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Hu-lan, sin pensar, cogió un taxi y le dijo que la llevara a la parada del autobús a Da Shui. El taxista le dijo que el último autobús del día ya se había marchado, entonces ella le preguntó si él podía hacer el viaje.

– Usted es pequinesa -dijo el hombre mirando el retrovisor-. ¿Para qué quiere ir allí?

– Sé que cuando me mira sólo ve mi cara y mi ropa -respondió ella-, así que también sé que se da cuenta de que tengo dinero.

Esa respuesta le bastó. El conductor giró en redondo, pisó el acelerador y salió de la ciudad. Muy pronto dejaron atrás las luces de Taiyuan y sólo los faros del coche iluminaron la carretera desierta. Hu-lan contemplo la oscuridad y repasó una y otra vez la pelea con David. ¿Cómo se atrevía a decirle qué hacer? ¿Cómo podía ver a Cacahuete, May-li y Jin-gren como campesinas ignorantes y anónimas? ¿Cómo podía estar con alguien como él? Se sintió tan atrapada como el día en que David y Zai hablaban de las actividades de ella como si ella misma no estuviese presente.

En el cruce, Hu-lan le indicó que girara a la izquierda y poco después le dijo que parara. Le pagó la carrera y le dio una buena propina, pero el hombre la rechazó.

– Lo he visto en las películas americanas de la televisión y dicen que ahora en Pekín también dan propinas, pero no puedo aceptarla.

– Por favor, cójala -le dijo-. Antes le contesté mal porque estaba cansada. Espero que me perdone.

– ¡Ajá! Pensaba que me estaba mostrando los modales de la ciudad. Parece que los dos nos equivocamos. -El hombre escudriñó la negrura de los campos-. ¿Está segura de que quiere quedarse aquí?

Hu-lan asintió. El taxista se despidió y arrancó.

A lo lejos se veían las luces de Taiyuan. En la dirección opuesta, la electricidad que llegaba al pueblo de Da Shui era una prueba más modesta del alcance de la civilización. Pero fuera de esas dos suaves luminiscencias, la noche era negra como el carbón. Hu-lan caminó un trecho corto por la carretera y se internó por un sendero elevado. Al cabo de un rato llegó al pequeño terreno de Ling Su-chee.

Entró en el pequeño patio y se sorprendió de ver a Su-chee sentada en una silla baja de bambú charlando con un hombre. Parecía muy a gusto sentado sobre la tapa de metal del pozo. Su-chee lo presentó como un vecino, Tang Dan y a Hu-lan como a una vieja amiga.

– He conocido a su hija -dijo Hu-lan tratando de ocultar su malestar con los cumplidos de rigor.

Tang Dan dio la respuesta tradicional.

– Es desobediente y fea.

Miró a Hu-lan y ésta le sostuvo la mirada. Tenía cejas pobladas, ojos oscuros y una larga barba blanca desde el mentón. La tripa le abultaba la camisa y los pies calzados con sandalias se veían callosos y ásperos. El único parecido entre Tang Dan y su hija era la fuerza de la quijada.

– Siang está en la fábrica Knight -dijo Hu-lan-. Se encuentra bien.

– No estaba preocupado -respondió Tang Dan-. Este fin de semana, cuando vuelva a casa, la haré entrar en razones. El lunes ya no habrá ningún obstáculo y volverá a obedecer.

El proverbio “si eres una hija obedece a tu padre” cruzó por la mente de Hu-lan. Y se acordó de los modales obstinados de Siang, de su tozudez, de su convicción de tener derecho a todo, y se preguntó cuál de los dos, padre o hija, ganaría la batalla de voluntades.

Tang Dan se puso de pie. Era un hombre alto.

– Buenas noches, Ling Su-chee, Liu Hu-lan.

– Hasta mañana -respondió Su-chee.

En cuanto Tang Dan salió del patio, Su-chee le hizo señas a Hu-lan de que entrara.

