La música cesó, el Huey emergió del desfiladero y cruzaron un ancho río que debía de ser el Columbia. El viento azotaba el helicóptero y Dave maniobraba con los pedales, compensando con facilidad. Treparon a treinta metros cuando una presa centelleó abajo. Baedecker miró a través de la burbuja transparente y vio una hilera de luces, el claro de luna sobre los picos nevados. Treparon a ciento cincuenta metros y viraron a la derecha sin dejar de ascender. Baedecker vio el paso de la costa norte, atisbo un abrupto peñasco a la izquierda. Treparon de nuevo, giraron sobre el eje del Huey, revolotearon.

Revoloteaban. No se oía nada. El viento empujó una vez la nave detenida y luego se aplacó. Dave señaló, y Baedecker corrió la ventanilla y se asomó para ver mejor.

Treinta metros más abajo, la única estructura en una colina alta por encima del espumoso Columbia, el círculo pétreo de Stonehenge se erguía lechoso y sombrío a la luz de la luna llena.

– Bien, amigo, no me vendría mal una mano -dijo Dave.

El polvo se arremolinó cuando descendieron a diez metros. La luz de aterrizaje se extendió y parpadeó, alumbrando el interior de una nube turbulenta. Baedecker vio un aparcamiento de grava en una superficie despareja, luego el polvo los rodeó de nuevo y los guijarros repiquetearon como granizo contra el vientre del helicóptero.

– Háblame -dijo Dave con calma.

– Ocho metros y avanzando -dijo Baedecker-. Cinco metros. Todo bien. Tres metros. Aguarda, retrocede, allá hay una roca. Correcto. De acuerdo. Abajo. Dos metros. Vas bien. Medio metro. Bien. Diez pulgadas. Contacto.

El Huey se arrellanó plantándose sobre los patines. El polvo los rodeó y se disipó en una fuerte brisa. Dave apagó el motor, el fulgor rojo se esfumó, y Baedecker comprendió que estaban nuevamente en el reino de la gravedad. Se quitó el casco, se soltó las correas y abrió la portezuela. Baedecker saltó del patín y caminó hacia el frente del helicóptero. Allí estaba Dave, el pelo oscuro empapado de sudor, los ojos brillantes. El viento arreciaba, agitando el pelo de Baedecker y enfriándole el cuerpo. Ambos caminaron hacia el círculo de piedras.

– ¿Quién ha construido esto? -preguntó Baedecker al cabo de varios minutos de silencio. La luna llena colgaba sobre el arco más alto. Las sombras caían sobre la enorme piedra que ocupaba el centro del círculo. Esto era Stonehenge tal como debía de haber sido cuando los druidas terminaron su labor, antes de que el tiempo y los turistas estropearan las columnas y las piedras.

– Un tío llamado Sam Hill -dijo Dave-. Era un constructor de caminos. Vino aquí a principios de siglo para fundar un pueblo y unos viñedos. Una suerte de colonia utópica. Tenía la teoría de que este tramo de la garganta del Columbia era ideal para las viñas: lluvia del oeste, sol de las laderas del este. Armonía perfecta.

– ¿Tenía razón?

– No. Se equivocó por treinta kilómetros. El pueblo está en ruinas pasada aquella colina. Sam está sepultado allá. -Señaló un camino estrecho que bajaba por una ladera empinada.

– ¿Por qué Stonehenge? -preguntó Baedecker.

Dave se encogió de hombros.

– Todos queremos dejar monumentos. Sam pidió éste prestado. Estuvo en Inglaterra durante la Primera Guerra Mundial, cuando los expertos pensaban que Stonehenge había sido un altar de sacrificios. Sam lo transformó en una especie de monumento antibélico.

Baedecker se acercó y vio nombres tallados en las piedras. Lo que al principio parecía roca era cemento.

Caminaron hacia el sur del círculo y contemplaron el río. Las luces de una ciudad y un puente resplandecían varios kilómetros al oeste. El viento soplaba con fuerza, curvando las hojas de hierba de la ladera, arrastrando el frío aroma del otoño.

– El Camino de Oregon termina cerca de aquí -dijo Dave, señalando las luces. Luego añadió-: ¿Te has preguntado alguna vez por qué esos colonos vinieron hasta aquí, dejando atrás tres mil kilómetros de magníficas tierras, sólo para seguir un sueño?

– No -dijo Baedecker-. Creo que no.

– Yo sí. Me lo pregunto desde que era niño. Cielos, Richard, recorro este país en automóvil y no me imagino cruzándolo a pie o en esas toscas carretas, a paso de buey. Cuanto más conozco el país, más comprendo que todo hombre que desee ser presidente de Estados Unidos está cometiendo el máximo pecado de soberbia. Espera un minuto. Vuelvo en seguida.

Dave regresó por el círculo de piedras y Baedecker se quedó en el borde del peñasco, sintiendo la frescura de la brisa, escuchando el arrullo de un pájaro nocturno. Dave regresó con un Frisbee que relucía con su propia fluorescencia.

– Cielos -exclamó Baedecker-, éste no es el Frisbee , ¿verdad?

