– ¿Cuánto hace que está vacía? -preguntó Baedecker cuando entraron en la cocina a través de los escombros de yeso.

– Papá murió en el 56 -dijo Dave-. Después de eso vivieron un par de familias un tiempo, pero jamás lo consiguieron. Es difícil sobrevivir en una finca pequeña. Papá nunca decidió si quería ser granjero o ranchero. No tenía agua suficiente para probar suerte con una granja, y no había pasto suficiente para hacer justicia a un rancho.

– ¿Qué edad tenías cuando murió tu padre?

Dave bebió un largo sorbo de cerveza y miró por la ventana de la cocina.

– Diecisiete -dijo-. Ese fue el primer verano que no cogí el tren para venir aquí. Tenía una novia y un empleo estival en Tulsa. Cosas importantes que hacer. -Arrojó la lata de cerveza en el fregadero-. Ven aquí, quiero enseñarte algo.

Se alejaron del granero y los demás edificios. Al igual que la casa principal, el granero estaba construido para durar. Baedecker leyó el lugar de origen de los grandes goznes: Lebanon, Pennsylvania, Patentado 1906. Cruzaron un campo y Baedecker empezaba a temer de nuevo las serpientes cuando Dave se detuvo, señaló una amplia depresión circular y dijo:

– El Lago de las Negretas.

Baedecker tardó un minuto en verlo. La loma donde se encontraban debía de haber sido parte de la ribera este, la madera podrida que tenían debajo un canal de la zanja de irrigación que llevaba agua al estanque, y la garganta seca del norte era la presa. A cincuenta metros estaba el otro dique, con media docena de álamos polvorientos inclinados sobre la cuesta poblada de malezas que había sido la ribera oeste.

– Richard -dijo Dave-, ¿no te has preguntado cuánto tiempo de tu vida has pasado tratando de complacer a los muertos?

Baedecker bebió la cerveza y pensó en ello mientras Dave se sentaba en una roca y arrancaba una larga hoja de hierba para mascarla.

– Creo que subestimamos la cantidad de tiempo que dedicamos a tratar de satisfacer las expectativas de los muertos -continuó Dave-. Ni siquiera pensamos en ello, simplemente lo hacemos. -Señaló una mata de malezas y arbustos a veinte metros-. Allá amarrábamos nuestra vieja balsa. El agua sólo tenía un par de metros de profundidad, pero no me dejaban nadar en el lado sur porque estaba lleno de juncos y plantas acuáticas y se te enganchaban los pies. Papá los arrancaba cada año y reaparecían en verano. Allí perdió un perro de caza, antes de que yo naciera. Un verano… debía de ser mi tercer verano aquí, yo tendría nueve años… mi perro Blackie se enganchó en las plantas cuando nadaba hacia la balsa donde yo lo esperaba.

Dave hizo una pausa y masticó la hierba. El sol se ponía y las sombras de los álamos se estiraban más allá del estanque muerto.

– Blackie era medio labrador -dijo Dave-. Papá me lo regaló cuando nací, y por alguna razón era muy importante para mí. Tal vez por eso siguió siendo mi perro, aunque yo sólo lo veía en verano a partir de los seis años, después de que mamá y yo nos mudáramos. No temamos lugar para él en Tulsa. Aun así, era como si él esperase todo el año esas diez semanas de cada verano. No sé por qué era tan importante que ambos tuviéramos la misma edad, que hubiéramos nacido casi al mismo tiempo, pero lo era.

