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Esconderse a plena luz del día. Se estaba convirtiendo en mi segunda naturaleza. Fui directamente a la cabina arrastrando los pies y las bolsas de plástico. Me detuve frente a la ventanilla y golpeé el cristal.

– Escucha, escucha -le chillé a la cajera. Sabía muy bien cómo hacerme pasar por loca. Lo llevaba en la sangre-. ¿Tienes algo para mí? ¿Tienes algo para mí?

La cajera se echó para atrás, alarmada, y meneó la cabeza.

– -¡Sé que tienes pasta, cariño! Lo sé. --Extendí una mano--. Dame algo, dame algo.

– Váyase de aquí o llamo a la policía -gritó ella tras el grueso cristal.

Ay, Dios santo. La saludé con la mano y me alejé de la cabina, crucé el pavimento que llevaba a la rampa de salida y subí por el carril de entrada. Respiré con más tranquilidad mientras subía tratando de calmar el embate de adrenalina. Llegué al final de la rampa y sonreí cuando respiré el aire de la madrugada en la calle de atrás del edificio. Estaba a salvo. Y libre, aunque oliera a mierda.

Entonces vi que el hedor no provenía solo de mí. En la oscuridad, había inmensos contenedores oxidados llenos a rebosar de basura a un lado de los negros almacenes del edificio. La acera estaba sucia y llena de inmundicias. Un vagabundo dormía hecho un ovillo contra el muro y sentí un remordimiento que reprimí al instante. Tenía que irme. Se estaba haciendo de día. Como los vampiros. Crucé la calle hasta la pared trasera de otro edificio de oficinas y me sumí en las sombras.

De repente, resonó la sirena de un coche patrulla en la calle; se oyeron otras sirenas y vi luces rojas intermitentes. Me pegué a la pared y casi me caí de espaldas. Era una puerta abierta, agrietada, metálica y como de un viejo acorazado. SOLO PARA PERSONAL, decía, pero estaba abierta, ya fuera porque la habían forzado durante el fin de semana o porque la habían cerrado mal. Otra sirena ululó al final de la calle. Entré antes de que pasara el segundo coche patrulla y cerré la puerta a mis espaldas.

Me encontré en un pasillo caluroso y sucio que olía a orines. Era como una gira por los lavabos de Filadelfia. Con la puerta cerrada, quedé en la penumbra, pero vislumbré una luz al fondo, de donde provenía un sonido mecánico y retumbante.

Levanté mis cosas, que cada vez pesaban más, y avancé cautelosamente por el pasillo tocando las paredes para guiarme. La pared estaba fría y rugosa, hecha de bloques de hormigón.

El pasillo daba a otra puerta sólo definida por la luz que delineaba su perímetro, brillando a través de la grieta entre la puerta y la jamba. Traté de abrirla y el picaporte giró. Sin llave. Aguardé un momento antes de entornarla. No se oía nada del otro lado, pero ¿qué haría si había gente? Mentir como una cosaca. ¿Qué podía ser peor que la policía? Contuve el aliento y abrí la puerta.

Una escalera iluminada, vacía. Ninguna puerta de salida. No había otra posibilidad que bajar, de modo que allí me dirigí. Descendí los escalones hacia el ruido que retumbaba, cada vez más fuerte; también aumentaba el calor. En cada rellano había una bombilla de poca potencia recubierta por una malla de alambre. Las sirenas se perdían en la lejanía mientras bajaba, pero aún tenía los nervios de punta. Quizá no tendría que haberme ido de Grun. Tal vez no tendría que haberle devuelto la pistola a Grady. El muy idiota me quitó el destornillador.

La escalera terminaba en una puerta gris, menos vieja que la anterior y medio abierta. Un rayo de luz amarilla la traspasaba. Me quedé quieta y escuché. No se oía ningún ruido, ni radios, ni pasos, ni chistes verdes. Nada más que el zumbido incesante de la maquinaria; debía ser el sótano del edificio. Tenía la blusa empapada y los nervios a flor de piel. El calor aumentaba. Abrí la puerta del todo.

Nada. Nada más que otro pasillo mejor iluminado que el anterior. Sobre la pared había un letrero que decía: ¡LOS RESULTADOS CUENTAN! ¡HAZ CORRECTAMENTE TU TRABAJO! Miré al lado de la puerta, pero no había nadie. Aquí el aire era más caluroso, más denso. Costaba respirar. Me caía el sudor por la frente. Me sentí acechada, como si alguien estuviera a mis espaldas. Miré por encima del hombro. Nada.

