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Unos minutos después, ya tenía de pie a mi cómplice y avanzaba sobre mis tacones de aguja por la calle Chestnut tratando de confundirme entre la multitud del mediodía. Miraba en todas direcciones tras mis gafas de sol. Solo el transporte público y la policía tenían permiso para circular por esa calle, lo que me facilitaba vigilar a la policía. No podía creer lo rápido que habían aparecido en la biblioteca. Algún policía de paisano debía de haber estado siguiendo a Grady. Quizá me estuvieran siguiendo a mí ahora mismo. Me puse tensa. Seguía avanzando entre el gentío; la cabeza me daba vueltas.

De modo que Grady había sido arrestado, sin duda como cómplice de los hechos. Azzic le habría seguido la pista a través del bananamóvil y no le importaba si no podía sostener los cargos en su contra, lo único que quería era aumentar la presión sobre mí. De paso, arruinaba la carrera a un excelente abogado. Me estaban cercando.

Caminé con la mayor naturalidad posible luchando contra el pánico que me oprimía el pecho y la garganta. Pensé en las cintas de Eileen. ¿Cuánto faltaba para que Celeste descubriese su ausencia? El expediente había estado sobre su escritorio. Tenía que ser el asunto más importante para él. ¿Cuánto pasaría antes de que denunciase la desaparición a la policía? No me quedaba mucho tiempo. El guardia recordaría mi disfraz, no tendría ningún problema. ¿Alicates? ¡Por favor!

– Eh, nena -dijo una voz junto a mi brazo-. ¿Cómo te va? --Era un hombre bajo con tatuajes que se apreciaban a través de una camiseta negra. Me miraba--. Quieres pasar un rato con un hombre de verdad, ¿eh? --Entonces recordé el aspecto que tenía. Una buscona imponente que no podía caminar sobre aquellos tacones.

– -Soy yo el hombre de verdad, guapo --le dije--. Y ahora, lárgate.

Seguí adelante. Cada vez había menos gente por la calle. El tráfico de autobuses había disminuido. Todo el mundo volvía al trabajo, dejándome a la vista de cualquiera. Necesitaba esconderme, pero todavía no podía arriesgarme a ir al sótano. Necesitaba salir de las calles antes de que otro tatuado me detuviera.

Me abrí paso hasta el fondo de un autobús y tomé asiento en la última fila, que estaba vacía, salvo un adolescente con una camiseta de los Raiders. Me quedé allí escondida tras la sucia ventanilla de la izquierda e intenté calmarme. Intenté respirar con normalidad. Me sequé la frente húmeda bajo mis gafas. No podía dejar de pensar en Grady. ¿Dónde estaría ahora? ¿Prestando declaración?* ¿En una celda? ¿Habría llamado a un abogado? ¿A quién? La única forma de ayudarlo y ayudarme era resolviendo ese maldito embrollo.

Busqué en la cartera y saqué la grabadora Casio que Grady tenía consigo. Dijo que me sacaría de la biblioteca y había tenido razón. Traté de no afligirme por él mientras la desempaquetaba, puse la cinta de Eileen y coloqué los diminutos auriculares en mis orejas. Ahora me parecía a los demás pasajeros del autobús.

Apreté el botón play.

P: ¿Dónde estaba esa abogada?

R: En un centro de asistencia. Yo no tenía que pagar.

P: Oh, ya veo. Consigues lo que pagas.

R: De acuerdo, pero fueron los tribunales, no la abogada. Allí los abogados eran buenos.

P: Entonces, cuéntame de tu siguiente novio.

R: Ese fue Deron.

P: (Riendo) ¿Deron, eh? Debía ser un buen chico judío.

Seguí oyendo durante las siguientes cuatro horas mientras el autobús daba vueltas por mi ciudad natal. Bajando la calle Chestnut hasta la Seis, luego subiendo por Chestnut hasta el oeste de Filadelfia y otra vez para atrás. El hincha de los Raiders hizo dos trayectos completos, y no era la única persona que viajaba sin rumbo, quizá porque el vehículo tenía aire acondicionado. Durante todo ese tiempo, la última fila se llenó y vació varias veces. Los pasajeros iban y venían. Nadie me dirigió la palabra, ni tan siquiera una mirada.

