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– ;Bueno, cabeza dura! -exclamó la mujer con excesiva acritud, y Wang Lung saltó al oír la voz, tan inesperada era su penetración-. ¿De qué se trata? Si traes dinero, déjame verlo.

– No -repuso Wang Lung con cautela-, yo no dije que traía dinero, sino un negocio…

– Un negocio significa dinero -contestó la mujer-; dinero que entra o dinero que sale, y de esta casa no puede salir dinero alguno.

– Bueno, pero yo no puedo hablar con una mujer objetó Wang Lung mansamente.

No sabía qué pensar de la situación en que se hallaba y todavía miraba en derredor con asombro.

– ¿Y por qué no? -inquirió la mujer con ira, y de pronto le gritó a Wang Lung-: ¿No has oído, imbécil, que no hay nadie aquí?

Wang Lung se la quedó mirando, dudando todavía, y la mujer le gritó de nuevo:

– Yo y el Anciano Señor… ¡No hay nadie más!

– ¿Dónde, entonces? -preguntó Wang Lung, demasiado atónito para dar sentido a sus palabras.

– La Anciana Señora ha muerto -replicó la mujer-. ¿No te has enterado en la ciudad de que los bandidos asaltaron la casa y se llevaron lo que quisieron en bienes y en esclavas? Y colgaron al Anciano Señor por los pulgares y lo apalearon, y ataron a la Anciana Señora a una silla y la amordazaron, y todo el mundo huyó. Pero yo me quedé. Me escondí en un estanque medio lleno de agua, bajo una tapa de madera. Y cuando salí, todos se habían marchado y la Anciana Señora estaba muerta en su silla, no porque le hubieran hecho algo, sino de espanto. A fuerza de fumar opio, su cuerpo no pudo soportar el susto.

– ¿Y los sirvientes? ¿Y las esclavas? -murmuró Wang Lung-. ¿Y el guardián?

– Oh, ésos -contestó ella negligentemente- ya se habían ido mucho antes. Todos los que tenían piernas para huir se fueron marchando, pues a mediados del invierno ya no había comida ni dinero. En realidad -y su voz se hizo un murmullo-, había muchos de los criados entre los bandidos. Yo misma vi a aquel perro de guardián de guía; y aunque volvió la cabeza en presencia del Anciano Señor, reconocí los tres pelos de su lunar. Y, además, había otros de la casa, pues ¿quién, sino los que la conocían bien, podían saber en qué lugar secreto se guardaban las joyas y el escondite de los tesoros, de las cosas que no eran para vender? No creería ajeno a ello al mismo agente, aunque él consideraría impropio de su dignidad aparecer públicamente en el asunto, pues es un pariente lejano de la familia.

La mujer se calló, y el silencio de la mansión pesó en el aire como pesa el silencio después que la vida se ha apagado. Luego la mujer continuó:

– Pero todo eso no ocurrió de pronto. Durante toda la vida del Anciano Señor y de su padre, el desmoronamiento de esta casa se ha venido preparando. En la última generación, los señores cesaron de ver la tierra, cogían el dinero que les entregaban los agentes y lo gastaban como agua. Y en estas generaciones la fuerza de la tierra ha huido de ellos y, pedazo a pedazo, también la tierra ha empezado a huir.

– ¿Dónde están los jóvenes señores? -inquirió Wang Lung, todavía mirando en torno de él, tan increibles le parecían estas cosas.

– Aquí y allá -contestó la mujer con indiferencia-. Fue una suerte que las dos muchachas se casaran antes de que ocurriese lo que ha ocurrido. El mayor de los jóvenes señores, al enterarse de lo que les había pasado a sus padres, envió a un mensajero para que se llevase al Anciano Señor, su padre, pero yo persuadí al viejo de que no se marchara. "¿Quién se quedará en la mansión?", le dije. "Es impropio que me quede yo, que soy sólo una mujer."

Frunció virtuosamente los labios rojos y delgados al pronunciar estas palabras, y bajó sus ojos insolentes, continuando tras una breve pausa:

Además, yo he sido la esclava leal de mi señor durante estos últimos años y no tengo ninguna otra casa.

Wang Lung la miró entonces fijamente y apartó en seguida la vista de ella. Empezaba a darse cuenta de lo que era aquello: una mujer que se asía a un hombre viejo y moribundo por lo último que pudiese sacar de él. Y le dijo con desprecio:

– No siendo, pues, más que una esclava, ¿cómo he de tratar el negocio contigo?

Al oír lo cual la mujer exclamó:

– ¡El hará todo lo que yo le diga!

Wang Lung meditó esta respuesta. Bueno, y ahí estaba la tierra. Si el no la compraba, otros la comprarían por medio de esta mujer.

– ¿Cuánta tierra queda? -le pregunto involuntariamente, y ella vio en seguida cuál era su intención.

– Si has venido a comprar tierra dijo rápidamente, hay tierra que comprar. Posee cien acres al Oeste y doscientos al Sur que estaría dispuesto a vender. No es todo un solo pedazo, pero las parcelas son grandes. Pueden ser vendidas hasta el último acre.

Dijo esto tan prontamente que Wang Lung se dio cuenta de que sabía cuánto le quedaba al viejo, hasta el último pie de tierra. Pero todavía se sentía incrédulo y reacio a entablar el negocio con ella.

– No es probable que el Anciano Señor pueda vender toda la tierra de su familia sin la conformidad de sus hijos -objetó Wang Lung.