Unos minutos más tarde, Hu-lan sentada a la pequeña mesa del único cuarto de Su-chee, tomaba un té. La buena educación le impedía preguntar a Hu-lan a qué se debía su visita a esa hora de la noche, así que volvió a su tarea de hacer zapatos.

Cogió en silencio el engrudo y empezó a aplicarlo sobre trozos de papel de periódico cortados, esmerándose en juntar las capas muy apretadas para que no quedaran burbujas ni partes desparejas. Hu-lan, en silencio también, observó a su amiga y recordó las épocas de la granja tierra roja y las noches que ella también había pasado haciendo suelas de cartón piedra, que después teñía en una cuba con pigmentos rojos y a las que cosía trozos de tela que completaban el zapato.

– Ya te he hablado de David -dijo Hu-lan. Su-chee asintió y siguió trabajando-. Hace muchos años, en América, lo dejé sin darle ninguna explicación. Fue cruel e imperdonable. Todos estos años, desde entonces, me he sentido muy sola. Después, cuando David volvió a mi vida, pensé que podríamos ser felices juntos, pero ahora creo que no.

– ¿Por qué?

– Porque desde que ha llegado ya no sé quién soy. Yo hago una cosa, él hace otra. Me ha dicho cosas terribles.

– ¿Qué cosas?

– Que las mujeres de la fábrica eran unas ignorantes, que nuestro país es corrupto, que la gente que dirige la fábrica es honrada…

– Ah, se trata de un desacuerdo político.

– Eso por un lado, y por el otro piensa que puede tratarme como a una mujer, como a una Tai-tai.

– ¿No quieres ser su esposa?

– esa palabra, como tantas otras de nuestro idioma, para mí es una cárcel.

– No comprendo.

– Mama, baba. Palabras distintas para hermano mayor y hermano menor: gege y didi. Palabras distintas para hermana mayor y hermana menor: jiejie y meime. Tete, nainai, bofu, shushu -pronunció las palabras de abuelo paterno y abuelo materno, tío paterno mayor y tío paterno menor-. Todas estas palabras son diferentes a sus equivalentes maternos, que tienen una connotación despectiva porque la rama materna es menos importante.

Su-chee cogió otro recorte cubierto de engrudo y lo pegó a la suela que iba formando.

– No dices nada que no sepa.

– Toda mi vida supe en qué parte del árbol genealógico estaba. Incluso cuando vivía en Estados Unidos sentía esa presión. No, presión no, se peso, la sensación de que nunca podría ser del todo yo misma.

– Pero nuestras palabras son cómodas -dijo Su-chee mientras levantaba la vista de su trabajo-, nos dicen quiénes somos. Gracias a ellas somos chinos.

– No; nos mantienen encerrados en el pasado -replicó Hu-lan-. Si eres una hija obedece a tu padre, si eres una esposa obedece a tu marido, si eres una viuda obedece a tu hijo -completó Hu-lan el proverbio que había recordado cuando hablaba con Tang dan.

En ese momento Su-chee dejo su labor. Hu-lan, una vez más, se sorprendió de lo que había envejecido su amiga en ese medio tan hostil. Pero estaba haciendo exactamente lo mismo de lo que había acusado a David y al taxista: juzgar a Su-chee por su cara. Detrás de las arrugas y la triste mirada, Su-chee era lo que siempre había dio: amable, buena, astuta.

– Lo lamento, Hu-lan, pero no has cambiado desde que eras una niña. Siempre huyendo, incluso la primera vez que viniste al campo, hace tantos años.

– No vine huyendo, me mandaron a la granja Tierra Roja.

– Sí, pero incluso entonces ya huías de tu verdad.

– No comprendo.

Su-chee entrecerró los ojos para examinar a su amiga de la infancia.

