que había sufrido esa crisis y por eso había salido corriendo. Había sido demasiado débil.
Técnicamente, se había declarado que el caso era un probable asesinato con suicidio, pero no estaba cerrado. Después de cuatro años, estaba frío. Muy frío.
A menos que Karl Franklin no hubiese matado a su familia. Que alguien los hubiera asesinado sin ser descubierto. El archivo era sorprendentemente escueto. Además de Franklin, no se mencionaba a otros sospechosos. Habían interrogado a los vecinos y a los parientes, y al único miembro de la familia inmediata que todavía estaba vivo. El hijo de Karl, de un matrimonio anterior, estaba en la universidad y tenía una sólida coartada.
Dado que la secuencia temporal era muy ajustada y puesto que en las mejores circunstancias resultaba difícil establecer la hora exacta de la muerte, el probable asesinato y suicidio había relegado el caso al olvido.
Rowan dejó caer con fuerza la carpeta sobre la mesa de reuniones y los contenidos se desparramaron sobre la lustrosa superficie. Quinn se la quedó mirando, sacudiendo la cabeza mientras recogía el montón de papeles. Tess, que trabajaba en un rincón con su portátil, frunció el ceño. Michael, siempre voluntarioso, permaneció junto a la puerta con los brazos cruzados, observándola.
A ella le daba igual. Ellos no lo entendían. ¿Era posible que al abandonar hubiera permitido que escapara un asesino? ¿Era Karl Franklin inocente del crimen del que todos lo acusaban?
Y, si era inocente, ¿era posible que el verdadero culpable hubiera decidido eliminarla a ella por alguna razón desconocida?
– Estaba tan convencida de que encontraría algo -dijo, con voz temblorosa.
Miró el archivo que Quinn se disponía a guardar y vio otra foto. Una foto que había evitado. Como si fuera un castigo por su debilidad, la foto estaba en lo alto del montón.
– Para. -Le cogió la muñeca a Quinn hasta que el cedió.
– ¿Qué pasa? -preguntó, pero ella lo ignoró. Con las manos temblando, cogió la foto con la imagen que la había perseguido durante cuatro años.
Y más.
Rebecca Sue Franklin. Debía estar durmiendo, soñando con la fiesta que había montado con sus animales de peluche y sus muñecas esa misma tarde. En cambio, estaba cubierta con su edredón blanco, con esa mancha oscura, un recordatorio siniestro de que estaba muerta. Asesinada mientras dormía. Un hilillo de sangre oscura se derramaba desde la boca abierta, congelada en el tiempo.
Sus coletas oscuras, enmarañadas durante el sueño, contrastaban con la funda de la almohada, blanca y almidonada. Los animales de peluche, las muñecas y los juguetes que velaban por ella miraban con ojos negros y vacíos. Testigos mudos.
Rowan no se percató de las lágrimas que rodaban por sus mejillas hasta que una cayó sobre la foto. Aquello la sobresaltó y volvió de golpe a la realidad.
– Nada, nada concluyente -dijo, devolviendo la foto de Rebecca Sue Franklin a la carpeta. Cerró los ojos-. Creo que Roger debería dar prioridad a la revisión de este caso. No sé por qué, pero hay algo familiar aquí. ¿Cómo, si no, sabría el asesino lo de las coletas? ¿Por qué mandármelas a mí? Yo nunca escribí que eso sucediera.
– Una coincidencia -dijo Quinn, mientras recogía los papeles.
– Y una mierda, y tú lo sabes. No existen las coincidencias.
– ¡Nos estaríamos mordiendo la cola, Rowan! Persiguiendo un caso cerrado por una corazonada… es un desperdicio de recursos.
– ¿Se te ocurre algo mejor? -preguntó ella. Había gritado, pero no le importaba-. ¿Cualquier cosa? Porque ninguno de mis casos nos ha dado una sola pista… Ésta es la única anomalía.
– Todavía estamos revisando tus otros casos, declaraciones, todo. Lleva su tiempo.
– Ya lo sé, pero este caso es diferente. Era mi último caso. Dani… -dijo, y calló-. Rebecca Sue y sus coletas. Aquello que me mandaron. Tiene que haber una conexión.
– ¿Danny? -preguntó Quinn, confundido.
Rowan lo descartó con un movimiento de la mano, como un lapsus, pero alcanzó a ver que Michael alzaba las cejas. Casi había olvidado que estaba en la habitación.
– ¿No lo ves? -siguió-. Aquí hay algo. Quiero una copia de este expediente. Quiero volver a leerlo.
– No puedo -dijo Quinn, y se frotó la cara con ambas manos-. De acuerdo, llévatelo.
– Gracias.
– Tenemos que hablar de la protección preventiva.
Ella sacudió la cabeza incluso antes de que él acabara la frase.
– Me queda un largo camino, y pienso resistir.
– Ya no eres una agente. No juegues al cuento del poli duro conmigo. Puedo hacer que te otorguen protección preventiva con esto -dijo, haciendo chasquear los dedos-, con que sólo me mires de mala manera. Y no creas que no lo haré. Roger me ha autorizado.
