Baedecker llega a Lonerock media hora antes del poniente, pero el día gris ya no tiene luz. Conduce hasta el rancho de Kink, aparca el Toyota y lleva el cachorro a la casa. Le da leche, pone la caja junto a la estufa aún tibia de la cocina y se cerciora de que la casa tenga calor suficiente para el perro hasta que él regrese.

Afuera, Baedecker arranca los cables, saca la tabla de control de la cabina y realiza una inspección externa del Huey mientras un viento frío sopla del norte. Tarda el triple que cuando lo hacía con Dave, y cuando está de rodillas, tratando de hallar la válvula de combustible, la mano le palpita de frío y de dolor. Tiene tres dedos hinchados. Baedecker se sienta en el suelo escarchado y se pregunta si se habrá roto un dedo. Recuerda que en una ocasión, cuando tenía doce años, regresó al apartamento de la calle Kildare después de una riña en la escuela. Su padre le miró la mano magullada, sacudió la cabeza y dijo simplemente: «Si es absolutamente necesario que pelees, y si insistes en golpear a alguien en la cara, no lo hagas con la mano vacía.»

Al concluir con los chequeos externos, Baedecker se dispone a entrar por la portezuela izquierda, se detiene y se dirige al lado derecho. Se apoya en el patín, aferra el asiento y trepa al interior. Hace frío dentro del helicóptero. La máquina tiene calefacción y descongelantes, pero no puede derrochar batería en ellos antes de que arranque el motor. Si arranca.

Baedecker se sujeta, libera la traba inercial para inclinarse hacia adelante y chequea la consola y los interruptores. Cuando ha terminado, se reclina y su cabeza choca contra el casco de vuelo que está encima de la ménsula. Se pone el casco, ajustando los auriculares. No tiene intención de usar la radio, pero los auriculares le entibian los oídos.

Baedecker se reclina en el asiento, mueve la palanca de control cíclico entre las piernas, aferra la palanca de control colectivo con la mano izquierda. No logra cerrar la mano sobre ella, pero decide que así la podrá manejar. Practica el uso del índice y el pulgar para controlar la regulación.

Suelta un suspiro. Hace más de tres años que no maneja una aeronave de motor y se alegra de que la telemetría no esté enviando su ritmo cardíaco a un equipo médico; los doctores diagnosticarían taquicardia con un solo vistazo a los monitores. Baedecker abre el regulador con la mano izquierda y aprieta el interruptor con el dedo bueno. Se oye un gemido fuerte, la turbina despierta con un siseo, como cuando se enciende el piloto de un enorme termo, y el medidor de temperatura del gas de escape salta al rojo mientras los rotores comienzan a girar. A los cinco segundos la turbina zumba de manera uniforme, los rotores son un borrón, una presión suave desde arriba.

– Bien, de acuerdo -le dice Baedecker al micrófono muerto-. ¿Ahora qué? -Enciende la calefacción y el descongelante, espera treinta segundos a que se despeje el parabrisas, apenas mueve la palanca de control colectivo. Ese ligero tirón -Baedecker recuerda el quisquilloso freno del viejo Volvo de Joan- incrementa el ángulo de inclinación elevando al Huey dos metros sobre los patines.

Un revoloteo no estaría mal, piensa Baedecker. Acelera para compensar el ángulo, y su mano izquierda protesta de dolor cuando le pide que haga dos cosas al mismo tiempo. Afloja a los tres metros, planeando sostener el Huey allí por un minuto, el parabrisas al nivel de la puerta del piso alto del granero de Kink, que está a quince metros. De inmediato la fuerza de torsión intenta impulsar la máquina en sentido contrario a las agujas del reloj sobre el eje. Baedecker aprieta el pedal derecho, compensa en exceso y el rotor de cola impulsa el Huey en dirección opuesta. Lleva la rotación a un ángulo de detención de 180 grados, donde empezó, pero entretanto el ángulo de inclinación reducido hace bajar y subir la nave. Baedecker empuja demasiado la palanca cíclica, nivelando a unas pulgadas del suelo para brincar varios metros cuando los controles responden.

Baedecker lo deja bajar a tres metros, mientras maniobra febrilmente con el regulador, la palanca, el control de inclinación y los pedales en un esfuerzo para lograr un mero revoloteo. Cuando cree que lo ha logrado, mira a la izquierda y nota que se desliza despacio, como si estuviera sobre rieles de vidrio, sin fricción, a tres metros del frío suelo directamente hacia el granero de Kink.

Patea el pedal para hacer girar la pesada máquina en una vuelta brusca, mueve la palanca hacia adelante y hacia atrás, y el Huey se desploma en un aterrizaje rechinante y torpe, botando dos veces antes de asentarse con un crujido sobre los patines, en el centro del patio.

Baedecker se pasa el dorso de la mano por la frente. El sudor le empapa el cuello y las orejas. Suelta la palanca y el control colectivo y se reclina. El arnés se mueve con él, reteniéndolo. Los rotores continúan girando.

– Bien, amigo -murmura Baedecker-, no me vendría mal una mano.

