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– Buenos días -dije por mi teléfono móvil-. ¿Es Leo, el León?

– ¡Rosato! -gritó, atónito, Azzic-. ¿Qué mierda…?

– -Estoy en el juzgado federal. Décimo piso. Es mejor que se presente lo antes posible.--Colgué, guardé el teléfono y salí del taxi. Todo estaba dispuesto y a punto de ponerse en movimiento.

Traspasé las puertas del juzgado. La comisaría central estaba a pocas manzanas y el tráfico no sería problema. Azzic vendría volando. Verifiqué la hora. Las nueve y media. Pensé que tenía unos diez minutos como máximo para hacerlo. Crucé la recepción.

Había empleados empujando carritos sobre el suelo lustrado. Los abogados conspiraban con los clientes antes del juicio. Los oficinistas se encaminaban a sus trabajos. No había policías a la vista, solo unos pocos guardias de seguridad con uniformes azules hablando entre ellos cerca del ascensor. Mantuve la cabeza gacha y me puse a la cola ante el detector de metales. No era tan larga como había esperado. Se me hizo un nudo en el estómago. Miré el reloj. Las nueve y treinta y cinco.

Eché un vistazo a un diario sensacionalista que llevaba una joven delante de mí. BUSCADA POR DOBLE ASESINATO, anunciaba el titular. Oh, no. Era mi propio rostro en primera página. Un retrato del tamaño de un bolígrafo, completo y con un nuevo peinado. Se me retorcieron las tripas. Si alguien me reconocía, era mujer muerta.

Bajé la cabeza. Me resonaba el corazón en el pecho. Manten la calma, muchacha. Nadie espera ver a una asesina en el juzgado, en especial con mi vestimenta, ya que llevaba una clásica chaqueta roja sobre un vestido negro y elegantes gafas oscuras. Era la única ropa de mujer de negocios que me había enviado el tendero y no tenía ninguna pinta de fugitiva. Parecía una alta ejecutiva. Enderecé las hombreras, puse cara de profesional atareada y fruncí el entrecejo cuando miraba el reloj. Las nueve y treinta y ocho.

La mujer puso la cartera y el diario en la cinta transportadora. El diario mostraba mi cara. Resistí la tentación de salir disparada. ¿La había visto alguien? El guardia de seguridad estaba sentado al lado de la cinta, pero observaba el desfile de imágenes en rayos X de su monitor. Si levantaba la mirada, vería la primera página. Le bastaría con echar una ojeada.

– Señorita, siga adelante -dijo a mi izquierda un guardia de mayor edad. Ni siquiera me había percatado de que estaba allí.

– Sin duda… Lo siento -tartamudeé apartando los ojos del diario. Pasé por el detector con el diario viajando en paralelo conmigo y abrumándome con la falsa acusación de su primera página. Observé al guardia sentado en el taburete, pero seguía con la mirada fija en el monitor. La mujer recogió el periódico y sus otras pertenencias y pasó de largo. Respiré hondo y cogí la cartera en cuanto apareció sobre la cinta.

– -Está muy oscuro para llevar gafas de sol, ¿no le parece? --dijo el guardia con una sonrisa de chulo.

– -Ojos enfermos --dije. Pasé a su lado y me perdí entre la multitud que esperaba impaciente los ascensores. Miré la hora con la mayor naturalidad posible. La nueve y cuarenta. Los segundos pasaban casi palpablemente. Los ascensores tardaban una eternidad. Dios santo. Tendría que haberme dado más tiempo, haber previsto las demoras. Las sirenas policiales sonaron en la calle y nadie, salvo yo, les hizo caso. «Dadme otros cinco minutos de libertad.» Tenía que llegar arriba y pronunciar la declaración de mi vida. Me la jugaba.

¿Dónde estaba el maldito ascensor? Dos abogados empezaron a quejarse en voz alta. Uno, de traje con chaleco, parecía estar observándome. ¿Me reconocía de la foto del periódico? Giré la cabeza concentrándome en la pared de mármol gris.

Finalmente llegó el ascensor y me abrí paso entre el gentío entrando antes de que se cerraran las puertas. Las nueve y cuarenta y uno, leí en el deslumbrante Rolex del hombre apretado contra mí. Era el del chaleco quien había maniobrado para quedarse a mi lado. Me lanzó una sonrisa llena de cautela, pero yo miraba los botones del ascensor con aparente fascinación. El panel estaba iluminado con luces brillantes y yo sudaba la gota gorda cada vez que se abrían las puertas en un piso que no era el mío.

Las nueve y cuarenta y tres. Estábamos en el noveno. Solo faltaba uno.

El abogado se me acercó aún más.

– Perdone -dijo-, pero yo la conozco…

¡El décimo piso! Salí disparada del ascensor, corrí pasando el letrero de EN sesión y entré en la sala de audiencias. Hice una breve pausa en la puerta, me quité las gafas oscuras y observé el escenario.

La zona para el público estaba más llena de gente de lo habitual. Allí estaba Bob Wingate, sentado al lado de Renee Butler, tal como yo había previsto. Jennifer Rowlands ocupaba un asiento justo detrás de ellos. Presidía el juez Edward J. Thompson y el doctor Haupt se sentaba, rígido, en la silla de los testigos. Eve Eberlein estaba junto a un proyector Elmo que lanzaba ecuaciones sobre una pantalla blanca en el frontal de la sala. No había pensado en el proyector. Mejor así.

El reloj de la pared indicaba las nueve y cuarenta y cuatro. Era el momento de actuar. Crucé la sala y coloqué mis papeles delante del proyector antes de que Eve tuviera tiempo de reaccionar.

