– Aquí hay material para las suelas.
Y trabajó como antes.
Pero entre los hombres de las chozas con quienes hablaba al anochecer se encontraban muchos que habían escuchada ávidamente las palabras del joven, con tanta mayor avidez cuanto que sabían que tras aquella muralla habitaba un hombre rico y parecía muy poca separación entre ellos y él, un muro de ladrillos que podía ser derribado con unos cuantos golpes de percha, aquellas gruesas perchas que ellos tenían para llevar diariamente las pesadas cargas sobre sus hombros.
Y al descontento de la primavera se unía ahora el que el joven orador y otros como él sembraban en el espíritu de los moradores de las chozas, la conciencia de la posesión injusta de cosas que ellos no tenían. Y como pensaban en estas cosas día tras día, discutiéndolas en grupos al anochecer, y sobre todo, como sus largas horas de labor no les producían nunca un aumento de jornal, en el corazón de los jóvenes y los fuertes se levantó una marea tan irresistible como la del río hinchado por las nieves invernales: la marea del deseo en su salvaje plenitud.
Pero Wang Lung, aunque veía esto y oía las conversaciones de los jóvenes y sentía su cólera con una inquietud extraña, no deseaba nada más que sentir su tierra bajo los pies nuevamente.
Ocurrió entonces que en aquella ciudad donde algo nuevo surgía continuamente a sus ojos, Wang Lung vio otra cosa que no supo comprender. Un día, mientras tiraba de su rickshaw vacío, en busca de cliente, vio a un hombre prendido por un pequeño grupo de soldados que agitaron cuchillos ante su rostro cuando el hombre protestó de aquella violencia. Y mientras Wang Lung contemplaba la escena con mudo estupor, otro hombre fue detenido, y otro y otro, y Wang Lung se percató de que todos los detenidos eran hombres del pueblo, trabajadores. Y mientras él miraba con los ojos dilatados de asombro, cogieron todavía a otro hombre, esta vez un vecino suyo que vivía en la choza inmediata a la suya.
Entonces, y en medio de su estupor, Wang Lung pensó que estos hombres estaban tan ignorantes como él mismo sobre la causa de su detención y que desconocían en absoluto por qué se los llevaban a viva fuerza. Rápidamente metió su rickshaw en una calle lateral, lo dejó allí y él se precipitó dentro de una tienda de agua caliente y se escondió agazapándose detrás de los grandes calderos hasta que los soldados hubieron pasado, no fueran a llevárselo a él también.
Entonces le preguntó al tendero lo que significaba la escena que había presenciado, y el hombre, que era viejo y que temblaba en medio del vapor que se elevaba continuamente de aquellos calderos que eran su negocio, repuso con indiferencia:
– No es más que otra guerra en alguna parte ¿Quien sabe el porqué de todas estas luchas? Pero así ha sido desde que yo era niño y así será después que me haya muerto, y bien que me consta.
– Bueno, ¿y por que han cogido a mi vecino, que es tan inocente como yo, que nunca ha oído hablar de esta nueva guerra. preguntó Wang Lung con gran consternación.
El viejo golpeo las tapas de sus calderos y contestó:
– Esos soldados van a alguna guerra y necesitan cargadores para llevar sus camas, sus municiones y sus cañones: por eso obligan a los trabajadores como tú a seguirles. ¿Pero de dónde eres tú? Lo que ha ocurrido no es nada nuevo en esta ciudad.
– Pero, entonces… ¿entonces qué? -insistió Wang Lung ávidamente-. ¿Qué recompensa, qué sueldo…?
Ahora bien, el tendero era un hombre muy viejo y no tenía gran esperanza en nada ni gran interés en otra cosa que en sus calderos, y repuso descuidadamente:
– Sueldo no lo hay, y de comida sólo dos pedazos de pan seco al día y un sorbo de agua de algún estanque. Y cuando has llegado al punto de destino puedes volverte a casa si las piernas te llevan.
– Bueno, pero la familia… -dijo Wang Lung espantado.
– Bueno, ¿y qué les importa a ellos la familia? -exclamó el viejo desdeñosamente, levantando la tapa de uno de los calderos para ver si el agua hervía. Una nube de vapor le envolvió, y apenas se le podía ver el arrugado rostro inclinado sobre el caldero. Sin embargo, era bondadoso, pues cuando reapareció de entre la nube de vapor vio algo que Wang Lung no podía ver desde su escondite, esto es: que los soldados se acercaban, explorando las calles, de las que todo trabajador capaz había ahora huido.
– Agáchate otra vez -le dijo a Wang Lung-. Han vuelto soldados.
Y Wang Lung se agachó tras los calderos y los soldados pasaron con gran estrépito y se dirigieron hacia el Oeste. Cuando el ruido de sus botas de cuero hubo cesado, Wang Lung salió fuera y, cogiendo su rickshaw, corrió con él vacío hasta la choza; allí le contó a O-lan, quien acababa de regresar para cocer las hierbas que había cogido, lo que estaba sucediendo, explicándole trémulo y jadeante el riesgo que había corrido de ser apresado con los otros. Y mientras hablaba, aquel nuevo horror se presentaba vívido ante sus ojos: la posibilidad de ser arrastrado a los campos de batalla y que no sólo su anciano padre y su familia se murieran de hambre, sino que él mismo fuera asesinado y nunca más pudiera ver su tierra. Miró a O-lan ansiosamente y dijo:
– Ahora si que de veras me siento tentado de vender la pequeña esclava y regresar al Norte, a la tierra.
Pero después de haberle escuchado, O-lan dijo con su simplicidad habitual:
– Espera unos días. Se dicen cosas extrañas.