Nada salvo yo y el zumbido de la máquina. Si ahí había gente de mantenimiento, por la noche no trabajaba. Seguramente llegarían por la mañana. Me di ánimos para seguir adelante y entrar en la sala. El aire era cada vez más sofocante.

Oí un ruido sordo detrás de mí y me quedé de piedra. Me giré a tiempo para ver una sombra gris que pasaba precipitadamente por la pared. ¡Qué asco! Retrocedí hasta que llegué a una puerta abierta, de donde provenía el ruido de máquinas. Una placa decía: sala del transformador. Entré y me dirigí hacia el ruido.

Al instante sentí que mi interior parecía vibrar. No era miedo, era otra cosa. Era un zumbido de baja frecuencia que llenaba el espacio. Miré en derredor buscando la fuente, pero no encontré nada. Inmensas cajas grises y metálicas rodeaban cada costado de la habitación. VOLTAJE PELIGROSO, decía una de las cajas con roja luz brillante, causa lesión grave o muerte. Ya había tenido mi buena cuota de lesiones graves y de muertes. Salí de allí a toda prisa.

Crucé la estancia y pasé a la siguiente, donde el ruido era todavía más fuerte. La puerta que había entre ambas decía: SALA DE enfriamiento, pero lo cierto es que hacía mucho calor. Allí no había donde esconderse, todo estaba a la vista. El sudor me empapaba la ropa y renovaba el hedor que llevaba conmigo. Me sequé las mejillas con la falda evitando tocarme los ojos. Cuando me detuve, me encontré ante una imponente máquina de color marrón.

Parecía un gran cubo metálico y decía DUNHAMBUSH. Sus termómetros redondos tenían agujas que marcaban 42 grados. Supuse que enfriaba el agua, acaso para el aire acondicionado. Tubos de varios colores circulaban por el techo. Me di cuenta de que cada color tenía un significado. El rojo significaba fuego, el azul, agua, y un tubo amarillo decía: respiradero de descarga refrigerante. De pronto oí un ruido metálico y por si acaso me parapeté tras el gran cubo dunhamush. Detrás había otra sala pequeña, con una puerta destartalada y abierta.

Contra la pared había un catre combado con periódicos en el suelo a un lado. Un póster arrugado en la pared desplegaba gran parte de la anatomía de una morenaza, junto a una fregona gris y sucia. Oí otro clang intempestivo, de modo que me escondí tras la puerta. Tal vez el ruido formaba parte de la algarabía reinante. Tan pronto como reuní fuerzas, salí del escondite y puse mis cosas sobre el catre.

El lugar olía ligeramente a marihuana. Había dos latas vacías de Coca-Cola sobre un cajón naranja en un extremo del catre. Recogí el diario del suelo. Era tan antiguo que mi caso ni aparecía, de modo que supuse que el sitio no era utilizado con demasiada frecuencia. Lo podía usar como campamento base, al menos por el momento. Me imaginé los coches patrulla encima de mi cabeza, buscándome.

Realmente, había descendido al subsuelo del mundo.

Me eché en el estrecho catre junto a mis cosas tratando de decidir cuál sería el próximo paso. A medida que me relajaba, el agotamiento empezó a apoderarse de mí. Sentí que me dejaba ir y casi empecé a dormitar. Miré la hora. Las cinco y cuarto. Pronto llegaría el turno de la mañana. Ahora no podía dormir. Tenía que ponerme en movimiento.

Me imaginé que estaba remando en el río. Un lustroso esquife de madera deslizándose por el río azul, abriéndose paso al brillante sol de la mañana. Estaba exhausta, pero aún me quedaban fuerzas. Las potentes paladas hacia la línea de meta. El remo me había enseñado que cuando creías no tener más energías, aún se podían dar diez paladas más. Una reserva de energía. Energía utilizable. Solo había que sacarla. Insistir.

Me levanté y me estiré. Estaba mareada, desorientada y agotada. Calculé que el próximo tratamiento de mi madre sería hoy, pero era demasiado arriesgado aparecer por el hospital. Tenía que dejarla en manos de Hattie.

Fui hasta el fregadero y me quité la mierda de la cara con una barra disecada de jabón Lava. Me puse champú en el pelo y luego lo sequé con toallas de papel. Luego me volví a maquillar, escondí mis ropas en un rincón inmundo bajo el catre e hice lo que todo el mundo hace el lunes por la mañana.

Vestirse para ir al trabajo.