– Ahí está, ése es el problema -dijo Baedecker-. Nada ha cambiado.

Dave rió y cogió el brazo de Baedecker.

– ¿Hablas en serio, Richard? -murmuró-. ¿Recuerdas quién eras? ¿Tienes idea de quién eres ahora?

Baedecker meneó la cabeza.

Dave no dijo nada. Se levantó para arrojar las brasas, enterrarlas en la arena y guardar los bártulos en la parte trasera del jeep. Se acercó a Baedecker.

– Muévete -dijo-. Tú conduces. Yo estoy demasiado ebrio.

Baedecker, que había bebido a la par de Dave durante la tarde y el anochecer, movió la cabeza y ocupó el asiento del conductor.

Los faros del jeep alumbraban matas de salvia y pinos achaparrados mientras regresaban despacio. Las nubes enturbiaban las estrellas y aún faltaban horas para que despuntara la luna llena.

– Tom Gavin nunca lo entenderá -dijo Dave-. El pobre hijo de perra está tan desesperado por el elemento sacramental que nunca lo descubrirá. Lo vi hablando en televisión de cómo había renacido en órbita lunar. Pamplinas. Habla y habla sin tener la menor idea de qué significa nacer de nuevo. Tú fuiste el que renació, Richard. Yo lo vi.

Baedecker meneó la cabeza lentamente.

– No. No lo sentí. No sé qué significó todo eso.

– ¿Crees que un renacido tiene idea de lo que significa? Simplemente ocurre y después te dedicas al condenado oficio de estar vivo. La conciencia llega más tarde, si llega.

Salieron del desfiladero y cruzaron la última elevación antes del descenso en zigzag. Baedecker puso primera y subió tan despacio como el vehículo lo permitía. Se sentía sobrio, pero seguía viendo serpientes de cascabel culebreando en el extremo de los haces de los faros.

– Renacer no significa que has llegado a alguna parte -dijo Dave-. Significa que estás preparado para iniciar el viaje. La peregrinación a más lugares de poder, el afán imposible de impedir que las personas y las cosas que amas se detengan en los juncos y se hundan. Para aquí, por favor.

Baedecker se detuvo. Dave se arqueó, vomitó en silencio por el costado del jeep y se irguió para enjuagarse la boca con agua de una vieja cantimplora que llevaba bajo el asiento. Dave se reclinó, eructó y se caló la gorra sobre los ojos.

– Así termina el Evangelio según San David. Continúa.

Baedecker aminoró la marcha en el risco anterior al sendero que descendía al último desfiladero. Lonerock se veía a tres kilómetros. Unas luces resplandecían entre los oscuros árboles.

– Haz varios guiños con los faros -indicó Dave.

Baedecker obedeció.

– Bien, continúa.

– ¿La señora Callaban cree que los alienígenas conducen OVNIS con faros? -preguntó Baedecker.

Dave se encogió de hombros sin alzar la gorra.

– Tal vez realizan actividades extravehiculares.

Baedecker bajó la palanca, pero la movió mal y la caja chirrió. La bajó de nuevo.

– Oye, con calma -dijo Dave-. ¿Qué te pareció la idea del libro?

– ¿Fronteras ? -dijo Baedecker-. Me gustó.

– ¿Crees que el proyecto vale la pena?

– Sin duda.

– Bien -siguió Dave-. Quiero que me ayudes a escribirlo.

– ¿Por qué, por Dios? Lo estás haciendo bien.

– No, no lo hago bien -dijo Dave-. No puedo escribir las partes relacionadas con las personas. Aunque mi trabajo en el Capitolio me diera tiempo para viajar e investigar, lo cual no ocurrirá, yo no podría escribir esa parte.

– La parte del ruso, Belyayev, es sensacional.

