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Salí del ascensor de carga en el piso más bajo del aparcamiento. Mi mente era un torbellino. ¿Habían encontrado a Sam? ¿Meehan iba tras de mí? ¿Dónde estaba Azzic? Tenía que desaparecer, pero no quería irme de la ciudad. Tenía que seguirle los pasos a Renee Butler.

Con las bolsas al hombro me apresuré a cruzar el garaje medio vacío, en busca de alguna salida. De repente, se oyó un estruendo de sirenas policiales. Empecé a correr. Los únicos sonidos eran mis tacones, el jadeo y las sirenas.

Tenía que encontrar una salida. Adelanté un letrero de ABONADOS mensuales y giré a la izquierda. Me encontré con una rampa de salida en espiral. La cogí y empecé a subir hasta que me sentí mareada y las flechas amarillas parecían desaparecer de mi vista.

Una luz de neón indicaba salida al otro lado del aparcamiento. Me lancé en esa dirección y casi había llegado a la cabina de pago cuando me detuve en seco.

En el interior de la cabina había un policía de uniforme charlando con la cajera y un guardia de seguridad con chaqueta roja. Giré bruscamente y regresé al aparcamiento. Las sirenas resonaron más cerca.

Me escondí entre un Taurus azul y una furgoneta. Avancé agachada por entre los coches fuera de la vista de la cabina. No sabía qué hacer. Me ensucié una rodilla con una mancha de aceite que había en el suelo. En cualquier momento, llegarían más policías. Traté de abr el Ford pero estaba cerrado con llave. Miré en derredor pero no tenía escapatoria. Entonces, lo vi.

Dos plazas de aparcamiento más allá, en el techo del garaje, había un gran agujero cuadrado entre las vigas del techo. Un agujero negro excavado en el cemento inmundo del techo. ¡Un agujero donde esconderse! Habría prorrumpido en carcajadas de no haber estado muerta de miedo.

Tenía que llegar al agujero y al coche estacionado debajo, pero no veía ningún lugar donde esconderme mientras avanzaba hacia allí. Sería presa fácil. Las sirenas ululaban. Se me hizo un nudo en el estómago. Tenía que hacer un esfuerzo porque aquí me encontrarían. Me arrimé a un lateral del Taurus y eché una ojeada. El policía y el guardia aún estaban en la cabina. Esperé a que el policía me diera la espalda y me lancé hacia el coche.

Lo alcancé jadeando fuertemente, más por el miedo que por el esfuerzo. No oí pasos ni gritos, por lo que supuse que nadie me había visto. Me apoyé en el coche, aliviada. Era un Range Rover verde y lo sentí muy firme contra mi hombro. Así tenía que ser, porque era mi trampolín hacia el agujero.

Alcé la cabeza y espié la cabina a través de las ventanillas del coche. El agente bromeaba con la bonita cajera. Ahora. Vete.

Me erguí y puse la ropa y el portafolios en el techo del coche. Luego coloqué la punta del pie a un lado del vehículo y me encaramé hacia el techo. Tan pronto llegué allí, me eché cuan larga era y contuve la respiración. Hasta aquí, bien. No se oían voces ni gritos. Miré el agujero. Mi salvación. Calculé la distancia entre el techo del coche y el agujero. Casi mi propia estatura. Podía conseguirlo.

Eché una mirada ansiosa a la cabina, pero el policía coqueteaba con la cajera. Recogí la cartera y la arrojé dentro de la oscuridad del agujero. La cartera aterrizó en el interior con un ruido sordo y entonces arrojé el portafolios. Hizo un ruido un poco más fuerte. Ninguno de los dos objetos salió rodando, de modo que pensé que habría lugar para mí.

Las sirenas seguían sonando. Se oían justó fuera del edificio. Me puse la ropa en la nuca como si de una capa de Batman se tratara, luego me levanté y salté hacia el agujero negro cogiendo con ambas manos los bordes dentados, y me di el impulso necesario para elevar el tórax. Luego repté sobre los codos hasta que introduje las piernas. Ya estaba completamente dentro.

