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El edificio de oficinas estaba en la otra punta de la ciudad si la referencia era el Silver Bullet, pero bien podría haber estado en la otra punta del universo. La recepción diminuta olía a tabaco y el suelo granulado destrozaba mis flamantes zapatos de tacón. Un cartel de sencillas letras en blanco y negro revelaba solo tres inquilinos: BUFETE JURÍDICO DE RICHARD CELESTE, COMPAÑÍA INMOBILIARIA CELESTE y EMPRESAS CELESTIALES.

No había nada más en la recepción, salvo un vulgar escritorio gris frente al ascensor. Un viejo guardia de seguridad estaba inclinado sobre la mesa examinando la página de deportes mientras se tocaba una oreja en la que llevaba un inmenso aparato para sordos. De los labios le colgaba un cigarrillo. Casi se le cayó de la boca cuando me vio.

– Buenos días, señorita -dijo parpadeando mientras contemplaba mi blusa blanca de seda, el traje negro de cuero cuya falda tenía un largo casi obsceno y las medias negras haciendo juego. El dependiente me había prometido una ropa happening , pero ahora me daba cuenta de que era ropa para ligonas. De modo que había completado el conjunto con mis gafas oscuras, un casco de nuevo cabello pelirrojo y una muestra de lápiz de labios del rojo más rojo que había encontrado en una tienda. Esperaba tener el aspecto de una prostituta profesional y no de una agente secreta aficionada.

– Buenos días tenga usted, señor -murmuré pasando de largo como si no tuviera derecho a detenerme.

– -Eh, señorita, espere, por favor.

– -¿Qué desea, señor? --Di media vuelta sobre mis tacones y sonreí insinuante. O esperaba que resultara insinuante. Traté de recordar las series con prostitutas que había visto en la televisión después de que Hollywood hubiera presentado tantas imágenes positivas de triunfantes mujeres de negocios.

– -Señorita… ¿tiene una cita o algo así? Tengo que saberlo antes de dejarla pasar.

– -Me llamo Linda. Soy amiga del señor Celeste. Una amiga personal, ya me entiende. -Me incliné sobre él con la mano en la cadera.

– ¿Nada más que Linda? -preguntó echándose hacia adelante sobre la silla crujiente. No podía saber si estaba entusiasmado o es que simplemente no me oía.

– Linda, eso es todo. Así es como me llama el señor Celeste y eso es lo que soy. Linda.

El anciano apagó el cigarrillo.

– El señor Celeste aún no ha llegado. No ha llegado nadie todavía.

– Lo sé. Se supone que debía llegar antes que el señor Celeste. Quiere que lo tenga todo preparado y tal como le gusta. -Agité mi nueva cartera negra en el aire como si no se necesitara dar más explicaciones. Contenía el teléfono móvil y tres tampax. Para la fiesta.

– -Oh, oh, ya veo --dijo, y tosió nerviosamente--. ¿Cómo va a entrar en la oficina? No tengo la llave.

– -El señor Celeste me ha dado una, por supuesto. -Mostré la llave de Grun-. Su bufete jurídico está en el segundo piso, ¿verdad? -Un toque de Judy Holliday en aras de la nostalgia.

– Sí, pero ¿cómo sé que no va a robarle? -preguntó el guardia, medio en broma.

– ¿Le parezco una ladrona? -le espeté. Toda una Marilyn. Como si ella hubiera sido tan alta como yo.

– -Eh, no, de ninguna manera. Pero, quiero decir, yo nunca la había visto…

– -Eso se debe a que el señor Celeste siempre viene a mí. --Me di media vuelta y apreté el botón grasiento para subir. Con la viveza callejera de Jane Fonda en Klute. «Soy yo, valiente, ya voy.»

– No sé qué decirle -dijo el viejo guardia poniéndose de pie--. El señor Celeste no me comunicó que tenía una cita con usted esta mañana. --Se acercó al ascensor y se me encaró.

– Pues bien, si yo no subo y lo arreglo todo, usted tendrá que explicarle al señor Celeste por qué yo no he podido subir tal como me dijo. -El ascensor llegó con un sonido tuberculoso y las puertas se abrieron con estrépito. Entré y apreté el botón.

– Espere un momento, señorita Linda. No puedo abandonar mi puesto. -Las puertas empezaron a cerrarse, pero el guardia interpuso sus manos venosas entre ellas e hizo fuerza para mantenerlas abiertas.

Me alarmé. Había más vigilancia de la esperada. No quería ver cómo las puertas le aplastaban las manos.

– ¡Por favor, déjeme subir! El señor Celeste se enfadará si no voy. Cuenta conmigo. ¡Me dijo que era realmente importante!

– -¡Apriete el botón de abrir! --gritó tratando de abrir las puertas. Se abrieron ligeramente y apreté con frenesí el botón de cerrar. De repente, el ascensor empezó a hacer un zumbido continuo y estruendoso.

¡bbbbbbbbbbbiiiiiiiiiiippppppppp!

– Cuando el señor Celeste se enfada, ay, Dios mío, qué mal carácter tiene. Y además tiene una pistola inmensa, ¿lo sabía?

¡BBBBBBBBBBBBBlIIIIIiniIIIIIPPPPPPPPPPPP!

– ¿Una qué? -gritó el guardia.

Al parecer, los decibelios habían interferido con su aparato para la sordera, porque sacó una de las manos de las puertas y se cubrió la oreja mala. Las puertas se esforzaban por cerrarse. Al guardia se le ponían blancas las puntas de los dedos.

– ¡EL SEÑOR CELESTE TIENE UNA PISTOLA!