«Trata de contener el aliento, zopenco.» Es la voz de Dave por el interfono inactivo, a través de los silenciosos auriculares de Baedecker. Es la voz de Dave en su mente.

Baedecker se relaja, exhala una larga bocanada de aire, no inhala, deja que su mente vagabundee mientras su cuerpo recuerda esas horas de instrucción diecisiete años atrás. Aún conteniendo el aliento, alza la palanca de inclinación, tira de la palanca cíclica, ajusta la regulación y los pedales al elevarse, y revolotea sin esfuerzo a tres metros del suelo. Inhala con cuidado. Es un vuelo firme y grácil, tan simple como estar sentado en una lancha en un mar calmo. Baedecker hace girar el Huey, baja el morro para ganar velocidad, inicia un viraje largo y ascendente que lo llevará a Lonerock, a seiscientos metros.

Aún no está oscuro. En realidad es la primera vez que el sol asoma ese día por debajo de las nubes, pero Baedecker tantea la palanca colectiva buscando el interruptor y enciende y apaga varias veces la luz de aterrizaje. Abajo, el cubo oscuro de la cúpula de la escuela permanece en penumbra, Baedecker se estabiliza a ocho mil metros y apunta el morro del Huey con rumbo oeste-sudoeste.

A cien nudos, el viaje durará menos de quince minutos. El sol poniente le da en los ojos. Se calza el casco-visor, pero la vista es demasiado oscura, así que se lo echa hacia atrás y entorna los ojos. El monte Hood está aureolado por una corona de oro, las nubes irradian tonos rosados y amarillos como liberando los colores que absorbieron esa semana.

Baedecker desciende a cien metros al dejar atrás el río John Day. Sonríe. Casi oye la voz de Dave: «Esto se llama vuelo SLC, chico. Sigo Las Carreteras.» Casi pasa por alto la ruta de acceso del ashram porque está mirando un hato de vacas al sur, pero luego vira a la derecha en una cómoda maniobra, sintiendo que ahora la máquina trabaja con él y él con ella, mirando por la ventanilla las matas de salvia y los bancos de nieve y los pinos bajos que arrojan largas sombras sobre un cauce seco.

Sobrevuela el bloqueo caminero a 50 metros; ve salir a dos hombres y resiste el impulso de descender en vuelo rasante a 120 nudos con los patines a dos metros del suelo. No ha venido para eso.

Tres kilómetros después cruza una elevación, ve el ashram y comprende su error.

Es una condenada ciudad. El camino se transforma en asfalto a través del largo valle, cientos de tiendas permanentes se alinean a un lado, edificios y aparcamientos al otro. En la intersección de dos calles surge una gigantesca estructura, un verdadero ayuntamiento, y detrás de ella varias hileras de autobuses aparcados; una multitud de personas corretean por las calles. Baedecker sobrevuela por dos veces la arteria principal a más de treinta metros de altura, pero el ruido de los rotores sólo consigue atraer a más gente de los edificios y las tiendas. Las calles lodosas se convierten en un hormigueo de camisas rojas. Baedecker teme que le disparen en cualquier momento. Sostiene el Huey en un revoloteo indeciso sobre lo que podría ser el ayuntamiento, un edificio largo con techo permanente y suelo y paredes de lona, y piensa: «¿Y ahora qué?»

«Relájate.»

Baedecker se relaja. Hace rotar el helicóptero hacia el sol que se oculta detrás de los cerros. El repentino crepúsculo es más agradable que el día gris. Echando una ojeada al complejo de más de un kilómetro de largo, avista una colina de cima roma cerca de un edificio en construcción de madera en la esquina sudeste del pueblo. La colina y la estructura solitaria se encuentran alejadas de las principales arterias, separadas por varios cientos de metros del resto del laberinto.

Sobrevuela una vez e inicia un cuidadoso descenso. Se halla a diez metros de la cima de la colina cuando por el rabillo del ojo distingue una forma roja. Cinco personas han salido del edificio en construcción, pero Baedecker sólo tiene ojos para el que está delante. La figura aún se encuentra a sesenta metros, a la sombra del edificio, pero Baedecker sabe al instante que es Scott: más delgado que nunca, sin la barba que llevaba en la India, con el pelo más corto que nunca en los últimos diez años, pero Scott.

Aterriza ágilmente, y el Huey se asienta sobre los patines sin un quejido. Por un minuto, Baedecker tiene que concentrarse en la consola, dejando que los rotores giren en un susurro caliente pero asegurándose de que la máquina permanecerá en tierra unos minutos. Cuando mira hacia adelante, ve a cuatro de las figuras aún inmóviles en la penumbra, sólo Scott avanza deprisa colina arriba, trotando por la escarpada y pedregosa cuesta.

Baedecker abre la portezuela, deja el casco en el asiento y sale agachándose instintivamente bajo los rotores. En el linde de la colina permanece erguido un instante, los brazos en jarras. Luego, avanzando deprisa y con firmeza sobre ese terreno traicionero, desciende al encuentro de su hijo.