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A la mañana siguiente, me desperté sin prisa, saboreando la sensación de descanso y de paz. Extendí la colcha hasta el mentón haciendo un placentero inventario. Estaba a salvo en mi propia cama. Bear roncaba a mi lado, en su sitio favorito. Y un abogado ruidoso andaba por mi cocina.

– Eh, tú -llamé-. Vuelve a la cama.

– Estoy ocupado. -Se oyó el sonido de una olla, luego las puertas del armario que se abrían y cerraban.

– ¿Qué estás haciendo?

– No te incumbe.

– -¿Cuándo volverás?

– -Cuando me sienta bien y esté preparado. --Abrió el grifo y luego lo cerró.

– Pero yo me siento bien y estoy preparada. -Estaba menos cansada de lo que pensaba la noche anterior. Y esa mañana, me sentía aún menos cansada. Debía ser el remo. Un deporte sumamente útil.

– Ya está bien de darme órdenes.

– No puedo evitarlo. Soy la jefa.

– No lo eres. Somos socios.

Sonreí.

– ¿Ahora somos socios? Debo pensármelo.

– Rosato y Wells está bien para mí. Sé lo tímida que eres.

Entonces lo oí. Un gluglú que podía identificar hasta durmiendo. Se me aceleró el corazón. Esperé esperanzada.

– -Las toallas de papel están…

– Las encontré -dijo, y yo me hundí aún más bajo las mantas en una espera deliciosa. La vida era una belleza. Era difícil encontrar un hombre con todas esas aptitudes. Dudé de que siguiera buscando. El aroma de su perfecto café llegó con él.

– ¡Dios santo, eres muy mal educada! -dijo Grady en calzoncillos y portando un termo que nos habíamos llevado de Homicidios cuando fui a buscarlo. Era lo menos que nos podían dar. Y ahora estaba lleno hasta el tope.

– ¡Café! -Me senté de inmediato y me dispuse a beber, sedienta. El primer sorbo me acarició la lengua. Era mi tercer orgasmo en ocho horas.

– Bébelo rápido. Tenemos que hacer algo importante. -Grady tomó asiento sobre la cama y me sonrió.

– -¿Más importante que el café?

– -Sin la menor duda.

– -¿Qué podría ser más importante que el café? --Volví a poner pose de mujer fatal, pero Grady no reaccionó.

– -¿Piensas que me refiero al sexo? De ningún modo. --Sacó unos pantalones del armario y se los puso--. Bebe y vístete.

– -¿Qué?

– Está todo arreglado. Lo hice mientras dormías. -Encontró una camisa-. Tenemos que ir a un sitio.

– -¿A dónde?

– Ya verás -dijo, y hasta Bear levantó sus orejas, intrigada.

Diez minutos después, yo estaba atrapada por uno de los abrazos de osa de Hattie, aplastada torpemente contra una miscelánea de brillantes naipes que lucía sobre el pecho.

– Estoy tan feliz de verte, tan feliz… -dijo-. Gracias a Dios que estás en casa. Gracias a Dios.

– -Todo está bien. Ya ha pasado. --La abracé lo más fuertemente que pude. Había llegado a casa demasiado tarde para pasar por el piso de mi madre y no estaba dispuesta a verla en aquel momento. Había pensado lidiar con ella tras una buena noche de sueño, pero Grady había hecho otros planes. Sin mi permiso.

– -Entrad --dijo Hattie; luego dio un paso atrás y se secó los ojos con la manga de su camiseta-. Entrad, vosotros dos. Ella está en su habitación.

– ¿Cómo se siente?

– Ya lo verás. -Hattie cerró la puerta del apartamento y echó tal mirada a Grady que me hizo lanzar una carcajada.

– ¿Habéis estado conspirando?

Hattie sonrió.

– Grady y yo somos viejos amigos. ¿Verdad, Grady?

Él asintió.

– Nos criamos a menos de quince kilómetros de distancia. ¿Lo sabías, Bennie? Hattie creció cerca de la frontera de Georgia y yo nací en Murphy, al otro lado de la frontera.

Hattie me cogió un brazo.

– -Tuvimos una larga charla telefónica. Ahora, vete a ver a tu madre. Está despierta.

Grady me cogió el otro brazo.

– Así es, Bennie. Yo quiero conocerla.

Con cierta desgana, dejé que me llevaran.

– ¿Tenemos que hacerlo ahora? ¿Qué le voy a decir? Lamento que te enviara a…

– Di lo primero que se te ocurra -dijo Hattie. Bear trotaba tras sus zapatillas de noche mientras cruzábamos la sala-. ¿Sabías que tu madre estaba al tanto de todo lo del asesinato de Mark?

– ¿De verdad?

– -Dijo que se lo habías contado todo de noche. --Llegamos a la puerta del dormitorio, que estaba un poco abierta, y Hattie la abrió del todo.

– -Oh, por Dios -me oí decir ante el espectáculo tan inusual.

Una suave brisa matinal entraba por la ventana abierta haciendo mover las cortinas. La habitación estaba llena de luz y aireada, con un ligero olor a flores. Mi madre estaba sentada en una silla al lado de la cama, quieta y calma, leyendo un periódico, FUSIÓN DE EMPRESAS, decía el titular sobre las fotos de Renee y de Eve. Tenía el cabello peinado con suaves ondulaciones y vestía pantalones y una blusa blanca. No se apercibió que yo estaba en el umbral, maravillada.

– ¿Está… curada? -susurré.

– Aún no, pero está cerca -dijo Hattie en voz baja-. Carmella, cariño -dijo-. Mira quién ha llegado a casa.

Mi madre levantó la vista del diario y sus ojos ojerosos apenas se abrieron de la sorpresa.

– -Benedetta.

Su voz me tocó una cuerda enterrada en lo más profundo. La única que me llamaba Benedetta era mi madre y sentí que el sonido hacía eco dentro de mí. Benedetta. Me resonaba en el pecho. Llamándome para cenar o para jugar. Para que me subiera sobre su regazo. Benedetta.

– -Benedetta, estás libre --dijo.

Se me enrojecieron los ojos. Se me hizo un nudo en la garganta. Me latió con fuerza el corazón. No sabía cuánta razón tenía. Y yo, tampoco.

Hasta ese momento.