El niño se encogió de hombros otra vez, el mismo gesto desmañado que Baedecker le había visto muchas veces cuando lo lastimaba un amigo o fallaba en una tarea simple.

– No sé -dijo.

– Sabes por qué lo has dicho. Dime de qué estás hablando.

Scott miró hacia otro lado y ladeó la cabeza para apartarse el pelo de los ojos.

– Nunca estás en casa. -La voz era aguda, pero no quejosa.

– Mi trabajo me obligaba a viajar, lo sabes. Pero ahora cambiará.

– Sí, claro -dijo Scott-. Pero no es eso, de todos modos. Mamá nunca está contenta, y tú nunca lo notas. Ella odia Houston, odia la NASA, odia a tus amigos y odia a mis amigos. No le gusta nada, salvo esos malditos clubes.

– Cuidado con lo que dices, Scott.

– Es verdad.

– Aun así, cuidado con cómo lo dices.

Scott ladeó la cabeza y miró el lago en silencio. Baedecker aspiró profundamente y trató de contemplar la noche de agosto. El olor a agua, pescado y aceite le recordaba los veranos de su infancia. Cerró los ojos y evocó esa ocasión, después de la guerra, cuando tenía trece años y él y su padre habían ido a Big Pine Lake, Minnesota, a pasar tres semanas cazando y pescando. Baedecker había disparado contra latas con el cañón calibre 22 de su escopeta, pero cuando llegó el momento de limpiar el arma se dio cuenta de que había dejado la varilla en casa. Su padre meneó la cabeza con callada reprobación, un gesto más doloroso que un bofetón para el joven Baedecker, pero luego dejó sus avíos de pesca, sujetó una pequeña plomada a una cuerda, la metió en el cañón de la 22 y ató un trapo a la cuerda. Baedecker estaba dispuesto a limpiar el rifle, pero su padre sostuvo el otro extremo del cordel y entre los dos hicieron pasar el trapo, moviéndolo hacia ambos lados, hablando de cosas sin importancia. Continuaron largo rato cuando el cañón estuvo limpio. Baedecker recordaba cada detalle de su padre: la camisa a cuadros, arremangada hasta los codos, el lunar en el bronceado brazo izquierdo, el olor a jabón y tabaco, la modulación de la voz. Pero ante todo recordaba la melancólica y persistente conciencia de sus sentimientos: su ineptitud, incluso entonces, para sólo experimentarlos. Mientras limpiaba el rifle con gran satisfacción, era consciente de esa satisfacción, consciente de que algún día su padre estaría muerto y él recordaría plenamente ese momento, incluso esa conciencia.

– ¿Sabes qué odio? -dijo Scott con voz calma.

– ¿Qué odias?

El niño señaló hacia arriba.

– Odio la maldita luna.

– ¿La luna? -preguntó Baedecker asombrado-. ¿Por qué?

Scott se montó a horcajadas sobre la baranda. Se apartó el pelo de los ojos.

– Cuando estaba en primer grado, conté a la clase que formabas parte de la tripulación primaria de la misión. La señorita Taryton dijo que era magnífico, pero había un chico que se llamaba Michael Bizmuth. Era insoportable, nadie quería jugar con él. Se me acercó en el recreo y me dijo: «Oye, tu padre morirá allá arriba y lo enterrarán y tendrás que mirarla toda tu vida.» Entonces le pegué en la boca y me metí en problemas. Mamá no me dejó ver la televisión durante dos semanas. Pero cada noche, durante un año, antes de tu misión, yo me arrodillaba a rezar una hora. Una hora cada noche. Me dolían las rodillas, pero me quedaba una hora entera.

– Nunca me lo habías contado, Scott -dijo Baedecker. Quería decir algo más, pero no se le ocurría nada.

Scott no parecía escuchar. Se apartó el pelo de los ojos y frunció el entrecejo.

– A veces rezaba para que no fueras, y a veces rezaba para que no murieras allá… -Scott se interrumpió y miró a su padre-. Pero casi siempre, ¿sabes para qué rezaba? Rezaba para que, en caso de que murieras allá, te trajeran de vuelta y te sepultaran en Houston, en Washington o en cualquier parte que no tuviera que mirar de noche, viendo tu tumba colgada en el cielo el resto de mi vida.

– ¿Piensas en el suicidio alguna vez, Richard? -preguntó Dave.

Era domingo por la mañana. Se habían levantado temprano, y tras un suculento desayuno de dirigían a las colinas a cortar leña en una camioneta que Kink les había prestado.

– No -dijo Baedecker-. No demasiado, al menos.

– Yo sí -dijo Dave-. No en el mío, claro, sino en el concepto.

– ¿Qué hay que pensar? -preguntó Baedecker.

Dave redujo la velocidad para vadear un arroyuelo. El camino de Sunshine Canyon -grava, tierra, baches- ahora era una senda en la arboleda.

– Muchas cosas -dijo Dave-. Por qué, cuándo, dónde y, quizá lo más importante, cómo.

– No entiendo por qué el cómo importa tanto -dijo Baedecker.

– ¡Claro que sí! Uno de mis pocos héroes es J. Seltzer Sherman. Habrás oído hablar…

– No.

– Claro que sí. Sherman era un proctólogo de Buffalo, Nueva York, que sufrió una fuerte depresión en 1965. Decía que ya no veía la luz en el extremo del túnel. Voló a Arizona, compró un poste telefónico, afiló una punta y lo arrastró con una mula hasta el Gran Cañón. Sin duda recuerdas eso.

– No.

– Salió en todos los periódicos. Tardó diez horas en bajar. Enterró el poste afilado con la punta hacia arriba, pasó catorce horas regresando cuesta arriba y saltó del borde sur.

– ¿Y? -dijo Baedecker.