»Ese día yo había terminado mis tareas de la mañana y estaba tendido de bruces en la balsa, casi dormido, cuando oí que Blackie nadaba hacia la balsa. De pronto el ruido cesó, miré pero no vi rastros de él, sólo ondas. De inmediato supe lo que había ocurrido: los juncos. Me zambullí sin pensar. Oí el grito de mi padre desde detrás del cobertizo cuando emergí, pero me sumergí de nuevo, tres o cuatro veces, entreabriendo los juncos, atascándome, liberándome a puntapiés para intentarlo de nuevo. No se veía nada, el lodo te aferraba el tobillo y te arrastraba hacia abajo. La última vez que emergí tenía ese agua pestilente en la nariz, estaba totalmente enlodado y veía que papá me gritaba desde la orilla, pero bajé de nuevo, y cuando ya no me quedaba aire y los juncos me rodeaban y tuve la certeza de que ya no valía la pena intentarlo, entonces sentí a Blackie en el fondo. Ya no forcejeaba. Ni siquiera subí a respirar. Seguí apartando los juncos y pateando el lodo, aferrándolo porque sabía que no lo encontraría de nuevo si lo soltaba un segundo. Me quedé sin aire. Recuerdo que tragué ese agua pestilente, pero qué diablos, no pensaba subir sin mi perro. De alguna manera me liberé y lo arrastré hacia la orilla. Papá nos llevó a ambos hasta la costa, preocupado y enfadado al mismo tiempo, yo tosía agua y lloraba y trataba de lograr que Blackie respirara. Estaba seguro de que se había ahogado, tenía el cuerpo flojo y pesado. Se notaba al tacto que estaba lleno de agua, tieso. Pero yo seguía masajeándole las costillas mientras vomitaba agua, y que me cuelguen si ese perro de pronto no escupió un par de litros de agua sucia y empezó a gimotear y respirar de nuevo.

Dave se sacó la hoja de hierba de la boca y la tiró.

– Fue uno de los momentos más felices de mi vida. Papá dijo que estaba furioso conmigo y me amenazó con darme una tunda si me zambullía de nuevo… pero yo sabía que estaba orgulloso. Una vez, cuando fuimos a Condon en el camión, oí que le contaba la historia a un par de amigos, y supe que estaba orgulloso de mí. Sabes, Richard, pensaba en ello cuando pilotaba helicópteros de evacuación médica en Vietnam, y supe que era algo más que complacer a papá. Odiaba estar en Vietnam. Me moría de miedo todo el tiempo y sabía que me iba a estropear la carrera cuando se enterasen de lo que estaba haciendo. Odiaba el clima, la guerra, los insectos, todo. Y era feliz. Lo pensé entonces y comprendí que me hacía muy feliz salvar cosas, salvar a la gente. Era como si todo en el universo conspirara para hundir a esos hijos de perra, para engullirlos, y yo aparecía en ese condenado helicóptero y aguantaba porque nos negábamos a dejar que se hundieran.

Regresaron a la casa, instalaron la parrilla cerca del jeep y cocinaron la cena. El frío de la noche llegó en cuanto se borró la luz del sol. Baedecker vio dos picos volcánicos que reflejaban los últimos destellos al norte y al este. Esperaron a que las brasas estuvieran listas, pusieron las hamburguesas, añadieron gruesas rodajas de cebolla y comieron vorazmente, con cervezas.

– ¿Has pensado alguna vez en comprar el rancho y reconstruirlo? -preguntó Baedecker.

Dave negó con la cabeza.

– Demasiados fantasmas.

– Aun así, has venido a vivir en las cercanías.

– Sí.

– Una amiga mía dice que podría haber lugares de poder -dijo Baedecker-. Que no está mal que pasemos la vida buscándolos. ¿Qué opinas?

– Lugares de poder -dijo Dave-. Como las líneas magnéticas de fuerza de la señora Callahan, ¿eh?

Baedecker asintió. La idea sonaba absurda, desde luego.

– Creo que tu amiga tiene razón -dijo Dave. Sacó otra cerveza de la nevera portátil y le sacudió el hielo-. Pero apuesto a que la cosa es más complicada. Hay lugares de poder, sin duda. Pero es como decíamos anoche. Hay que contribuir a crearlos. Tienes que estar en el sitio indicado en el momento indicado y saberlo.

– ¿Y cómo lo sabes? -preguntó Baedecker.