Sin embargo, Wang Lung no volvió a salir a la luz del día, sino que envió al mayor de sus muchachos a devolver el rickshaw al sitio donde lo había alquilado, y él aguardaba en la choza que se hiciera de noche y entonces se presentaba en las casas de mercancías y, por la mitad de lo que antes ganaba, se dedicaba al trabajo nocturno de arrastrar grandes vagones cargados de cajas. De cada vagón tiraban doce hombres jadeantes y gimientes. Las cajas estaban llenas de sedas, de algodón, de tabaco fragante, tan fragante que su aroma se escapaba a través de la madera. Y había también grandes jarras de aceite y de vino.
Toda la noche, Wang Lung tiraba desesperadamente de las cuerdas a lo largo de las calles oscuras, con el cuerpo desnudo y empapado en sudor y los pies descalzos, que, lisos y mojados por la humedad de la noche, resbalaban sobre las piedras. Delante de los hombres, y para mostrarles el camino, marchaba un chiquillo llevando una antorcha flameante, y a la luz de esta antorcha los cuerpos y los rostros de los hombres brillaban lo mismo que las húmedas piedras.
Wang Lung llegaba a su casa al amanecer, jadeante y tan roto por el esfuerzo que no podía comer hasta después de haber dormido. Pero durante el día, mientras los soldados exploraban las calles, él dormía sano y salvo en un rincón de su choza detrás de un montón de paja que O-lan había reunido para resguardarle.
Qué batallas se libraban y quién guerreaba contra quién, Wang Lung no lo sabía. Pero con el avance de la primavera la ciudad se llenó de miedo y de inquietud. Todos los días aparecían coches tirados por caballos que conducían a hombres ricos con sus ropas satinadas y sus bellas mujeres y sus joyas hasta la orilla del río, donde entraban en los barcos que los llevaban a otros lugares. Y otros iban a la casa adonde llegaban los vagones de fuego y partían en ellos. Wang Lung no transitaba nunca por las calles durante el día, pero sus hijos llegaban con los ojos muy abiertos y brillantes trayendo las noticias.
– Hemos visto a un hombre tan gordo y monstruoso como un dios del templo y llevaba el cuerpo cubierto con muchas varas de seda amarilla y en el pulgar una gran sortija de oro con una piedra verde como un trozo de vidrio. Y tenía la carne brillante de aceite y de comer mucho.
O el mayor contaba:
– Y hemos visto cajas y más cajas y, cuando preguntamos lo que había en ellas, un hombre nos dijo: "Están llenas de oro y de plata, pero los ricos no pueden llevarse todo lo que tienen y algún día será nuestro". ¿Qué quiso decir, padre mío?
Y el muchacho abría más los ojos y miraba a su padre.
Pero cuando Wang Lung contestaba brevemente: "¿Cómo he de saber lo que quiere decir uno de esos ociosos ciudadanos?", el muchacho replicaba con avidez:
– ¡Oh, quisiera que pudiésemos ir ahora mismo y cogerlo, si es nuestro! Me gustaría probar un pastel. Nunca he probado uno de esos pasteles dulces, salpicados de ajonjolí.
El anciano despertaba de su ensoñación al oír esto y decía:
– Cuando había buena cosecha teníamos de esos pasteles, en las fiestas de otoño. Cuando el ajonjolí había sido trillado, y antes de venderlo, nos reservábamos un poco para hacer esos pasteles.
Y Wang Lung recordó los que O-lan había hecho una vez por Año Nuevo, pasteles de harina de arroz, manteca y azúcar, y la boca se le hacía agua y el corazón le dolía con la nostalgia del pasado.
– ¡Si al menos estuviésemos en nuestra tierra! -murmuró.
Súbitamente le pareció entonces que no podría soportar ni un día más en esta choza miserable, tan estrecha que no le permitía ni tenderse cuan largo era tras el montón de paja; ni podría pasar otra noche con el cuerpo inclinado sobre una cuerda que le cortaba las carnes y tirando desesperadamente de la carga a lo largo de las calles empedradas.
Cada piedra se había convertido ahora en un enemigo personal, y aprendió a conocer cada carril por el cual podía evitar una piedra y economizar una onza de su vida. Incluso hubo horas en aquellas negras noches, especialmente cuando había llovido y las calles estaban mojadas, más mojadas que de ordinario, en que todo el odio de su corazón iba contra aquellas piedras que parecían agarrarse, colgarse de las ruedas de su inhumana carga.
– ¡Ah, la bella tierra! -gritó de pronto, y empezó a sollozar de tal manera que los niños se asustaron y el anciano, mirando a su hijo consternado, inclinaba el rostro a un lado y a otro como hace una criatura cuando ve llorar a su madre.
Y de nuevo fue O-lan quien dijo con su voz llana y oscura:
– Espera un poco todavía y ocurrirán cosas. Se habla mucho ahora en todas partes.
Desde su choza, donde permanecía oculto, Wang Lung oía las pisadas de los soldados que se dirigían a la batalla. A veces levantaba un poco la esterilla que le separaba de ellos, miraba por el resquicio y veía aquellos pies pasar, pasar; los pies calzados con zapatos de cuero, las piernas cubiertas de tela, uno tras otro, par tras par, línea sobre línea, millar sobre millar. Por las noches, cuando trabajaba, veía sus rostros pasar junto a el, iluminados brevemente por la luz de la antorcha. No se atrevía a hacer pregunta alguna que le concerniese, pero tiraba de su carga con obstinación, comía su escudilla de arroz y dormía su sueño agitado en la choza, tras el montón de paja. En aquellos días nadie hablaba. La ciudad estaba sacudida de espanto y todos hacían rápidamente sus quehaceres, se iban a sus casas y cerraban la puerta.