Pero la mujer le salió al paso ávidamente:

– En cuanto a eso, los hijos siempre le han dicho que vendiera lo que pudiese. La tierra se halla donde ninguno de los hijos quiere vivir; el país está plagado de bandidos en estos tiempos de hambre, y todos han dicho: "No podemos vivir en un sitio así. Mejor es vender y repartirnos el dinero

– Pero, ¿en la mano de quién he de dejar el dinero? -preguntó Wang Lung, dudando todavía.

– En la del Anciano Señor. ¿En cuál ha de ser? -replicó la mujer con suavidad.

Pero Wang Lung sabía que la mano del Anciano Señor se abría en la de ella. Por lo tanto, no hablaría más con la mujer. Y se dio vuelta diciendo: "Otro día…, otro día", y se dirigió a la salida seguido por la mujer, que le gritó hasta la misma calle:

– ¡A esta hora, mañana! Mañana o esta tarde…, todas las horas son iguales.

Wang Lung se alejó calle abajo sin contestarle, intrigado y necesitando pensar sobre lo que había oído. Entró en la pequeña casa de té, pidió una infusión, y cuando el chico se la hubo servido cogiendo con descaro el penique con que se la pagaban y sacudiéndolo, Wang Lung se puso a reflexionar, y cuanto más reflexionaba, más monstruoso le parecía que aquella grande y rica familia que durante toda su vida, y la de su padre, y la de su abuelo, había sido un poder y una gloria en la ciudad, estuviera ahora caída y desperdigada.

Eso les ha ocurrido por dejar la tierra, se dijo apesadumbrado, y pensó en sus dos hijos, que crecían como dos brotes de bambú en la primavera, y decidió hacerles abandonar sus juegos al sol aquel mismo día y ponerlos a trabajar en el campo, donde empezasen pronto a sentir en los huesos y en la sangre el hábito de la tierra bajo sus pies y la presión de la azada en sus manos.

Bien, pero entre tanto aquí estaban las joyas, ardientes y pesadas contra su cuerpo, llenándole de continuo temor. Le parecía que iban a lanzar destellos a través de sus harapos y que alguien iba a gritar de pronto:

– "¡Ah¡ va ese pobretón llevando encima el tesoro de un emperador!"

Y no hallaría descanso mientras las joyas no fueran convertidas en dinero.

Observó, pues, al tendero, y cuando le vio ocioso un momento lo llamó y dijo:

– Ven y bebe un tazón por mi cuenta y dime las noticias de la ciudad, pues he estado un invierno ausente.

El tendero se hallaba siempre dispuesto a esta clase de conversación, especialmente si podía beber su propio té a expensas de otras personas, y se sentó en seguida junto a Wang Lung. Era un hombre menudo, con una cara que recordaba la de una comadreja y el ojo izquierdo retorcido y desviado. Sus vestidos estaban negros de grasa por delante, hasta el extremo del pantalón, pues además de té vendía también comida. y era aficionado a decir:

"Hay un proverbio que dice: Un buen cocinero no lleva nunca el traje limpio”. Se consideraba, pues, que iba justa y necesariamente mugriento.

Apenas se hubo sentado empezó a relatar:

– Bueno, después de los que murieron de hambre, que no es nada nuevo, la noticia más importante es el robo de la Casa de Hwang.

Era, precisamente, lo que Wang Lung esperaba oír. Y el hombre iba contando con verdadero placer, describiendo cómo las pocas esclavas que quedaban en la casa habían sido arrancadas de ella en medio de una confusión de gritos, y las concubinas, descubiertas y violadas, y algunas de ellas raptadas, de manera que ahora nadie quería vivir en aquella casa.

– Nadie en absoluto -concluyó el hombre-, excepto el Anciano Señor, que ahora está en las manos de una esclava llamada Cuckoo. Esta esclava se ha mantenido, por su talento, muchos años en la alcoba del Anciano Señor, mientras otras llegaban y volvían a partir.

– Entonces, ¿esta mujer puede ordenar? -preguntó Wang Lung, escuchando ávidamente.

– Por el momento, puede hacer lo que quiera -replicó el hombre-. Por lo tanto, le echa mano a todo lo que puede y traga todo lo que le es posible. Algún día, claro está, cuando los jóvenes señores hayan arreglado sus asuntos en otros lugares, regresarán y no podrá engañarles con sus pretensiones de servidora fiel que debe ser recompensada, y la echarán fuera. Pero ya tiene su vida asegurada ahora, aunque viva hasta los cien años.

– ¿Y la tierra? -preguntó al fin Wang Lung temblando de ansiedad.

– ¿La tierra? -exclamó el hombre, desconcertado, pues para este tendero la tierra no significaba nada.

– ¿Está en venta? -dijo Wang Lung con impaciencia.

– ¡Ah, la tierra! -contestó el hombre indiferentemente. Y como en aquel momento llegaba un cliente, se levantó y dijo mientras se alejaba-: He oído decir que está en venta, excepto el trozo donde está enterrada la familia desde hace seis generaciones.

Entonces Wang Lung se levantó también, habiendo oído lo que había venido a oír, y salió fuera, se acercó nuevamente a la casa grande y, sin entrar, le dijo a la mujer, que salió a abrirle: -Dime primero: ¿sellará el Anciano Señor con su propio sello el acta de la venta?

Y la mujer contestó vehementemente, con los ojos fijos en él: -¡Lo hará, lo hará! ¡Por mi vida!

Entonces Wang Lung le preguntó simplemente:

– ¿Venderás la tierra por plata, o por oro, o por joyas? Y los ojos de la mujer brillaron mientras respondía: -¡La venderé por joyas!