– Oí todas esas pamplinas cuando estuve en Rusia por lo del programa Apollo -Soyuz -dijo Dave-. Las partes más recientes tienen diez años. Lo más crucial del libro será averiguar qué buscan los cuatro norteamericanos. Y no quiero esas chorradas del Reader's Digest : «El teniente coronel Brick Masterson se ha retirado de la NASA para realizar una carrera de éxito que combina la distribución de cerveza Austin con la participación en una empresa de espectáculos de luchadoras lesbianas que pelean en el lodo.» No, Richard, quiero saber qué sienten estos sujetos. Quiero saber cosas que no les cuentan a las esposas en medio de la noche, cuando no pueden dormir. Quiero saber qué los impulsa desde la médula. No me importa que esos ex pilotos no sepan expresarse. Espero que llegues allí con tu pequeño rectoscopio epistemológico… demonios, eso ha estado bien… no estoy tan borracho si puedo decir esto, ¿eh? Quiero que llegues allí y averigües qué necesitamos saber sobre nosotros mismos. ¿De acuerdo?

– No creo… -dijo Baedecker.

– Cállate, por favor. Piensa en ello. Dame tu respuesta cuando haya nacido mi hijo. Regresaremos a Salem y Lonerock pocas semanas después del parto. Tómate tiempo hasta entonces. Es una orden, Baedecker.

– Sí, señor.

– Cielos -dijo Dave-. Arrollaste a esa pobre serpiente y ni siquiera era una cascabel.

Tendido en el sofá del estudio de Dave, Baedecker observa los rectángulos de luz que se desplazan por los estantes -las luces de los coches que pasan- y piensa. Recuerda el comentario de Dave -«Fue uno de los momentos más felices de mi vida»- y trata de evocar un momento similar. Los recuerdos se le agolpan en la mente -la infancia, Joan en los primeros años, la noche en que nació Scott- pero, aunque todos son importantes y satisfactorios, cada uno es rechazado. Luego recuerda un acontecimiento simple que ha llevado consigo con los años como una instantánea ajada, para mirarla en momentos de soledad y desconcierto.

Fue un episodio menor. Unos minutos. Volaba del Cabo a Houston durante los últimos meses de entrenamiento. Estaba solo en su T-38 -al igual que Dave una semana atrás- cuando, impulsivamente, sobrevoló el complejo donde vivía. Baedecker recuerda que su esposa y su hijo de siete años salieron en ese instante, la claridad con que los vio desde una altitud de doscientos metros a setecientos kilómetros por hora. Recuerda la luz del sol bailando sobre el plexiglás mientras hacía girar el T-38 en una pirueta triunfal, y luego otra, celebrando el cielo, el día, la misión inminente, su amor por las dos pequeñas figuras que había visto.

En la casa alguien tose ruidosamente y Baedecker se despabila, condicionado por años de atención a los resuellos de su hijo durante la noche. Un rectángulo de luz blanca se desplaza por la oscura hilera de libros y él trata de relajarse.

Al fin se duerme. Y llega el sueño.

Es uno de esos dos o tres sueños que Baedecker no reconoce como tales. Es un recuerdo. Lo ha tenido durante muchos años. Cuando despierta, jadeando y aferrado a la cabecera, sabe de inmediato que ha sido el sueño. Sentado en la oscuridad del estudio de Dave, sintiendo el sudor que se le seca en el rostro y el cuerpo, sabe que el sueño -por primera vez- ha sido diferente.

Hasta ahora el sueño siempre había sido igual. Es agosto de 1962 y él despega de Whiting Field, cerca de Pensacola, Florida. Es un día sofocante y pegajoso, y Baedecker siente alivio cuando cierra la cabina del Starfighter F-104 y empieza a respirar oxígeno fresco. No se trata de un vuelo de prueba. Todo está probado en este F-104; el avión de aleación de cromo es equipo sólido, debe reunirse con un escuadrón de la Fuerza Aérea en la base Homestead, al sur de Miami. Baedecker ha pasado dos semanas conduciéndolo por el país en «visitas de cortesía interfuerzas», su primera tarea política para la NASA, llevando de paseo a personajes de la Armada y el Ejército que sienten curiosidad por el nuevo avión de combate. Un almirante retirado de Pensacola -una mole demasiado gorda para el traje de vuelo e incluso para el asiento trasero- palmeó a Baedecker en la espalda después del paseo y proclamó: «¡Una máquina volante de primera!» Como la mayoría de los pilotos que han volado en el F-104, Baedecker no está de acuerdo. La nave es impresionante por su potencia y su fuerza bruta -se usó en Edwards como máquina de entrenamiento para el X-15, que Baedecker ha pilotado por primera vez este verano- pero no es una máquina volante de primera; es un motor con un asiento eyector (en este caso dos) y dos alas chatas que ofrecen tanta superficie de sustentación como las aletas de una flecha.

