– …agradezco lo que has hecho, Richard -dice Diane-. En realidad nunca lo puse en duda, pero había muchas preguntas que no podía contestar.

– Diane -dice Baedecker-, sé por qué Dave vino a Lonerock. Quería haceros un regalo especial a ti y al bebé. -Baedecker hace una pausa-. No estaba… eh… no estaba listo cuando él vino aquí -miente-. Pero yo lo llevaré esta noche, si te parece bien. -Baedecker mira hacia el Toyota donde el cachorro raspa la caja en el asiento trasero, junto a la caja que contiene el manuscrito de Dave.

– Sí -dice Diane, aspirando aire-. Richard, tú sabes que la ecografía indicaba que tendríamos un varón.

– Dave me lo contó.

– ¿Te habló de los nombres que habíamos pensado?

– No -dice Baedecker-, no creo.

– Ambos conveníamos en que Richard es bonito -dice Diane-. Especialmente si tú piensas lo mismo.

– Sí -contesta Baedecker-. Yo pienso lo mismo.

Baedecker enfila hacia el sur por la carretera 218, dejando atrás Mayville y Fossil, cruzando el río John Day más allá de Clarno. El ancho camino de grava del rancho ashram sale de la carretera asfaltada. Baedecker conduce por ella cinco kilómetros, pensando en Scott. Recuerda el regreso a Houston el verano del Watergate, hace tanto tiempo: quería hablar más con su hijo pero no atinaba a hacerlo, presintiendo que a pesar de todo Scott también quería hablar, cambiar las cosas.

La carretera está bloqueada en un punto donde se estrecha entre dos zanjas profundas. Cierra el paso una limusina azul aparcada diagonalmente. A la izquierda hay una pequeña garita con techo inclinado, paredes marrones y una sola ventana, a Baedecker le recuerda las paradas de autobuses cubiertas que hay al borde del camino en Oregon. Se detiene y baja del Toyota. El cachorro duerme en el asiento trasero.

– Sí, señor. ¿En qué podemos servirle? -pregunta uno de los tres hombres que salen de la garita.

– Me gustaría pasar -dice Baedecker.

– Lo lamento, señor, nadie puede cruzar este punto -explica el hombre. Dos de ellos son corpulentos y barbudos; el que habla es el más fornido, mide uno noventa. Tiene poco más de treinta años y lleva una camisa roja bajo el chaleco. Del chaleco cuelga un medallón con una fotografía del gurú.

– Este es el camino del ashram, ¿verdad? -pregunta Baedecker.

– Sí, pero está cerrado -dice el segundo hombre. Lleva una camisa a cuadros oscura con una placa barata del servicio de seguridad.

– ¿El ashram está cerrado?

– El camino está cerrado -dice el grandote, cambiando de tono. No había más «señor»-. Haga girar ese vehículo.

– Estoy aquí para ver a mi hijo. Ayer hablé por teléfono con él. Ha estado enfermo, y quiero verlo y charlar. Dejaré mi coche aquí si usted quiere llevarme.

El grandote sacude la cabeza y avanza tres pasos con aire prepotente. Baedecker sabe que no lo dejarán pasar. Nunca ha visto a este sujeto, pero lo conoce bien; ha visto a sus congéneres en bares, de San Diego a Yakarta. Ha conocido a muchos tíos parecidos entre los marines . Durante un tiempo, cuando era joven, Baedecker había pensado en ser como él.

Baedecker mira al tercer hombre: poco más que un muchacho, delgado y picado de viruela. Sólo lleva una camisa roja de algodón y tirita en la fría brisa del norte.

– No -dice el grandote, acercándose amenazadoramente-. Dé la vuelta, papá.

– Me gustaría ver a mi hijo -insiste Baedecker-. Si tiene un teléfono ahí, llamemos a alguien.

Baedecker trata de sortearlo, pero el grandote lo detiene con tres dedos, golpeándole el pecho con fuerza.

– He dicho que dé la vuelta. Retroceda hasta ese punto mas ancho y dé la vuelta.