Me detuve ante la anticuada puerta del despacho, marco de madera con vidrio esmerilado y estrellitas, pensando en cómo entrar. Era peor ladrona que prostituta. Era una graduada de la mejor escuela anónima de detectives. ¿Con qué podía abrir la puerta? No tenía ni una horquilla. Eran de otros tiempos. Intenté abrir la cerradura con toda la basura de mi cartera; primero con el sacacorchos de la navaja suiza; luego con mi foto de carnet. Ambos objetos fracasaron espectacularmente.

A la mierda. Miré si había alguien en el pasillo, me quité un zapato y rompí el vidrio con el tacón. El zapato patentado como herramienta de cacos. Volví a ponerme el zapato, pasé un brazo por el vidrio roto y entré en un santiamén.

La puerta daba a una minúscula sala de espera con un rododendro de plástico que acumulaba polvo en un rincón. Había un desvencijado sofá de tela y una vieja caja de ordenador sobre la mesa de la secretaria. Todo viejo y anticuado, pero no me sorprendió. Los abogados como Celeste evitan dejar nada por escrito; les lleva demasiado tiempo. Pero tienen sus minutas impresas a todo color y se llevan el cuarenta por ciento. Crucé la sala rumbo al despacho de Celeste.

Era la oficina de un fanfarrón, y todas son iguales. Un enorme escritorio descansaba contra una barata mampara con innumerables carpetas de papel manila encima. Las estanterías contenían libros jurídicos de sus tiempos de estudiante, obsoletos y sin tocar porque el teléfono era lo único que importaba. La carrera de Celeste era un volumen mastrodóntico de casos prácticos basado en pequeñas componendas, accidentes laborales en el lugar de trabajo y botellas de Coca-Cola que habían explotado. Convertía las enfermedades crónicas en un medio de vida. Hasta que llegó Eileen Jennings y Celeste pensó que le había tocado la lotería.

Tenía que encontrar su expediente en el archivo. Creía tener algunas pistas sobre el asesinato de Mark, de modo que trabajaba hacia atrás en el tiempo desde la muerte de Bill, apostando a que estaba relacionada con la de Mark. Necesitaba saber algo más de Eileen para averiguar un dato relacionado con la muerte de Bill, de modo que empecé a buscar en los archivos del escritorio de Celeste.

Diez minutos después, tenía en mi cartera lo que me interesaba junto a los tampax, y corrí hacia el ascensor. Hasta que las puertas se abrieron en la planta baja no me di cuenta de que no sabía qué decirle al guardia. ¿Por qué abandonaba la fiesta antes de que llegara el señor Celeste? Mierda.

– Linda -dijo sorprendido desde detrás de su mesa-. ¿Ya se va?

– Tengo que irme. -Caminé lo más rápidamente posible hacia la salida.

– Pero el señor Celeste debe estar a punto de llegar --dijo levantándose lentamente.

– -Tengo que irme. Tengo prisa. Vuelvo dentro de un momento. Me he olvidado… los alicates. --Y traspasé las sucias puertas de vidrio sin volver la mirada.

Caminé por la acera con mis tacones afilados y parpadeando ante la luz brillante de la mañana. La ciudad despertaba lentamente, pero caminé a la sombra de los edificios en prevención de que hubiera policías por los alrededores. Estaba vestida de punta en blanco sin saber adonde ir. Necesitaba un sitio donde leer los documentos de Eileen, pero no podía regresar a mi apartamento subterráneo hasta la noche porque durante el día estaría lleno de empleados. Entonces tuve una idea.

Avancé rápidamente por las manzanas pobres de la calle Locust y entré en el primer restaurante griego que pude encontrar, fui al lavabo a ponerme la falda más larga y quitarme la pintura de los labios. Me coloqué de nuevo las gafas y abandoné el lavabo para encaminarme a donde va todo el que quiere leer en paz. La policía jamás me buscaría allí; era un lugar demasiado público. Llegué justo cuando abrían.

La biblioteca jurídica Jenkins Memorial sólo es frecuentada por dos clases de abogados: los parias que no pueden permitirse una biblioteca propia y los privilegiados que la usan para consultar libros sobre casos de otros estados. Esa mañana, en la Jenkins había abogados de los dos grupos, y todos, sin distinción, miraban con suspicacia entre los bustos de mármol. Los evité y crucé la gran alfombra hasta los estantes metálicos del fondo, donde encontré un lugar solitario y vacío. Me instalé allí, me quité los zapatos, que me estaban matando, y empecé a leer.

El expediente era un lío de hojas amarillas garabateadas con una letra grande e infantil. Al parecer, Celeste solo había mantenido unas pocas entrevistas con Eileen y sus notas estaban llenas de oraciones incompletas: «Grad. Esc. sec», «Animad.», «Alcohol.», «Padre ejército». Por todas partes, incluso en medio de las notas, se podía leer:

manzanas 35

naranjas 30

pan 100

galletas pequeñas 150

huevos batidos 150??? (verificar)

tostadas, margarina 80

filete grande (pero solo la mitad)?????

Los cálculos de calorías de Celeste eran mucho más meticulosos que la documentación jurídica. Tardé dos horas en reconstruir la entrevista con Eileen, la cual, de cualquier modo, no me aportó ninguna pista. El resto de las notas eran números telefónicos de Los Angeles o Nueva York, con nombres como William Morris escritos a un lado. Evidentemente, no se trataba de testigos, sino de agentes literarios y cinematográficos. Eran los intentos de Celeste de vender la historia de la corta y miserable vida de Eileen Jennings. Puse el expediente a un lado y saqué lo que esperaba que fuera una mina de oro.