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XV

Antes de que hubieran pasado muchos días, ya tenía Wang Lung la impresión de no haber salido nunca de su tierra. En realidad, espiritualmente al menos, no se había separado jamás de sus campos.

Con tres piezas de oro compró en el Sur buena simiente: grano de trigo, de arroz y de maíz, y, como alarde de lujo, semillas que nunca había plantado antes: lotos y apio para su estanque, y grandes rábanos encarnados de esos que, rellenos de cerdo, constituyen un plato exquisito en las festividades, y pequeñas judías rojas y fragantes.

Con cinco piezas de oro le compró un buey a un labrador que encontraron arando los campos, antes de llegar a su propia tierra. Wang Lung se detuvo al verle, y con él el anciano, los niños y la mujer, a pesar del ansia que todos sentían por llegar a su casa y a su tierra, y se quedaron mirando al buey. A Wang Lung le llamó la atención su cuello robusto y vigoroso y el empuje de su espalda contra el yugo de madera. Y le gritó al labrador:

– ¡Ese buey no vale nada! ¿Por cuánto lo venderías en oro o plata? Estoy sin animal y como lo necesito tomaría cualquier cosa.

El labrador contestó:

– Antes vendería a mi mujer que a este buey, que no tiene más que tres años y está en todo su vigor.

Y continuó arando sin hacer más caso de Wang Lung. A éste le pareció entonces que de todos los bueyes del mundo era sólo aquél el que habría de ser suyo, y le dijo a O-lan y a su padre:

– ¿Qué tal ese buey?

El anciano lo miró y dijo:

– Parece una bestia bien castrada. Y O-lan exclamó:

– Tiene un año más de lo que el hombre asegura.

Pero Wang Lung no repuso nada porque se había encaprichado de este buey que trabajaba el suelo vigorosamente y que tenía la piel lisa y amarilla y los ojos grandes y oscuros. Con este buey podría arar sus campos y cultivarlos, y luego, atándolo al molino, podría moler el grano. Y se dirigió al labrador y le dijo:

– Voy a darte dinero para que te compres otro buey y más. Pero ése ha de ser mío.

Al fin, tras mucho discutir y pelear y tras mucho fingir negativas e indiferencia, el labrador se avino a aceptar un precio que era la mitad más sobre el valor de un buey en aquellos lugares. Pero de pronto el oro no tenía valor para Wang Lung si contemplaba aquel animal, y se lo entregó al labrador, mirando cómo desuncía al buey y llevándoselo luego por una cuerda que le atravesaba la nariz. El corazón de Wang Lung ardía de orgullo con aquella posesión.

Cuando llegaron a la casa encontraron que la puerta debió ser arrancada, que el techo de paja había desaparecido y asimismo las azadas y los rastrillos que dejaron dentro de la vivienda, de manera que sólo quedaban las vigas desnudas y las paredes de tierra, éstas deterioradas por las nieves tardías y las lluvias de invierno y de principios de primavera. Pero, pasada la sorpresa, todo esto no era nada para Wang Lung. Se fue a la ciudad y compró un nuevo arado de madera dura, dos azadas, dos rastrillos y esteras para cubrir el techo hasta que tuviera paja de su cosecha con que poderlo bardar.

Entonces se detuvo, a la caída de la tarde, frente a su casa y extendió la mirada sobre la tierra, su propia tierra, suelta y fresca tras los hielos invernales y pronta a ser plantada. Era plena primavera y en el pantano las ranas cantaban soñolientamente. Los bambúes que crecían junto a una esquina de la casa se balanceaban lentamente al beso de una brisa de anochecido, y a través del crepúsculo veíase esfuminada la franja de árboles al borde del campo cercano. Eran melocotoneros en flor, matizados de un tinte delicadamente rosado, y sauces que asomaban sus tiernas hojas verdes. Y de la tierra inactiva y expectante se levantaba una niebla plateada como luz de luna que se abrazaba a los troncos de los árboles.

Al principio, y durante mucho tiempo, le parecía a Wang Lung que no deseaba ver a alma viviente, sino estar solo con su tierra. No iba a ninguna casa del pueblo, y cuando sus vecinos -los que habían sobrevivido al hambre invernal- venían a verle, se mostraba agrio con ellos.

– ¿Quién de vosotros arrancó mi puerta? ¿Quién de vosotros tiene mi azada y mi rastrillo, y quién de vosotros ha quemado mi techo en su horno?

Así les gritaba al verlos, y ellos movían la cabeza inocentemente y uno decía: "Fue tu tío", y otro: "No, con bandidos y ladrones merodeando por los campos en estos tiempos de hambre y de guerra, ¿cómo puede decirse que éste o aquél robó tal cosa? El hambre hace un ladrón de cualquiera".

Entonces, Ching, su vecino, salió arrastrándose de su casa para ver a Wang Lung, y dijo:

– Durante el invierno, una banda de malhechores vivió en tu casa y pillaron en el pueblo y la ciudad cuanto les fue posible. Se dice que tu tío tuvo que ver con ellos más de lo que le conviene a un hombre honrado. Pero, ¿quién sabe la verdad de nada en estos días? Yo no me atrevería a acusar a nadie.