Baedecker siente una sensación aguda, fría y familiar, pero se detiene y retrocede dos pasos. El grandote es puro hombros, pecho y brazos, un cuello taurino bajo una barba hirsuta, pero el vientre es grande y blando, incluso bajo el chaleco. Baedecker se mira su propio estómago y sacude la cabeza.

– Probemos de nuevo -dice Baedecker-. Este camino todavía pertenece al condado. Pregunté en Condon. Si usted tiene teléfono o radio, hablemos con alguien que sepa pensar y tomar decisiones adultas. De lo contrario, lléveme hasta el ashram y hallaremos a alguien.

– Ah-ah -dice el grandote, mostrando los dientes. El hombre de barba se acerca a su amigo mientras el más joven retrocede hacia la puerta de la garita-. Muévase, papá -dice el grandote. Los tres dedos golpean de nuevo el pecho de Baedecker. Baedecker retrocede otro paso.

El hombre muestra más dientes, complacido con la retirada de Baedecker, avanza de nuevo y prepara la palma para darle un buen empellón. Baedecker sigue el movimiento, coge el brazo tendido, lo hace girar hacia atrás y hacia arriba, no tan violentamente como para romper los huesos pero con rapidez suficiente para provocar desgarrones internos. El grandote grita y forcejea, Baedecker sigue sus movimientos observando al segundo hombre, tira hacia arriba sólo con la mano derecha, apoyándose en el grandote mientras lo aplasta de bruces contra el capó del Toyota.

El hombre de la placa suelta un grito mientras avanza, ambos brazos tendidos como un luchador. Baedecker le pega tres veces con la mano izquierda, los dos primeros golpes rápidos e inútiles, el tercero sólido y satisfactorio, en plena garganta. El hombre recula con ambas manos en el cuello, las botas de cowboy se le atascan en la grava del borde del camino, se desploma en la zanja.

El grandote todavía resopla y se desliza por el capó, pateando y tratando de recobrar el brazo. Baedecker se desliza con él, preparado para usar ambas manos, cuando ve que el joven sale de la garita con una escopeta calibre 12.

Hay tres metros entre Baedecker y el joven. El chico sostiene el arma a baja altura, casi como el pequeño Scott cuando aferraba la raqueta de tenis, antes de que Baedecker le enseñara. Baedecker no le vio meter la primera bala en la recámara, y presiente que nadie lo ha hecho antes de que el chico saliera de la garita. Baedecker titubea un segundo, pero la furia fría y afilada que sentía un segundo antes es ahora reemplazada por la caliente cólera contra sí mismo. Hace girar al grandote y lo lanza contra el joven de tal modo que el grandote cae hacia delante, olvida que el brazo derecho ya no detendrá su caída, y cae de bruces en la grava y el lodo, a los pies del joven de la escopeta.

El chico grita algo, agita la escopeta como una varita mágica, pero Baedecker lo ignora, sube al Toyota, retrocede por el camino de grava, vira en redondo y regresa por donde ha venido.

Baedecker había escuchado la cinta a solas, en una pequeña habitación de la base McChord de la Fuerza Aérea. No decía mucho. La voz del joven controlador era profesionalmente nítida, pero se le notaba el filo del miedo bajo la superficie. La voz de Dave empleaba el tono que Baedecker consideraba su voz de vuelo: parsimoniosa, con el marcado acento de su infancia en Oklahoma.

Seis minutos antes de la colisión. El controlador: Afirmativo, Delta Águila dos-siete-nueve, apagón de motor. ¿Desea declarar una emergencia? Cambio.

Dave: Negativo, Centro Portland. Regreso y lo pensaremos un poco antes de embrollar todos los horarios de las aerolíneas. Cambio.

Dos minutos antes de la colisión. Controlador: Enterado, autorización para pista tres-siete, Delta Águila dos-siete-nueve. ¿Tiene usted confirmación de que el tren de aterrizaje esta operativo? Cambio.

Dave: Negativo, Centro Portland. No tengo luz verde sobre eso, pero tampoco luz roja. Cambio.