– Claro que sí -dijo Dave. Durante su última actividad extravehicular, mientras actuaba para la cámara de televisión del Rover, Dave sacó un Frisbee de su saco de muestras, y ambos arrojaron el disco de aquí para allá riendo ante las volteretas que daba en el vacío y su extraña trayectoria en un sexto de gravedad. Gran diversión. Cuatro días después, en la Tierra, se enfrentaron a la gran controversia del Frisbee. La NASA estaba molesta porque Dave había usado el término Frisbee -una marca registrada- dando así invalorable publicidad a una compañía no afiliada a la agencia. Los comentaristas de los medios aprobaron la frivolidad; uno la denominó «un raro toque humano en una empresa sin alma», pero cuestionó la necesidad de un programa de exploración lunar tripulado, y señaló que las sondas robot soviéticas eran más baratas y sensatas. Un senador de Connecticut había comentado el «torneo de Frisbee de seis mil millones de dólares» y los irritados líderes negros alegaron que el acontecimiento demostraba insensibilidad y crueldad ante las necesidades de millones de personas. «Dos universitarios blancos jugando en el espacio a expensas del contribuyente -dijo un líder negro en el programa Today -, mientras las mordeduras de rata matan a los niños negros en los guetos.»

Les comunicaron lo sucedido por radio al final de su período de sueño, cuatro horas antes del reingreso. El comunicador preguntó si alguno de ellos tenía alguna opinión sobre el asunto o alguna sugerencia para aplacar a los críticos.

– ¿Es seguro este canal? -preguntó Dave.

Houston le aseguró que sí.

– Bien, que les den por el culo -dijo lacónicamente Dave, pasando así a la historia documentada como el primer piloto que usaba ese término en una transmisión en vivo, al menos en el campo de la astronáutica. Sin duda, le había costado su futura participación en el programa Skylab . No obstante, esperó un vuelo cinco años más, y presenció el final de Skylab y el obsoleto gesto de Apollo -Soyuz antes de renunciar.

Dave le arrojó el Frisbee a Baedecker. El plástico fosforescente del disco emitió un fulgor blanco verdoso en el brillante claro de luna. Baedecker retrocedió diez pasos y se lo arrojó de vuelta.

– Funciona mejor en el aire -comentó Dave.

Arrojaron el disco reluciente de aquí para allá varios minutos. Baedecker se sintió inundado por una oleada de afecto.

– ¿Sabes qué creo? -dijo Dave al cabo de un rato.

– ¿Qué crees?

– Creo que el viejo Sam y todos los demás estaban en lo cierto. Dejas atrás todos esos lugares y sigues andando porque el lugar hacia el que te diriges es perfecto. -Atajó el Frisbee y lo sostuvo con ambas manos-. Lo que no comprendieron es que tú lo vuelves perfecto con sólo soñar con él.

Dave caminó hasta el borde del peñasco y alzó el Frisbee hacia las estrellas, una ofrenda.

– Todo termina -dijo. Retrocedió, giró y arrojó el disco por encima del precipicio. Baedecker se le acercó y ambos miraron cómo se remontaba el Frisbee a gran distancia, se ladeaba grácilmente en el claro de luna y se perdía en la oscuridad.

Baedecker caminó de la cabaña al muelle, donde su hijo miraba el lago sentado en la baranda. La radio sólo hacía comentarios sobre la elegancia de la renuncia de Nixon y especulaciones sobre Gerald Ford. Varios periodistas habían comentado animadamente una declaración de Ford: tras varios años en el Congreso, no se había hecho un solo enemigo. El alivio de los periodistas era comprensible -después de soportar durante años a un Nixon que obviamente se creía rodeado de enemigos, el cambio era bienvenido- pero Baedecker recordaba que su padre le había dicho que un hombre se podía juzgar no sólo por sus amigos sino por sus enemigos, y se preguntaba si la afirmación de Ford era de veras una recomendación de integridad.

Scott estaba sentado en la baranda del extremo del muelle. Su camiseta blanca relucía bajo la tenue luz de la luna. El muelle estaba desvencijado aquí y allá, le faltaba un tramo de baranda. Baedecker recordó el olor de madera nueva cuando él y su propio padre estuvieron hablando allí diecisiete años antes.

– Hola -dijo Baedecker.

– Hola. -La voz de Scott ya no era huraña, sólo distante.

– Olvidemos el mal momento, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

Baedecker se apoyó en la baranda y los dos miraron el lago varios minutos. En alguna parte gruñía un motor fueraborda, el sonido llegaba puro y regular a través del agua quieta, pero no se veían luces de navegación. Baedecker vio luciérnagas chispeando en la otra margen, como fogonazos de armas cortas.

– Visité a tu abuelo aquí poco antes de su muerte -dijo Baedecker-. Entonces el lago era más pequeño.

– ¿Sí? -Scott no manifestó mayor interés. Había nacido ocho años después de la muerte del padre de Baedecker y rara vez demostraba curiosidad por él o su abuela. Los otros abuelos de Scott vivían en una comunidad de jubilados de Florida y le habían mimado desde su nacimiento.

– He pensado que mañana por la mañana podríamos deshacernos de los últimos muebles viejos y tomarnos la tarde libre. ¿Quieres ir a pescar?

– No especialmente -dijo Scott.

Baedecker asintió, tratando de no ceder a su repentina furia.

– De acuerdo -dijo-. Por la tarde trabajaremos en la calzada.

Scott se encogió de hombros.

– ¿Mamá y tú os vais a divorciar? -preguntó.

Baedecker miró a su hijo de diez años.

– No. ¿De dónde has sacado esa idea?

– No os lleváis bien -dijo Scott, aún desafiante pero con un temblor en la voz.

– Eso no es verdad -dijo Baedecker-. Tu madre y yo nos queremos mucho. ¿Por qué dices eso, Scott?