– Erró por esto -dijo Dave, mostrando un corto espacio entre el índice y el pulgar.

– Supongo que el poste aún está allí como desafío -comentó Baedecker.

– Exacto. Aunque el viejo J. Seltzer dice que tal vez lo intente de nuevo algún día.

– Aja.

– Cuando Diane era asistenta social en Dallas, veía muchos intentos de suicidio entre adolescentes. Decía que los chicos eran mucho más eficaces que las chicas. Tenían métodos más contundentes: armas de fuego, horcas, cosas así. Las niñas tomaban sobredosis de Midol después de llamar a los novios para despedirse. Diane dice que muchos chicos inteligentes se mataban. Casi siempre tienen éxito cuando lo intentan, según Diane.

– Tiene sentido -dijo Baedecker-. ¿Puedes aminorar la velocidad? Este viaje me está reventando los riñones.

– Los dos hombres que más admiraba se mataron con armas de fuego -dijo Dave-. Uno era Ernest Hemingway. Supongo que el por qué fue que no podía escribir más. El cuándo fue julio del 61. El dónde fue la sala de su casa de Ketchum, Idaho. El cómo fue una escopeta Boss de dos cañones que usaba para matar palomas. Se apoyó los dos cañones en la frente.

– Cielos, Dave -dijo Baedecker-. Es una mañana demasiado bonita para esta charla. -Continuaron un rato en silencio. El camino bordeaba un risco boscoso. Delante se extendían varios valles-. ¿Quién era el otro hombre que admirabas?

– Mi padre.

– No sabía que tu padre se hubiera matado -comentó Baedecker-. Una vez me dijiste que había muerto de cáncer.

– No -dijo Dave-. Dije que el cáncer lo llevó a la muerte. Así como el alcohol. Así como su soledad terminal. ¿Quieres ver el rancho?

– ¿Está cerca de aquí? -preguntó Baedecker.

– Diez kilómetros al norte -dijo Dave-. Él y mamá se divorciaron en una época en que no estaba tan de moda. Cuando yo era niño, viajaba en tren desde Tulsa para pasar los veranos en su rancho. Está enterrado en un cementerio a un par de kilómetros de Lonerock.

– Por eso compraste una casa aquí -dijo Baedecker.

– Por eso conocía la zona. Diane y yo nos interesamos en los pueblos fantasmas de Texas y California. Cuando vinimos a Salem, le enseñé esta parte del estado y descubrimos esa casa en venta de Lonerock.

– ¿Y por eso piensas en el suicidio? -preguntó Baedecker-. ¿Hemingway y tu padre?

– No, simplemente es un tema que me interesa. Como el aeromodelismo o curiosear en pueblos fantasmas.

– Pero ¿no lo relacionas contigo mismo?

– En absoluto -dijo Dave-. Aunque, espera, no es del todo cierto. ¿Recuerdas la misión, cuando tuvimos ese segmento de transmisión en vivo de ocho minutos, durante la última actividad extravehicular? En ese momento pensé en ello. Dave Scott había hecho esa rutina a lo Galileo, con el martillo y la pluma de halcón, ¿recuerdas? Era un número difícil de seguir, así que pensé en decir algo como: «Bien, amigos, no sabemos mucho sobre el efecto que tendría en la Luna la descompresión explosiva en el vacío sobre un empleado del gobierno. Aquí va.» Luego abriría la válvula del colector de orina de mi unidad y yo saldría de ella a borbotones como pasta dental de un tubo de Colgate aplastado, transmitido en vivo por tres canales de televisión americana en el horario más concurrido.

– Me alegra que no lo hayas hecho.

– Sí -dijo Dave, y guardó silencio un instante-. Sí, decidí que si no podíamos hacer nada más para llenar esos ocho minutos, daría el mismo discurso y luego abriría la válvula de tu colector de orina.

– ¿Scott?

– ¿Papá, eres tú?

– Sí -dice Baedecker-. Por Dios, es difícil dar contigo. Llamé seis veces, y en cada ocasión me hicieron esperar y luego me colgaron. ¿Cómo estás, Scott?

– Estoy bien, papá. ¿Dónde estás?

– En la base McChord en Tacoma -dice Baedecker-, pero me quedaré en Salem unos días. Scott, Dave Muldorff se mató la semana pasada.

– ¿Dave? -dice Scott-. Demonios, papá, lo siento de veras. ¿Qué ocurrió?

– Accidente de aviación -dice Baedecker-. Mira, no he llamado por esto. Tengo entendido que estuviste enfermo, e incluso en el hospital. ¿Cómo te encuentras ahora?

– Estoy bien, papá -dice Scott, pero Baedecker le nota el titubeo-. Todavía un poco cansado. ¿Cómo has sabido que estaba aquí?

– Maggie Brown me llamó -dice Baedecker.

– ¿Maggie? Oh, sí. Probablemente se lo dijo Bruce. Papá, lamento lo de tu visita a Poona el verano pasado.

El teléfono público emite un chasquido, y por un segundo Baedecker no oye nada.

– ¿Scott?

– Si, papá.

– ¿Qué pasa? ¿Ha empeorado tu asma de nuevo?

Varios minutos de silencio.

– Sí, creía que el Maestro me había curado el verano pasado, pero he tenido problemas de noche. Eso y otras pestes que pillé en la India.

– ¿Tienes tu medicación y tu inhalador? -pregunta Baedecker.

– No, los dejé en la universidad el año pasado.

– ¿Has visto a un médico?

– En cierto modo -dice Scott-. Oye, papá, ¿estás ahí por lo de Dave, o qué?

– Por ahora -responde Baedecker-. Dejé mi…

– Por favor deposite setenta y cinco centavos por exceso de tiempo -dice una voz sintética.