Controlador: Enterado, Delta Águila dos-siete-nueve. ¿Cuenta con un procedimiento en caso de que el tren esté atascado y no descienda? Cambio.

Dave: Afirmativo, Centro Portland.

Controlador: Muy bien, Delta Águila dos-siete-nueve. ¿Cuál es el procedimiento? Cambio.

Dave: El procedimiento es el siguiente, Portland: coge tus calcetines. Cambio.

Controlador: Repita, por favor, Delta Águila dos-siete-nueve. No captamos eso. Cambio.

Dave: Negativo, Portland. Ahora estoy ocupado. Cambio.

Controlador: Enterado, Delta Águila. Por favor… tenga en cuenta que su lectura actual de altitud es dos-dos-uno-cero y que en su trayectoria hay riscos de hasta mil quinientos metros. Repito, riscos hasta uno-cinco-doble cero. Cambio.

Dave: Enterado. Bajo a dos mil metros. Recibido riscos adelante hasta uno-cinco-doble cero. Gracias, Portland.

Dieciséis segundos antes de la colisión. Dave: Saliendo de las nubes a mil setecientos metros, Portland. Veo luces a la derecha. Bien, ahora…

Luego nada.

Baedecker escuchó la cinta tres veces y en la tercera oyó el «Bien, ahora» de otro modo. La voz parsimoniosa era de triunfo. Algo había empezado a andar bien para Dave en los últimos segundos.

A Baedecker la grabación le recordó otra ocasión, otro vuelo. Pensó en la fecha del viejo periódico en la mañana del entierro de Dave: 21 de octubre de 1971. Quizá. Ese vuelo había sido a fines de octubre, poco antes de la misión.

Volaban a Houston desde el Cabo en un T-38, Baedecker en el asiento delantero. Estaban sobre el golfo de México, pero el único mar que veían era el mar de nubes mil metros debajo de ellos, un resplandor lechoso en todo el horizonte a la luz de una luna en cuarto creciente. Habían volado en silencio durante un rato cuando Dave dijo por el interfono:

– Iremos allá arriba en un par de meses, amigo.

– Siempre que logres hacer la secuencia Pings en el simulador la próxima vez -dijo Baedecker.

– Iremos -dijo Dave-. Las cosas nunca serán iguales.

– ¿Por qué no? -preguntó Baedecker, mirando hacia arriba. La luz se descomponía en el prisma de plexiglás, distorsionando la forma de la luna.

– Porque nosotros no seremos iguales, Richard -contestó Dave lentamente-. La gente que pisa suelo sagrado sale cambiada, amigo mío.

– ¿Suelo sagrado? ¿De qué demonios hablas?

– Confía en mí -dijo Dave.

Baedecker había callado un minuto, dejándose envolver por la pulsación pareja de los motores y el flujo de oxígeno.

– Confío en ti -dijo al fin.

– Bien -asintió Dave-. Pásame los mandos, por favor.

– Los tienes.

Dave lanzó el T-38 en un ascenso abrupto, acelerando al subir, hasta que Baedecker quedó tendido de espaldas mirando la luna mientras escalaban el cielo. La región de las colinas Marius quedaría perfectamente iluminada en el amanecer lunar. Dave mantuvo el ascenso hasta que el tenso avión alcanzó más de quince kilómetros de altura -dos mil metros más de su techo oficial- y luego, en vez de volver al nivel horizontal, maniobró para ponerlo vertical, incapaz de ganar más altitud pero negándose a caer, el T-38 quedó suspendido del morro entre el espacio y el mar de nubes que rodaba 15.000 metros más abajo, la gravedad no desafiada pero anulada, todas las fuerzas del universo equilibradas y armonizadas. No podía durar. Un instante antes de que el avión entrara en barrena, Dave maniobró con el timón izquierdo y el aparato corcoveó como un animal al que le tiran de la rienda, y luego se lanzaron en un descenso de setenta kilómetros que terminaría en Houston y en casa.