Munsen se encoge de hombros.

– Ryan quería tener el T-38 en la base Hill de la Fuerza Aérea en Ogden, el 28. Dave tenía mi autorización y quería pilotarlo. Cuando llamó, le dije que no había problema, que yo regresaría a Hill.

Baedecker se acerca a la mesa y mira el metal fundido.

– Bien -dice-, fallo estructural, filtración hidráulica. ¿De qué gravedad?

– Suponemos que había perdido el sesenta por ciento de combustible auxiliar cuando cayó -dice Munsen-. ¿Has oído la cinta?

– Aún no -dice Baedecker-. ¿Y el motor de estribor?

– Vio una luz roja un minuto después de que surgiera el problema hidráulico -responde Munsen-. La apagó ocho minutos antes del impacto.

– ¡Maldita sea! -exclama Baedecker, descargando un puñetazo en la mesa y haciendo volar algunas piezas-. ¿Quién demonios revisó este aparato?

– El sargento Kitt Toliver de McChord -dice Munsen con un hilo de voz-. El mejor jefe de dotación, a cargo de la mejor dotación técnica que tenemos. Kitt voló conmigo para este seminario de Portland en Navidad. El tiempo empeoró, y yo regresé en coche a McChord el 26, pero Kitt estaba en la ciudad. Lo inspeccionó dos veces el día que voló Dave. Tú sabes cómo son estas cosas, Dick.

– Sí -contesta Baedecker, pero su furia no disminuye-. Sé cómo son estas cosas. ¿Hizo Dave un chequeo completo?

– Tenía prisa -dice el mayor-, pero Toliver afirma que lo hizo.

– Bob, me gustaría hablar con Fields y los demás. ¿Puedes lograr que se reúnan conmigo?

– Hoy no. Están desperdigados por toda la zona. Podría conseguirlo para mañana por la mañana, pero no les gustará demasiado.

– Hazlo, por favor -ruega Baedecker.

– Kitt Toliver está aquí -dice Munsen-. En el comedor de suboficiales. ¿Quieres hablar con él ahora?

– No -dice Baedecker-, más tarde. Primero tengo que escuchar la cinta. Gracias, Bill, te veré mañana por la mañana.

Baedecker le estrecha la mano y se dispone a escuchar la voz de su amigo por última vez.

– Embriaguémonos y metámonos judías en las narices -gritó Dave. Su voz retumbó en las oscuras calles de Lonerock-. Dios Santo, ¡qué bella noche!

Baedecker se cerró la cazadora y saltó al jeep mientras Dave hacía rugir el motor.

– ¡Luna llena! -gritó Dave, y aulló como un lobo. En las colinas aulló un coyote. Dave se echó a reír y dejó atrás la iglesia metodista tapiada. De pronto frenó el jeep y cogió el brazo de Baedecker. Señaló el disco blanco de la Luna-. Nosotros caminamos por allá -murmuró con innegable exaltación-. Caminamos por allá arriba, Richard. Dejamos las pequeñas huellas antropoides de nuestras patas traseras en el polvo lunar, amigo. Y no nos pueden quitar eso. -Dave aceleró el motor y continuó la marcha, cantando They Can't Take That Away from Me a todo pulmón.

El viaje en jeep duró un kilómetro y terminó en el campo de Kink Weltner. Dave sacó tablas y linternas de la parte trasera del Huey y realizó una cuidadosa inspección, incluso arrastrándose bajo esa masa oscura para cerciorarse de que no hubiera condensación en la línea de combustible. Estaban en el techo chato de la nave, chequeando el eje del rotor, el mástil, las varillas de control y los pernos cuando Baedecker dijo:

– En verdad no queremos hacer esto, ¿no es así?

– ¿Por qué no? -dijo Dave.

– Despertaré a Kink. -Era lo único que se le ocurría a Baedecker.

Dave rió.

– Nada despierta a Kink. Vamos.

Baedecker bajó del techo y entró. Se acomodó en el asiento izquierdo, abrochó las correas al cinturón del regazo, se puso el casco reglamentario que no había usado en el vuelo anterior, se calzó los auriculares y pestañeó ante los círculos de luz roja que parpadeaban desde la consola central. Dave se inclinó hacia adelante para hacer el chequeo de la cabina mientras Baedecker leía las posiciones de los interruptores de circuitos. Cuando terminó, Dave apoyó un artefacto en unas ménsulas de metal junto a la consola y le enchufó conexiones de radio.

– ¿Qué diablos es eso?

– Reproductor de audio -dijo Dave-. Ningún Huey que se precie vuela sin eso.

El arranque gimió, los rotores giraron, la turbina carraspeo y arrancó. Dave encendió el interfono.

– Próxima parada, Stonehenge -dijo con voz ahogada.

– ¿Cómo es eso?

– Espera y verás, amigo. Oh, ¿están derechas mis gafas?

Baedecker miró a la derecha. Dave usaba abultadas gafas de visión nocturna, pero la cara que estaba bajo las gafas y el casco no era la de Dave. Ni siquiera era humana, no tenía mejillas. En el rojo fulgor de la cabina, Baedecker vio dos enormes ojos saltones sobre tallos cortos y carnosos, una ancha boca de rana sin labios y un cuello arrugado y verrugoso como el de un pavo viejo.

– Sí, están derechas -dijo Baedecker.

– Gracias.

Tres minutos después revoloteaban a dos mil quinientos metros de Lonerock. Abajo brillaban algunas luces.

– ¿No te ha gustado mi almirante Ackbar? -preguntó Dave.

– Au contraire -dijo Baedecker-, es la mejor máscara de almirante Ackbar que he visto en semanas. ¿Por qué lo haces?