Sentado en la cabina en este tórrido día de agosto, Baedecker se alegra de haber terminado la gira; tiene un vuelo en solitario de diez minutos hasta Homestead, y luego regresará a California en un transporte C-130. No envidia a los pilotos de la Fuerza Aérea que pilotarán el F-104 todos los días.

Las vaharadas de calor distorsionan la pista y la hilera de mangles. Baedecker avanza hasta su posición, llama a la torre para pedir autorización y clava los frenos mientras lleva el motor a plena potencia. Siente que todo es satisfactorio aun antes de que los paneles registren las lecturas apropiadas. La máquina tironea de su correa mecánica como un purasangre mordiendo el freno en la puerta de salida.

Baedecker llama de nuevo a la torre y suelta los frenos. La máquina brinca hacia delante, arrojándolo contra el asiento mientras el centro de la pista se vuelve borroso bajo el morro del avión. Aun así, el monstruo recorre demasiada pista hasta alcanzar velocidad de rotación. Baedecker alza el morro hacia una línea invisible situada veinte grados por encima de la arboleda que se abalanza hacia él, siente que el avión se desprende del suelo, alza la palanca y enciende el posquemador. Luego todo ocurre simultáneamente. La potencia desciende al diez por ciento de lo necesario, el tablero se pone rojo, Baedecker comprende que los rebordes que rodean el posquemador se han abierto y que el combustible se derrama en una estela llameante. La chicharra suelta alaridos de pánico. Baedecker baja instintivamente el morro, tira de la palanca en el mismo instante en que las primeras ramas se quiebran bajo el vientre del moribundo F-104. Baedecker se arquea en posición fetal, tira de la argolla, ve el dosel de plexiglás volando en un silencioso acto de levitación y espera una eternidad de 1,75 segundos hasta que la carga del asiento eyector se dispara y él sigue al dosel, pero demasiado tarde: el avión choca contra ramas gruesas, tala troncos de pinos, la sección de cola se estrella contra la base del asiento eyector; no es un impacto directo, sino un bofetón que lo hace girar. Baedecker queda cabeza abajo, el paracaídas de resorte se abre hacia el follaje que está a quince metros. Baedecker, con ambos tobillos rotos por el impacto, siente vibrar la cabeza. Luego se abre el paracaídas principal, los pies de Baedecker se elevan al cielo como los de un niño que sube demasiado en el columpio, el brusco tirón le rompe el hombro izquierdo, luego, tras un viraje en redondo, el hombro derecho; el paracaídas principal lo roza, un paraguas invertido color naranja que trata de cerrarse en sí mismo, que quizá se cierre y lo suelte en las llamas y la catástrofe, pero que finalmente vira un arco entero. Los pies rotos de Baedecker rozan las ramas superiores y las flores de combustible en llamas, sus pulmones respiran vapor y calor. Y luego, durante dos segundos interminables, cuelga bajo el dosel de seda según los designios de Dios y del hombre, deslizándose como un turista en un ala delta arrastrada por una lancha, sólo que abajo no hay agua, sino tocones y ramas destrozadas, diez mil estacas punji creadas en tres segundos por el violento impacto del avión, y llamas por doquier, llamas que se elevan en derredor, lenguas afiladas que le lamen el traje y las correas y los pies inmovilizados, y en dos segundos más aterrizará en esa confusión de estacas afiladas y fuego voraz, aterrizará sobre esos tobillos rotos, astillándose los huesos, el cuerpo y el paracaídas, chisporroteando en el incendio, asándose la piel como una mantis hirviente cuyo caparazón revienta en las llamas.