No tenía la menor idea de por qué había este agujero, pero apestaba. Avancé incapaz de ver nada en medio de una total oscuridad y deseando haber tenido una linterna o algo más útil que la foto de una perra en mi llavero. Seguí avanzando entre la oscuridad y el hedor; alcancé mi cartera y un poco más adelante el portafolios, hasta que me di cuenta de que se trataba de un túnel de algún tipo. Un túnel pestilente. Al poco rato, el olor se me hizo insoportable y avanzaba sobre algo frío. Algo viscoso. Asqueroso.

¿Qué era? Cogí una muestra y me la llevé a la nariz apoyándome en los codos. No pude ver nada, pero olía a mierda. Volví a oler y me di cuenta de qué se trataba. No eran excrementos, sino estiércol. Fertilizante. Sentí una náusea de asco, pero no podía dar marcha atrás. ¿Por qué habría fertilizante en un aparcamiento? Entonces recordé el bosque artificial de tilos en el atrio del edificio. Sus raíces debían estar entre el suelo del atrio y el aparcamiento, de ahí la existencia de este túnel. Estaba hundida en la mierda. Y no era ninguna broma.

De repente oí voces masculinas en las inmediaciones. Me dio un vuelco el corazón y me olvidé rápidamente del mal olor. Las voces se acercaron por debajo del túnel. Contuve la respiración. Estaban exactamente debajo de mí. Un guardia contaba el chiste de la hija del granjero. No le presté atención. Las voces se alejaron y luego desaparecieron. Respiré con alivio y escupí las inmundicias que tenía en la boca.

A partir de allí, era cuesta abajo. Pasé la noche en ese agujero inmundo mirando pasar los minutos en los brillantes dígitos verdes de mi reloj. Hacia las cinco y media, no había dormido nada; me sentía sucia y cansada. Tenía las rodillas en carne viva y calambres en la espalda. El pelo me olía a estiércol y podían crecerme setas en la boca. Pero las sirenas ya no se oían y yo estaba a salvo. El silencio era una bendición. Pero todavía debía salir del túnel antes de que empezara el día.

Miré por encima del hombro hacia el cuadrado iluminado de la boca del túnel. Traté de cambiar de dirección, pero el espacio era demasiado estrecho, de modo que cogí mis cosas y me arrastré de espaldas hacia la luz. Llegué a la boca, me senté en el borde y miré. El Range Rover verde aún estaba allí. ¿Y los policías? Volví a otear el horizonte.

No había agentes ni guardias a la vista; solo la cajera limándose las uñas frente a un televisor en el interior de la cabina. Era hora de marcharse.

Recogí mis cosas y las bajé hasta el techo del coche. Nadie se acercó corriendo, de modo que respiré hondo y salí del agujero. Aterricé sobre el techo del Rover con un ruido sordo y me tendí cuan larga era apenas tomé contacto. Eché una última mirada a la cajera, que veía la televisión, luego me deslicé por el lateral del coche, cogiendo mis cosas en el último momento, y llegué al suelo envuelta en fragantes aromas.

Me quedé allí sentada unos segundos esforzándome por mantener la calma y parpadeando en la súbita luz.

Estaba hecha un desastre. Suciedad y estiércol cubrían el vestido. Tenía las bragas desgarradas y una rodilla ensangrentada y mugrienta. Olía que apestaba. Levanté la mirada y me sentí una vagabunda.

Entonces tuve una idea. La salvación. El próximo paso. Podía ser una pordiosera, una ruina de mujer maloliente con bolsas de plástico y una cartera inmunda. Me rompí el vestido y me maquillé la cara con estiércol venciendo mi propio disgusto. En dos minutos, estaba lista. Me aseguré de que no había policías a la vista y me encaminé a la salida arrastrando los pies. Me palpitaba fuertemente el corazón bajo la blusa manchada.

Avancé hacia la salida. El corazón me latía con más fuerza a cada paso que me acercaba a la cajera, pero no tenía otra opción. No podía retroceder ni podía correr porque entonces ella llamaría a la policía con total seguridad.

Desvió la mirada del televisor y me vio desde su mesa esmerilada. Entrecerró los ojos. No era ninguna idiota y no le gustó lo que veía.

Sin embargo, yo seguí caminando y cuando me acerqué lo suficiente se me iluminó el cerebro.