Dave había activado el interruptor de luces de aterrizaje de la palanca de control colectivo. Ahora movía el interruptor. Baedecker veía los destellos a través de la burbuja de plexiglás.

– Sólo envío saludos y felicitaciones extraterrestres a la señora Callahan -dijo Dave-, así puede dar el día por terminado e irse a acostar. -Retrajo la luz y ladeó el Huey para girar.

Pasaron sobre Condon a mil quinientos metros. Baedecker vio luces alrededor de un quiosco vacío en un parque pequeño, una calle abandonada congelada en el fulgor de las lámparas de mercurio, y oscuras calles laterales salpicadas por el brillo de los faroles a través de altos y añosos árboles. De pronto, Baedecker pensó que los pueblos pequeños de Estados Unidos estaban más cuerdos que las ciudades, porque podían dormir.

– Pon esto, Richard. -Dave le alcanzó una cinta. Baedecker la sostuvo a la luz del tablero. Sólo decía Jean Michel Jarre. La insertó en el reproductor. Recordó el pequeño aparato que llevaban en el módulo de mando. Cada uno de ellos llevaba tres cintas: Tom Gavin se llevó melodías Country y Western y éxitos de Barry Manilow, Baedecker: Bach, Brubeck y la Preservación Hall Jazz Band, y Dave se llevó el material más exótico: Consort, el grupo de Paul Winter, interpretando Icarus , los Beach Boys, un dúo de flauta japonesa y cítara india, y una grabación de una ceremonia tribal masai.

– ¿Ahora qué? -preguntó Baedecker.

Dave accionó el magnetófono y lo miró. Los extremos de las gafas tubulares emitían un fulgor rojo.

– Coge tus calcetines -dijo jovialmente.

La primera pulsación de música inundó los auriculares de Baedecker al tiempo que Dave inclinaba el Huey en una zambullida. Baedecker se deslizó hacia adelante hasta que el arnés del hombro y el cinturón lo retuvieron. La zambullida daba la misma sensación que había disfrutado en su infancia en el Riverview Park de Chicago, cuando la montaña rusa terminaba su ascenso chirriante para bajar a toda velocidad, sólo que esta montaña rusa tenía mil quinientos metros por debajo y no había rieles por los que girar para alejarla de la destrucción, sólo colinas bañadas por la luna, manchadas aquí y allá por retazos de vegetación oscura, bosque, río y roca.

Baedecker apartaba las manos de las palancas y los pies de los pedales, con lo cual la zambullida parecía mucho más descontrolada. Las colinas subieron de golpe, y la velocidad de descenso no disminuyó hasta que el Huey estuvo a altitud cero, luego por debajo de cero, dejando atrás cerros, laderas, claro de luna, oscuridad. De pronto aparecieron en un valle, un desfiladero; la palanca osciló entre las piernas de Baedecker y luego se centró. Por ambos lados se deslizaban árboles oscuros a diez metros, las copas a mayor altura que el Huey, que luego se lanzó a 125 nudos, cinco metros por encima de un arroyo en cuyas ondas se reflejaba el claro de luna. Viraron bruscamente en una curva, siguieron en línea recta, se ladearon de tal modo que las paletas del rotor arrojaron al aire una iridiscente estela de espuma.

La música se fundía con ese paisaje calidoscópico. Era una música electrónica, sobrenatural, impulsada por un ritmo sólido y persistente que parecía nacer a borbotones de la pulsación de los rotores y la turbina. La música tenía otros sonidos, ecos láser, el susurro de un viento electrónico, el oleaje lamiendo una playa pedregosa, pero todo estaba orquestado según el exigente embate del ritmo central.

Baedecker se reclinó cuando el Huey se ladeó con brusquedad a la derecha, casi tocando el río con los rotores, siguiendo una ancha curva del desfiladero. Sabía que a esta altura, en caso de que el motor fallara, no había espacio ni lugar para una autorrotación. Peor aún, si una cuerda, cable de alta tensión, puente o tubería cruzaba el desfiladero, no habría tiempo para eludirlo. Pero Baedecker miró a Dave, sentado cómodamente ante los controles, moviendo juguetonamente la palanca, la atención concentrada en lo que tenía delante, y supo que no habría cuerdas, cables, puentes ni tubos, que Dave había recorrido cada palmo de ese desfiladero de día y de noche. Baedecker se relajó, escuchó el ritmo de la música, disfrutó del viaje.

Y recordó otro viaje.

Bajaban con los pies por delante y las caras hacia el semi-disco de la Tierra, los motores del módulo lunar escupiendo una llamarada de frenado de 400 kilómetros de largo. Estaban de pie en los abultados trajes de presión, sin cascos ni guantes, retenidos por correas y hebillas mientras el extraño aparato pateaba, temblaba y les sacudía los pies como la cubierta de una chalupa en un mar encrespado. Dave estaba a la izquierda, la mano derecha sobre la palanca de control automático, la mano izquierda sobre el regulador, mientras Baedecker observaba los seiscientos medidores y pantallas, hablaba con controladores que estaban 300.000 kilómetros más allá de un vacío lleno de estática, y trataba de prever cada capricho y alarma del sobrecargado ordenador. Cobraron una posición vertical a dos mil quinientos metros sobre los cerros lunares, descendiendo en una trayectoria tan cierta e inevitable como una flecha en caída, y de pronto, a pesar de las exigencias del momento, él y Dave apartaron los ojos de los instrumentos para mirar por cinco eternos segundos, a través de las ventanas triangulares, los picos rutilantes, los negros desfiladeros y las colinas de las montañas de la Luna, iluminadas por la Tierra. «Bien, amigo -susurró entonces Dave, mientras los picos se abalanzaban como dientes y las colinas rodaban como escarchadas olas de roca-, no me vendría mal una mano.»