– Su Señoría -dije-, miembros del jurado, ¿me harían el favor de mirar esta prueba? Pienso que opinarán que sirve mucho más a la causa de la justicia que todo lo que han estado oyendo.

– ¿Bennie? -murmuró Eve-. ¿Eres tú?

– Miren la pantalla. Es la prueba A.

Eve se dio media vuelta y miró la pantalla. Era el recorte del periódico con sus letras aumentadas ante la audiencia.

HOMBRE DE YORK ENCONTRADO MUERTO

La oí tomar aliento antes de que se volviera y me preguntara:

– -¿Qué estás haciendo aquí? ¡Estamos en medio de un juicio!

Desde el estrado, un sorprendido juez Thompson atinó a decir:

– -¿Señorita? ¿Señorita? ¿No está usted fuera de orden?

– Por el contrario, Su Señoría --dije-. Esta es la única posibilidad que tengo de que se me escuche, y tiene que ser ante el tribunal para que la policía también me escuche.

– ¿La policía? ¿Qué policía?

Miré en derredor. La sala estaba en silencio. El reloj de la pared marcaba las nueve y cuarenta y cinco. Los miembros del jurado me miraban. Se me subieron los colores. Ningún policía. Malditos ascensores.

– -Están en camino, Su Señoría.

De improviso, el teniente Azzic hizo su aparición por el pasillo central y detrás de él, un escuadrón de uniformados que se desplegaron por los pasillos laterales.

– Tú mataste a ese hombre, ¿no es verdad, Eve? -grité-. ¡Tú y Renee Butler lo asesinasteis, igual que a Mark!

– ¡Esto es un ultraje! -A Eve se le convulsionaron las hermosas facciones mientras intentaba controlarse delante de la policía-. ¡Tú mataste a Mark!

– Tú y Renee. Las dos matasteis al marido de Eileen. No lo niegues. Renee confesó. Hasta me dio la llave. --Saqué del bolsillo de la chaqueta mi propia llave de la caja de seguridad.

Una sorpresa momentánea sacudió el rostro de Eve, que de inmediato encontró a Renee entre el público.

– -¡No! ¡No! --gritó Renee poniéndose de pie--. ¡Eso no es verdad! ¡No es la mía! --Se llevó las manos al collar de su vestido y buscó entre los pliegues profundos de su ropa.

Un grupo de guardias de seguridad traspasaron las puertas de la audiencia. La mayoría del público quería dirigirse a la salida, y abarrotaban los pasillos laterales.

– ¿Qué está pasando aquí? -exigió saber el juez Thompson, pero nadie le oía.

– Está mintiendo, Eve -dije tratando de enfrentarlas entre sí-. Se lo contó todo a la policía. Por eso están aquí. Para arrestarte. Apuñalaste al marido de Eileen y escondiste el arma homicida en la caja de seguridad. Renee lleva la llave colgada del cuello; tú, en el brazalete. Recordé lo que dijiste sobre «las llaves en el joyero». Interrogué a Renee y ella me contó toda la verdad.

– ¡No, no, no! -gritó Renee. Empezó a caer presa del pánico y a buscar frenéticamente la llave en el vestido. Azzic permanecía impertérrito observando la escena en un silencio siniestro.

– ¡Orden! ¡Mantengan el orden! -pedía el juez Thompson haciendo sonar el mazo. ¡Crac! ¡Crac! ¡Crac!

– -¡Esto es ridículo! -chilló Eve-. ¡Te denunciaré por difamación, por calumnia! -Hizo una mueca de desprecio con los labios pintados de rojo. Era demasiado lista para incriminarse; yo no esperaba que lo hiciera. Yo sabía cuál de las dos tenía un flanco débil. Me dirigí a Renee.

– -¡Di la verdad, Renee! Lo del marido de Eileen fue idea tuya, pero lo de Mark fue idea de Eve. Los policías tienen una declaración de Jessie Morgan.

– ¿Jessie? -Renee quedó atónita y con los ojos al borde de las lágrimas. Sus manos dejaron de moverse frenéticamente y se aferraron a su propio cuello. Sentí un ramalazo de simpatía por ella, pero seguí adelante tratando de dar en la yugular. Ella había matado a Mark y me había traicionado.

– Dejaste las tijeras cuando fuiste a mi apartamento, Renee. Lo arreglaste con Eve y tramaste con ella cargarme con el asesinato del presidente de Furstmann. Hiciste que Eve matara a Bill porque él no quería ser cómplice de lo que ocurría. Dilo ahora. Confiesa la verdad. Es tu oportunidad. Ya no tienes que guardar más secretos.

– ¡No, no, no! -gritó Renee con el rostro descompuesto por la angustia. Empezó a menear la cabeza y a sollozar-. Fue… idea de Eve. Yo no quería matar a Mark. Él no hizo… nada. Ella me dijo… que le contaría lo de Eileen. Y lo que hicimos. Quería la empresa para ella.

Habría aplaudido su confesión de no ser una trama tan diabólica. Me alcanzó una oleada de agotamiento que me dejó temblando. Se me llenaron los ojos de lágrimas de alivio. Era el final. Casi.

De repente, Eve salió corriendo ante el perplejo jurado y se dirigió a la puerta. Azzic hizo una seña a sus hombres para que salieran detrás de ella. Los guardias de seguridad llegaron a la fila donde Renee estaba cabizbaja y llorando. El juez Thompson hacía sonar el mazo en vano. ¡Crac! ¡Crac! ¡Crac!

Azzic se abrió paso por el pasillo y me miró a los ojos. En su mirada, se vislumbró un mínimo asomo de arrepentimiento que enmascaró rápidamente.

– Diga que lo siente, Azzic. Es lo menos que puede hacer. -Me pasé una mano por los ojos.

Cuando levanté la mirada, se había ido.