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XVI

Una noche, cuando Wang Lung se hallaba acostado con su esposa, notó que ésta tenía algo del tamaño de un puño de hombre entre los senos, y le preguntó:

– ¿Qué es esto que llevas encima?

Lo cogió y vio que era algo envuelto en un trozo de trapo, algo duro, aunque movible al tacto. O-lan se echó hacia atrás violentamente, pero luego, al ver que Wang Lung se disponía a tirar del bulto y arrancárselo, se sometió y dijo:

– Bueno, míralo si quieres.

Y rompiendo el cordel que lo sujetaba a su cuello, se lo entregó a Wang Lung.

Este desgarró el trozo de trapo y, de pronto, cayo en sus manos tal cantidad de joyas que se quedó estupefacto. Eran joyas como él no había nunca soñado, joyas rojas como la carne de la sandia, doradas como el trigo, verdes como las hojas tiernas de primavera, transparentes como el agua que brota de la tierra. Qué nombres tenían, Wang lo ignoraba, pues nunca había visto joyas en su vida ni oído cómo se llamaban, pero al apresarlas en su mano morena y dura comprendió, por el brillo y los destellos que despedían en la habitación medio a oscuras, que tenía en sus manos una fortuna. Y la agarraba inmóvil, ebrio de color y de forma, en silencio; y ni él ni la mujer apartaban de ella los ojos.

– ¿Dónde…? ¿Dónde…?

Y O-lan murmuró suavemente:

– En la casa del hombre rico. Debió de ser el tesoro de alguna favorita. Vi un ladrillo suelto en la pared y me escurrí hacia allí negligentemente para que nadie más se diera cuenta del hallazgo y exigiese una parte. Tiré del ladrillo, cogí lo que brillaba y me lo escondí en la manga.

– ¿Pero como sabias…? -murmuro Wang Lung nuevamente lleno de admiración, y ella contesto sonriendo con aquella sonrisa que no subía nunca a sus ojos:

– ¿Crees que yo no he vivido en una casa rica? Los ricos siempre tienen miedo. Un año los ladrones saltaron las tapias de la casa grande. Yo vi a las esclavas y a las concubinas, y hasta a la misma Anciana Señora. correr de aquí para allá: y cada una llevaba un tesoro que metía en algún escondite planeado de antemano. Por eso sabía el significado de un ladrillo desprendido.

Y otra vez se callaron, contemplando la maravilla de las piedras preciosas.

Al cabo de un rato, Wang Lung hizo una profunda aspiración y exclamó decididamente:

– No se debe conservar un tesoro así. Hay que venderlo invertirlo en algo seguro, en tierras pues nada más ofrece seguridad. Si esto llegara a saberse, nos matarían y un ladrón se llevaría las joyas. Tengo que convertirlas en tierra hoy mismo o no podría dormir esta noche.

Mientras hablaba, envolvió otra vez las joyas con el trozo de trapo, las ató fuertemente con el cordel y, al abrirse la túnica para esconderlas en el pecho, su mirada se fijó casualmente en el rostro de la mujer. Estaba sentada con las piernas cruzadas sobre la cama, y su faz hermética, en la que nunca se reflejaba nada, hallábase animada por un oscuro anhelo que expresaban sus labios entreabiertos y su rostro ansiosamente echado hacia delante.

– Bueno, ¿y que hay? -preguntó Wang Lung asombrado.

– ¿Las vas a vender todas? -inquirió ella con un sordo murmullo.

– ¿Y por qué no? -le contestó él atónito. ¿Qué íbamos a hacer con joyas como éstas en una casa de tierra?

– Me gustaría poder quedarme con dos para mi -dijo O-lan. con la desesperada ansiedad de quien no espera nada; y él se sintió conmovido como por el deseo de alguno de sus hijos de un juguete o de un dulce.

– ¡Bueno, bueno! -exclamó estupefacto.

– Si pudiera quedarme con dos -continuó O-lan con banalidad-, sólo dos de las más pequeñas, aunque fueran las dos perlas chiquititas…

– ¡Perlas! -repitió él boquiabierto.

– Las guardaría… No las usaría -repitió ella-, solamente las guardaría.

Y bajó los ojos y se puso a torcer un trozo del cobertor de la cama, donde se había soltado un hilo, y aguardó pacientemente. como quien apenas espera una respuesta.

Entonces, Wang Lung, sin comprenderla, miró por un instante a esta opaca y fiel criatura que había trabajado toda su vida en tareas por las que no recibía compensación alguna y que, en la casa grande, había visto a otras mujeres adornadas con joyas que ella ni siquiera tocó jamás.

– Algunas veces las podría tener en la mano -añadió O-lan consigo misma.

Y Wang Lung se sintió enternecido por algo que no comprendía, y, sacándose las joyas del pecho, las desenvolvió y se las tendió a O-lan en silencio. Ella buscó entre los vivos colores, y su mano dura y morena daba vueltas delicadamente a las piedras, demorándose hasta que encontró las dos perlas blancas, que cogió, atando nuevamente las demás y devolviéndolas a Wang Lung. Entonces rasgó un trocito de tela de su túnica, envolvió en él las perlas y se las escondió entre los senos.

Pero Wang Lung la observaba estupefacto, comprendiendo sólo a medias, y más tarde, durante aquel día y en los dias siguientes, se detenía a veces a mirarla, diciéndose para sus adentros:

" ¡Bueno, bueno! Esta mujer mía supongo que aún llevará las dos perlas entre sus pechos…"

Pero nunca se las vio sacar ni la sorprendió contemplándolas, y la cuestión de las perlas no volvió a ser discutida.