– Porque sueñas con él pero no piensas en él -dijo Dave.

Baedecker abrió otra cerveza y apoyó los pies en el salpicadero. La casa era sólo una silueta contra un cielo desleído. Baedecker se cerró la cazadora.

– Sueñas con él pero no piensas en él.

– Correcto. ¿Has practicado alguna vez meditación zen?

– No.

– Yo la practiqué durante varios años -dijo Dave-. La idea es liberarte de los pensamientos, para que no haya nada entre tú y la cosa. Se supone que al no mirar ves con claridad.

– ¿Funcionó?

– No -contestó Dave-, no para mí. Me ponía a cantar mi mantra o lo que fuese y pensaba en todas las cosas del universo. La mitad del tiempo tenía sueños eróticos que me provocaban una erección. Pero encontré algo que sí funcionaba.

– ¿Qué?

– Nuestro entrenamiento para la misión -dijo Dave-. Las interminables simulaciones dieron el resultado que supuestamente debía dar la meditación.

Baedecker sacudió la cabeza.

– No estoy de acuerdo. Fue todo lo contrario. Toda la maldita cosa, cuando al fin ocurrió, era igual que las simulaciones. Yo no experimenté nada especial por toda la preprogramación que me habían inculcado las simulaciones.

– Sí -dijo Dave, dando un último mordisco a su hamburguesa-, eso creía yo. Luego comprendí que no era así. Lo que hicimos fue transformar esos dos días en la Luna en un sacramento.

– ¿Un sacramento? -Baedecker se caló la gorra sobre las cejas y frunció el ceño-. ¿Un sacramento?

– Joan era católica, ¿verdad? -preguntó Dave-. Recuerdo que ibas a misa con ella en Houston.

– Sí.

– Bien, entonces entiendes a que me refiero, aunque actualmente no se hace tan bien como cuando yo era niño e iba con mamá. El latín contribuía.

– ¿Contribuía a qué?

– Contribuía al ritual. Y en la misión contribuyeron las simulaciones. Cuanto más ritualizado está, menos pensamientos se interponen. ¿Recuerdas los primero que hizo Buzz Aldrin cuando tuvieron unos pocos minutos de tiempo libre después del aterrizaje del Apollo 13.

– Celebrar la comunión -dijo Baedecker-. Se llevó el vino y todo lo demás en su botiquín personal. El era… ¿qué…? ¿presbiteriano?

– No importa -dijo Dave-. Pero lo que Buzz no comprendió es que la misión misma ya era el ritual, el sacramento ya estaba allí, esperando a que alguien lo celebrara.

– ¿Cómo? -preguntó Baedecker, aunque la verdad de lo que decía Dave ya le había afectado por dentro.

– Vi la fotografía que dejaste allá -dijo Dave-. Esa foto de ti, Joan y Scott. Junto al paquete de experimentos sísmicos.

Baedecker no dijo nada. Se recordaba arrodillado en el crepúsculo lunar ante la fotografía, bajo las capas del traje presurizado, bajo la bendición de la cruda luz del sol.

– Yo dejé una vieja hebilla de mi padre -dijo Dave-. La dejé al lado de los espejos de reflexión láser.

– ¿De veras? -preguntó Baedecker, realmente sorprendido-. ¿Cuándo?

– Cuando tú preparabas el Rover para el viaje a Rill 2 en la primera actividad extravehicular. Demonios, me sorprendería que alguno de los doce que caminamos allá arriba no hubiera hecho algo así.

– Nunca pensé en ello -dijo Baedecker.

– El resto fue un mero preparativo para desechar lo intrascendente. Incluso los lugares de poder son inútiles a menos que estés dispuesto a llevar algo a ellos. Y no me refiero sólo a las cosas que llevamos: son al verdadero sacramento lo que ese trozo de pan es a la Eucaristía. Luego, si al regresar eres igual que antes, sabes que no era un lugar de poder.