– ¿Quieres que te lo diga? -le preguntó Hu-lan, de pronto, no lo sabía, pero Su-chee continuó-: Esto es lo que recuerdo de ti. A diferencia de las otras niñas a las que enviaron aquí, tú estabas contenta de estar lejos de tu familia. Es verdad que decías que te sentías sola, pero nadie te vio nunca llorar, ni escribir una carta. Cuando había reuniones de crítica, hablabas muy alto y decías las peores cosas. Nadie te quería en su equipo, porque en cualquier momento podías ponerte en contra de alguno o de todo el grupo.

– Lo sé -dijo Hu-lan- y lamento todo lo que hice.

– ¿Estás segura? Porque lo que yo recuerdo es que tus palabras te mantenían alejada de los demás, a salvo en tu soledad.

– ¿Crees que recitaba esos lemas y denunciaba las infracciones de los compañeros porque no quería tener amigos? Te equivocas.

– ¿A sí? -como Hu-lan no contestaba, Su-chee continuó-: si no puedes alejarte físicamente de la gente, entonces pon distancia tratando de ser políticamente superior.

– Nunca te traté así.

Su-chee levantó las cejas. Un silencio incómodo se apoderó de la habitación.

– Tener relaciones sexuales iba contra las reglas -dijo Hu-lan al final-. Era la peor de las infracciones.

– Pero yo era tu amiga -replicó Su-chee-. No tenías por qué denunciarnos…

– Pero todo salió bien. Ling Shao-yi pudo quedarse aquí contigo. Tuvisteis una vida en común.

Su-chee sacudió al cabeza.

– ¿Puedes creer que no pasa un día sin que piense que ojalá no nos hubieras visto, que ojalá no me hubiera casado ni tenido una hija? Shao-yi tenía dieciséis y yo doce años cuando llegó tu tren. ¿Recuerdas cómo lo quería en secreto? Era el amor de una chica de campo por un chico de ciudad. Al cabo de dos años, al final se fijó en mí, pero no teníamos intención de pasar la vida juntos. Los dos éramos conscientes de nuestras diferencias. Él, como tú, era de buena familia. Siempre había pensado que iría a la universidad y sería ingeniero. Pero tú nos delataste y después huiste.

– No huí. Un amigo de la familia vino a buscarme. ¿Crees que me gustó lo que pasó después? Me obligaron a decir cosas más terribles y después me mandaron al exilio en Estados Unidos…

– Después de que te fuiste siguieron castigando a Shao-yi -insistió Su-chee-. Hubo más reuniones de crítica. Lo llamaron contrarrevolucionario, revisionista. Le hicieron escribir una autocrítica. Los dirigentes de la brigada recomendaron que nos casáramos. ¿Pero sabes cómo fue la ceremonia? Los dos llevábamos orejas de burro y desfilamos por todo el complejo. No hubo banquete de bodas, sino que la gente nos tiró fruta podrida. No tuvimos noche de bodas. A mí me mandaron con mi familia y a Shao-yi al establo de las vacas. Me enteré de que lo dejaron allí durante tres meses y no lo sacaron hasta que contrajo una pulmonía. Pensé que nunca más lo vería, pero me equivocaba. Cuando los demás volvieron a sus casas, a Shao-yi lo dejaron. Cuando llegó a la casa de mis padres, no lo reconocí. Había adelgazado mucho y parecía un cadáver. Tenía veinte años pero parecía de sesenta.

– Todo el mundo sufrió en aquellos tiempos -dijo Hu-lan repitiendo lo que había dicho Cacahuete ese mismo día-. ¿Hay alguien en este país que no se haya visto afectado?

– Tienes razón, pero mucha gente pudo recuperar su vieja vida. Shao-yi no, y yo tampoco. Yo, como la mayoría de las chicas, estaba prometida casi desde mi nacimiento. Ya sé que es una idea feudal, pero en aquellos tiempo las costumbres no habían cambiado tanto en el campo. Por supuesto que cuando la familia se enteró de ese simulacro de boda, rompió el compromiso. Mis padres trataron de encontrar otro pretendiente, ¿pero quién se iba a llevar a su familia una estatuilla de jade rota? Cuando Shao-yi se presentó a nuestra puerta, mi padre decidió aceptarlo.