¿Cómo se atrevía? Sintió que se le disparaba el mal genio hasta el punto de ebullición.
– Jamás.
– Es por tu propia seguridad, Rowan.
– No pienso esconderme. No pienso huir. Nunca más.
Michael intervino dando un paso adelante. Le puso una mano en el hombro y le dio un ligero apretón.
– Todos hemos estado sometidos a mucha presión esta mañana. Y ya es pasado mediodía. ¿Por qué no voy a comer con Rowan a algún sitio? De todos modos, aquí hemos terminado.
– ¿Me puedo quedar? -Tess estaba sentada ante una mesa de escritorio en un rincón del despacho que el FBI había habilitado como cuartel general para la información sobre el Asesino Imitador. Estaba atareada tecleando en el ordenador, aunque Rowan no tenía ni idea de qué hacía. Michael había mencionado que el FBI la había aceptado como asesora civil debido a sus conocimientos de informática, después de pasar un control de seguridad. Era algo habitual.
– Claro -dijo Quinn-. Tengo trabajo pendiente. Pediré que traigan unos bocadillos.
– Tengo que salir de aquí. -Rowan echó la silla hacia atrás y se incorporó. Cogió la carpeta y la apretó contra el pecho. Esa noche volvería a revisarla y hablaría con Roger.
Le lanzó una mirada a Quinn y salió. Lo había visto suficiente por hoy. Quinn no entendía. Así como no entendía por qué había traicionado a Miranda. A pesar de su inteligencia y de su buena presencia, Quinn Peterson nunca entendería las claves.
Protección preventiva. Nunca.
Michael la siguió. No había esperado menos. Maldita sea. Lo que ella quería era un poco de privacidad. Los diez minutos que había estado a solas esa mañana en la ducha no eran tiempo suficiente para pensar. Y ahora, con la foto de Rebecca Sue Franklin grabada en la memoria, no tenía ganas de comer, y menos aún de sostener una conversación.
Sacó una gragea de Motrin del bolsillo de su pantalón vaquero y se la tragó sin agua.
Michael la cogió por la muñeca.
– ¿Qué es eso? -preguntó.
– ¿Qué es qué? -dijo ella, soltándose bruscamente de su mano.
– Esa píldora. Es la tercera vez esta mañana que te has tomado una. ¿Qué estás haciendo? -Le puso las manos en los hombros y la miró con los labios apretados.
Rowan miró a su alrededor por si alguien había oído la acusación de Michael. Si la habían oído, fueron lo bastante discretos como para ignorar la escena.
– Suéltame -dijo, entre dientes.
Michael la soltó y se mesó el pelo.
– ¿Qué te estás haciendo?
Ella se metió la mano en el bolsillo y sacó otras tres grageas de Motrin.
– ¿Satisfecho?
Él fue lo bastante sensato como para adoptar un semblante de avergonzado, pero a ella el enfado no se le había pasado.
– Lo siento, yo…
– Olvídalo -dijo Rowan. Cruzó la sala y abrió la puerta principal. Michael la cerró de un portazo.
– Recuerda que yo voy primero.
– Mierda -masculló ella-. Este asunto me tiene harta.
– Ya lo sé. -Michael lo dijo con un aire de simpatía, pero no entendía nada.
John sí entendía. John la entendía a ella. Y ella lo odiaba por eso.
Su intuición le decía que John había trabajado como agente federal en algún momento de su vida. No para el FBI. Quizá para la CIA, pero lo más probable era la DEA. Tenía la presencia sigilosa y los movimientos ágiles típicos de los agentes de la DEA, al menos eso le parecía. Durante su carrera había conocido a suficientes agentes de la DEA y los podía identificar donde fuera.
En cualquier caso, era un militar. Él le había mencionado el Comando Delta, lo mejor que tenía el ejército. Era mayor que Michael, pero demasiado joven para ser un veterano de Vietnam. Delta había jugado un importante papel en la operación Tormenta del desierto y en las hostilidades en Oriente Medio durante las dos últimas décadas, los asesinatos clandestinos, las operaciones de rescate… Se preguntaba cuándo John se había dado de baja. Y por qué lo había hecho. Si es que se había dado de baja.
Quizá tenía tantos secretos como ella.
– ¿Rowan?
Parpadeó, casi como si hubiera olvidado dónde y con quién estaba.
– Pensaba en las musarañas -dijo, dándole la espalda.
– ¿Dónde quieres comer?
– Me da igual -dijo ella, encogiéndose de hombros.
– Tienes que recuperar fuerzas.
– Estoy bien. -Rowan miró calle arriba y señaló un restaurante de comida rápida-. Ése está bien.
Michael hizo una mueca.
– ¿Comida basura? No lo creo -dijo él, y la giró en la dirección opuesta-. He visto un restaurante italiano en la esquina.
– Claro -dijo Rowan, y dejó que Michael la llevara. Era más fácil que discutir. Pero la comida no importaba en ese momento. No después de los asesinatos, las coletas, la espera y la vigilancia y las cábalas sobre cuándo volvería a aparecer el rostro del mal.