Ching no era ya más que una sombra, tan pegada a los huesos tenía la piel, tan gris se le había vuelto el cabello, a pesar de que no contaba aún cuarenta y cinco años. Wang Lung se le quedó mirando un rato, y luego, movido de compasión, exclamó:

– A ti te ha ido peor que a nosotros. ¿Qué es lo que has comido?

Y el hombre murmuró en un suspiro:

– ¡Qué es lo que no he comido! Desperdicios de la calle, como los perros, cuando pedíamos limosna en la ciudad. Y hemos comido perros muertos, y, una vez, antes de que muriera, mi mujer preparó una sopa con una carne que no me atrevía a preguntar lo que era; pero sabía que no tenía el coraje de matar, y si comimos aquello fue, sin duda, porque lo encontró. Después murió, teniendo menos resistencia que yo para aguantar tanto, y, muerta ella, entregué mi hija a un soldado, porque no podía verla consumirse y morir también.

Hizo una pausa y, tras un rato de silencio, dijo:

– Si tuviera un poco de semilla podría plantar de nuevo, pero no tengo simiente.

– ¡Ven aquí! -gritó Wang Lung ásperamente, y cogiéndolo por la mano lo arrastró dentro de la casa, le hizo alzar el extremo de su túnica andrajosa y vertió en ella buena simiente de la que había traído del Sur: trigo, arroz y coles. Y luego le dijo-: Mañana iré a labrar tu tierra con mi buey.

Entonces Ching se echó a llorar de pronto, y Wang Lung, secándose también los ojos, exclamó, como si estuviera enfadado:

– ¿Crees que he olvidado aquel puñado de judías que me diste? Pero Ching no pudo contestar nada y se alejó llorando y llorando sin cesar.

Fue una alegría para Wang Lung encontrarse con que su tío no estaba ya en el pueblo; en realidad, nadie sabía dónde se hallaba. Algunos decían que se había trasladado a una ciudad, y otros, que había partido a lugares lejanos en compañía de su mujer y de su hijo. Pero de su casa no quedaba nadie en el pueblo. Las muchachas -y de esto Wang Lung se enteró con indignación- habían sido vendidas por lo que dieron por ellas, la más bonita primero; pero luego hasta la última, que era picada de viruelas, fue entregada por unos cuantos peniques a un soldado que se dirigía hacia el campo de batalla.

Entonces, Wang Lung se dedicó enteramente a la tierra, aprovechando hasta las horas que debía pasar en la casa para comer y dormir. Le gustaba llevarse su rollo de pan y ajos a los campos y comerlo allí, mientras pensaba y hacía proyectos: "Aquí sembraré las judías negritas y aquí pondré los lechos de arroz nuevo." Y si el cansancio le vencía durante el día, se echaba en un surco y allí, con el calor de su propia tierra contra su cuerpo, se dormía.

Y, en la casa, O-lan no permanecía ociosa. Con sus propias manos aseguró las esteras a las vigas; cogió tierra de los campos, la mezcló con agua y remendó las paredes de la casa; reconstruyó el horno y rellenó los agujeros que habían hecho las lluvias en el suelo.

Entonces fue un día a la ciudad con Wang Lung y, juntos, compraron camas, una mesa, seis bancos y un gran caldero; luego, por capricho, adquirieron una tetera de barro rojo con una flor negra dibujada en tinta y seis tazones que hacían juego. Por último, entraron en una tienda de incienso y compraron un dios de la abundancia, de papel, para colgarlo en la pared del cuarto central, sobre la mesa, y dos candeleros y una urna de incienso de peltre, y dos velas encarnadas para quemar ante el dios, dos gruesas velas de grasa de vaca con un junco fino en el centro que servía de mecha.

Volviendo a casa con estas compras, Wang Lung se acordó de los dos pequeños dioses del templo de la tierra y se detuvo a contemplarlos. Su aspecto era lamentable. La lluvia les había borrado las facciones y la arcilla de sus cuerpos asomaba desnuda entre los jirones de sus trajes de papel. Nadie les había hecho caso alguno durante aquel año terrible, y Wang Lung se los quedó mirando con horror y satisfacción, y dijo en voz alta, como se habla a un niño castigado:

– ¡Esto les ocurre a los dioses que hacen daño a los hombres!

Sin embargo, cuando la casa fue nuevamente lo que había sido, cuando los candeleros de peltre brillaron a la luz rojiza de las velas, y la tetera y las tazas se hallaron sobre la mesa, y las camas en su sitio, equipadas de nuevo, y un trozo nuevo de papel pegado al agujero del dormitorio, y otra puerta colocada en su sitio sobre los goznes de madera, Wang Lung tuvo miedo de su felicidad. O-lan aumentaba con el peso de otra criatura; sus hijos jugueteaban como cachorros morenos a la entrada de la casa, y, apoyado contra la pared del Sur, su padre se sentaba y sonreía mientras dormitaba; en sus campos, el arroz tierno brotaba verde como el jade y más hermoso, y las judías nuevas alzaban del suelo sus testas encaperuzadas. Y, si comían con mesura, aún les quedaba oro suficiente para alimentarse hasta la cosecha. Mirando hacia el cielo azul y hacia las nubes blancas que lo atravesaban, sintiendo sobre sus campos labrados, como en su propia carne, el sol y la lluvia en justa proporción, Wang Lung murmuró involuntariamente:

– Tengo que poner un poco de incienso ante aquellos dos del pequeño templo. Al fin y al cabo, tienen poder sobre la tierra.