En cuanto a las otras joyas, estuvo reflexionando sobre ellas y al fin decidió ir a la casa grande a ver si le vendían más tierra.

Se dirigió, pues, hacia allí, pero esta vez no encontró al guardián a la puerta, retorciéndose los largos pelos del lunar y despreciando a los que no podían pasar de largo ante él al entrar en la Casa de Hwang. La puerta se hallaba cerrada y Wang Lung golpeó contra ella con el puño una vez y otra, sin que nadie llegase a abrir. Unos hombres que pasaban por la calle le miraron y dijeron:

– Si, llama, llama.

– Si el Anciano Señor está despierto, tal vez venga ver quién hay, y si anda por ahí alguna perra esclava, tal vez abra. si le viene en gana.

Pero al fin Wang Lung oyó pasos, unos pasos lentos y errantes, que se detenían y avanzaban a intervalos; luego, el cauteloso tirar de la barra de hierro que aseguraba la puerta. el chirriar de esta y una voz cascada que inquiría:

– ¿Quien es?

Entonces Wang Lung contestó muy alto, aunque estaba pasmado:

– ¡Soy yo, Wang Lung!

La voz respondió con impertinencia:

– ¿Y quien es ese maldito Wang Lung?

Wang Lung comprendió, por la calidad de la imprecación, que se trataba del Anciano Señor en persona, porque maldecía cono uno acostumbrado a tratar con sirvientes y esclavas. Así, pues, repuso con más humildad que antes:

– Dueño y señor, no he venido para molestaros, sino para tratar de un pequeño negocio con el agente que sirve a vuestra señoría.

Entonces, el Anciano Señor contestó, sin abrir más la rendija por la que asomaba los labios:

– Ese perro maldito me dejó hace muchos meses. Ya no está aquí.

Después de esta respuesta, Wang Lung se quedó sin saber que hacer. Era imposible hablar de la compra de tierra directamente con el Anciano Señor, sin mediador alguno, y, sin embargo, las joyas colgaban en su pecho, ardientes como fuego, y quería verse libre de ellas y, más aún, quería la buena tierra de la Casa de Hwang.

– Vine por cuestión de dinero -exclamó, dudando.

Inmediatamente, el Anciano Señor cerró la puerta.

– No hay dinero en esta casa -dijo en voz más alta de la que usara hasta entonces-. Aquel ladrón de agente (y maldita sea por él su madre y la madre de su madre) se llevó todo lo mío. Ninguna deuda puede ser pagada.

– No… no, exclamó Wang Lung precipitadamente. Yo he venido a pagar, no a que se me pague.

Entonces, una voz que Wang Lung no había oído todavía dio un grito agudo, y una mujer sacó la cabeza por la puerta.

– ¡Eso es una cosa que no he oído desde hace tiempo! -chilló la mujer, y Wang Lung hallose frente, a un rostro sagaz y vivamente coloreado que le clavaba los ojos. ¡Entra!

Abrió la puerta lo suficiente para permitir el paso a Wang Lung y, mientras éste permanecía atónito en el patio, la cerró tras él, asegurándola firmemente con la barra.

El Anciano Señor tosía y miraba con asombro. Iba envuelto en una túnica de satén gris, de la que pendía un colgajo de piel cubierta de manchas. Primitivamente había sido un lujoso vest¡do, lo que aun podía verse por el espesor y la suavidad del satén, aun cuando estuviese manchado y sucio y lleno de arrugas como si le hubiese utilizado como prenda de dormir. Wang Lung se quedo mirando al Anciano Señor con cierto miedo, pues toda su vida había temido un poco a la gente de la casa grande: y le parecía imposible que el Anciano Señor, de quien tanto había oído hablar, fuese esta vieja figurilla, no más temible que su propio padre y en realidad menos aún que él, pues su padre era un viejo pulcro y sonriente, y el Anciano Señor, que había sido grueso, era ahora flaco y la piel le colgaba en pliegues sucios. Iba sin afeitar, y su mano amarillenta le temblaba al pasarla por la barbilla y al tirar de sus labios decaídos y fláccidos.

La mujer parecía bastante pulcra. Tenía un rostro duro y agudo, hermoso, pero de una hermosura de ave de rapiña, debida tal vez a su nariz aguileña, a sus ojos acerados, negros y brillantes, y a su piel pálida y demasiado tirante sobre los huesos. Sus labios y sus mejillas eran rojos y duros; su negro cabello, liso y brillante como un espejo; pero por su manera de hablar se descubría que no era de la familia del señor, sino una esclava, de voz aguda y lengua mordaz. Y aparte estos dos, la mujer y el Anciano Señor, nadie más se veía en el patio donde antes hombres, mujeres y niños iban y venían ocupados en los múltiples quehaceres que requería el cuidado de la gran casa.

– Ahora, a lo del dinero -dijo la mujer con viveza.

Pero Wang Lung vacilaba. No le era posible hablar delante del Anciano Señor. La mujer se percato de esto, como se percataba de todo, antes de que se expresase con palabras, y volviéndose hacia el viejo le dijo con voz penetrante:

– ¡Ahora, fuera de aquí!

Y, sin responder nada, él partió en silencio, tosiendo mientras se alejaba, con sus viejos zapatos de terciopelo batiéndole los talones.

Al quedarse solo con la mujer, Wang Lung no supo qué hacer ni qué decir. Se hallaba estupefacto por el silencio que reinaba en la casa. Miró hacia el otro patio y allí tampoco vio a persona alguna, sino montones de desperdicios y basuras, paja, ramas de bambú, agujas de pino desperdigadas y tallos de flores muertas, como si durante mucho tiempo nadie hubiera cogido una escoba para barrerlas.