El día se convirtió en una tarde nublada; las cintas se agotaron y no encontré ninguna pista más en las estúpidas entrevistas con Eileen. Eh todo caso, las cintas eran más importantes por lo que no decían. Eileen apenas mencionó a Bill Kleeb; solo era una nota a pie de página de su fascinante biografía y no hubo la menor mención a drogas y tampoco a Sam. En la última entrevista mantenida en una celda de la prisión, contaba la historia inventada de la muerte del presidente de Furstmann como si yo la hubiera engañado: la pobre criatura en manos de una abogada fanática. Solo podía menear la cabeza. Solíamos darles una buena dosis de litio a mentirosas como Eileen; ahora les ofrecíamos contratos literarios.

Rebobiné la cinta y volví a escuchar la parte dedicada a Renee Butler, pero no me enteré de nada que ya no supiera. Escuché la cinta una y otra vez mientras los pasajeros entraban y salían del autobús al final de un día de trabajo, llevando portafolios y bolsas de compra a sus casas.

No me había conducido a ninguna parte, pero algo había conseguido. Estrechaba el cerco a Renee y planteaba nuevos interrogantes. ¿En qué centro jurídico había trabajado? Conocía todos los centros de asistencia jurídica de la costa este y no recordaba que hubiera mencionado ninguno en su currículo. Lo habíamos recibido directamente de la facultad de Pennsylvania, de modo que podría haber sido un centro universitario a cargo de estudiantes.

Era posible. Renee podría haber conocido a Eileen allí. Pero ¿realmente había asesinado a Mark y planeado todo para que me incriminaran a mí? Recordé nuestra conversación en su despacho. Tal vez su furia conmigo aquel día fuera parte de una actuación teatral. La mejor defensa es un buen ataque. Tendría sentido; luego declararía en mi contra para darme la puñalada trapera definitiva.

De repente, una sirena sonó a mi derecha. Dos coches patrulla llegaron hasta el autobús, que frenó chirriando Me hundí en el asiento conteniendo la respiración. Un hombre con aspecto de empleado administrativo me escrutaba detenidamente. Los coches pasaron de largo giraron en la esquina. Por un pelo. Empecé a sudar. El pulso se negó a retomar su ritmo habitual. El empleado se bajó en la siguiente parada con una expresión de duda en la mirada. ¿Llamaría a la policía? No podía correr ese riesgo. Aún me faltaban tres paradas para bajar, pero en cuanto el empleado salió de mi vista, me levanté y bajé del autobús.

No tenía tiempo que perder. Con la mirada baja, caminé rápidamente las manzanas que quedaban hasta mi edificio y traspasé la puerta hacia mi escondite en el sótano actuando como si el lugar fuera de mi propiedad. La goma de mascar Trident que había pegado a la cerradura de la puerta había funcionado como un ungüento mágico. Una vez adentro, busqué la pequeña linterna que había comprado en vez del lápiz de labios rojo en la tienda de la esquina.

Atravesé con la mayor rapidez posible el pasillo dejando atrás el débil punto de luz. Empezaron a hinchárseme los pies y se me empaparon las ropas a medida que aumentaba el calor por el pasillo. Me quité los zapatos y dejé atrás la sala del transformador; avanzaba de puntillas para evitar que cualquier miembro del equipo de mantenimiento que pudiera quedar por allí, quizá del turno de la tarde, me oyera.

Entré en mi pequeño cubículo, cerré la puerta y encendí la luz. Al parecer, nadie había estado allí y el olor a marihuana casi había desaparecido. Quien fuera el dueño de este escondite estaba trabajando duro últimamente, lo que a mí me venía de perlas. Estoy totalmente a favor de la productividad norteamericana.

De hecho, yo también tenía un trabajo por hacer. Busqué debajo del catre mis ropas y me puse el vestido con los botones anticuados; era lo más parecido a un vestido que tenía a mano. Me cambié los finos zapatos por un par de pesadas zapatillas de trabajo. ¿En qué estaría pensando el dependiente que me las había enviado? Tendrían que pagarme para que las usase a la luz del día. Me até los cordones, cogí la linterna y salí a la inmensidad de la noche.

Chapoteando con aquellas zapatillas rumbo a un allanamiento de morada.